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Viernes, 15 de agosto de 2014
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En su segunda semana de conciertos, Daniel Barenboim comenzó la despedida

Días normales de un director incansable

En sus funciones para el Mozarteum, encaró obras de compositores nuevos con la orquesta y cometió su único desliz.

Por Diego Fischerman
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“Me siento mucho más cerca de Buenos Aires”, dijo Barenboim en el concierto en Puente Alsina.

Es posible que la canción “Anochecer de un día agitado” haya sumido a Daniel Barenboim en el mayor de los desconciertos. “¿Día agitado? ¿Qué es eso?”, podría haber preguntado quien, luego de una semana de conciertos en que dirigió de memoria –como siempre lo hace– los repertorios más variados, tocó a dúo con Martha Argerich y actuó junto a Les Luthiers, y se dio tiempo para visitar a Estela de Carlotto y su nieto recuperado. El anochecer de un día normal (para él) bien podría haber sido el del domingo. A la mañana un concierto ante 8000 personas en Puente Alsina; a la tarde, una de las funciones en el Colón del concierto con una selección de fragmentos del Tristán e Isolda de Wagner y, después, una charla pública con el ex presidente español Felipe González. Con quien, además, compartió una reunión con la presidenta Cristina Fernández.

Incansable, el músico comenzó su segunda semana de conciertos empezando a despedirse. En Puente Alsina dijo, con otras palabras, lo mismo que diría el martes, en la última de las funciones dedicadas al Tristán. “Con los años las cosas se ven diferentes; me siento mucho más cerca de Buenos Aires y entiendo que le debo mucho más que lo que creía.” En su breve alocución del miércoles, después del último de los dos conciertos programados por el Mozarteum Argentino (el anterior había sido el lunes) fue más explícito: “Aquí aprendí la convivencia y la posibilidad de la discusión y el intercambio de ideas. Aquí es natural algo que en Europa no existe. No la tolerancia, porque eso no es bueno. Se tolera lo que es extraño, lo que es desagradable. Sino la real convivencia”. Ante un público reverente contó además haberse reunido esa mañana “con los líderes de las tres comunidades, islámica, judía y cristiana”. “Y digo comunidades porque lo que las une tiene que ver con las tradiciones y es mucho más fuerte que la religión, y de hecho incluye a muchas personas que no son religiosas”. Con ellos comenzó a planear el festival del año próximo, anunció que habrá conciertos en distintas sedes importantes para cada una de esas comunidades y que el eje de discusión será, precisamente, la posibilidad de convivencia. “Tal vez, algún dirigente internacional repare en nosotros y en lo que estamos haciendo”, expresó.

Barenboim, que siempre mantuvo un contacto activo con los compositores actuales, incluyó en sus conciertos para el Mozarteum dos estrenos de obras especialmente encomendadas por la orquesta West-Eastern Divan: Resonating Sounds, del israelí Ayal Adler, nacido en 1968, y Ramal, del sirio Kareem Roustom, nacido en 1971. Más abstracta la primera, con un magistral trabajo sobre los armónicos y un seductor manejo de la espacialidad y las texturas, y algo más anclada en su tradición cultural la segunda, que elabora musicalmente uno de los ritmos (“ramal”, precisamente) de la poesía árabe clásica, ambas mostraron un panorama alejado de la postal exótica y, además, fueron interpretadas con justeza y expresividad por una orquesta exacta en todas sus líneas. Los conciertos del Mozarteum incluyeron además parte del programa que la orquesta había tocado en su primera actuación para el Colón: la Obertura de la ópera Las bodas de Fígaro, de Mozart, y las obras orquestales de Maurice Ravel inspiradas por el imaginario español, Rapsodia española, Alborada del gracioso, Pavana para una infanta difunta y Bolero.

En la última de las funciones dedicadas al Tristán, el martes tuvo lugar, por otra parte, el único desliz desafortunado de Barenboim. Allí, en lugar del Preludio inicial y de la final Muerte de amor, decidió incluir, antes del segundo acto de la ópera, el Concierto Nº 27 de Mozart, asumiendo el doble papel de solista y conductor. Por un lado, privó a los asistentes de uno de los momentos más maravillosos de la historia musical y, en particular, de lo que en las funciones anteriores había sido uno de los puntos más altos, en la extraordinaria interpretación de Waltraud Meier. Por otro, esa muerte, anunciada durante toda la ópera pero en especial en el segundo acto, no sólo por el texto sino por los motivos temáticos que la anticipan casi permanentemente, es una culminación necesaria para paliar, aunque sea en parte, la fragmentación de una obra que, en rigor, no admite cortes. Mozart –con una interpretación más bien rutinaria en el piano– no resultó un reemplazo coherente ni interesante. Y mucho menos si se piensa que tal cosa sucedió en una función perteneciente al abono operístico del teatro.

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