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Lunes, 19 de octubre de 2015
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El Festival Cervantino continúa en la ciudad mexicana de Guanajuato

El sonido como protagonista indiscutible

Con la antigua localidad minera copada por el encuentro musical, se vieron espectáculos de gran valía, como el de la cantante Cécile McLorin Salvant. También fue estrenada allí la ópera La creciente, de Georgina Derbez con libreto de Paula Markovitch.

Por Diego Fischerman
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El laudista Paul O’Dette dedicó su concierto al repertorio de la Inglaterra isabelina.

Desde Guanajuato

“Las posibilidades de los sueños” es el nombre de una de ellas. Las esculturas de bronce de Eleonora Carrington –la surrealista inglesa que luego de ser pareja de Max Ernst, perseguida del nazismo e internada psiquiátrica en España se exilió en México– son parte del paisaje. Un tejido contradictorio, como casi todo en este país donde conviven la máxima amabilidad, la hospitalidad absoluta ante exilios políticos tan diversos como los de Trotsky, la propia Carrington y, desde ya, muchos argentinos que escaparon de la última dictadura cívico-militar, y la más incomprensible de las violencias. Un mapa espeso, seductor, imposible de reducir a simplificaciones donde el sonido, que se adueña de los intrincados callejones de Guanajuato, acaba siendo un protagonista indiscutible.

Durante las semanas en que el Festival Cervantino tiene lugar, la antigua ciudad minera duplica su población. Llegan jóvenes de distintos lugares del país y, desde ya, turistas extranjeros. Agunos lo hacen para concurrir a la nutrida y variadísima agenda de espectáculos del propio festival. La mayoría, simplemente para estar allí, emborrachándose en las calles, cantando canciones estudiantiles o recibiendo shocks eléctricos de un individuo que ofrece una especie de picana como diversión suprema a grupos que reciben la sacudida tomados de la mano. También, vendiendo besos o su disposición para recibir cachetadas para juntar el dinero que les permitirá regresar a sus hogares. Los “entremeses” cervantinos que dieron origen al festival y que por la noche todavía salpican con trajes renacentistas y los textos en español antiguo las angostas veredas, las plazas y las fuentes de la ciudad, se codean con una multitud que dificulta el desplazamiento a pie y lo hace imposible en cualquier vehículo.

Las cuatro cabezas de los insurrectos, entre ellas la del Padre Hidalgo, fueron colgadas en 1811 y estuvieron expuestas en jaulas durante más de nueve años. Colocaron una en cada esquina del antiguo almacén de granos –o alhóndiga, como todavía se lo llama– que había servido de refugio a los españoles y que luego el emperador Maximiliano convertiría en cárcel. En la plaza de ese edificio tienen lugar parte de los espectáculos. Otros, como el extraordinario recital que el laudista Paul O’Dette dedicó al repertorio de la Inglaterra isabelina, se llevan a cabo en el Teatro Cervantes, donde fue estrenada la ópera La creciente, de Georgina Derbez con libreto de Paula Markovitch, o en el Juárez, en que tiene lugar la fantástica integral de las sinfonías de Ludwig van Beethoven con Anima Eterna Brugge, una orquesta belga que reproduce las dimensiones, el balance interno y las características de los instrumentos de la época en que fueron compuestas, fundada y dirigida por el notable Jon van Immerseel. Y allí tuvo lugar, también, la extraordinaria actuación de Cécile McLorin Salvant junto al trío del pianista Aaron Diehl.

Si hiciera falta la elección de un solo momento para describir la complejidad y la intensidad emocional de esta edición número 43 del Cervantino, alcanzaría con el final del concierto de McLorin Salvant. Con el aplauso con que fue recibida su última canción, por la manera en que la interpretó, por la ovación que siguió y por el primero de los bises que cantó después. Sin presentación alguna –no era necesaria– y sin demagogia de ninguna clase –de hecho, ese tema forma parte de su repertorio habitual en lugares donde nadie sabe castellano y no hay en él carga simbólica alguna–, una introducción improvisada por el contrabajo dio lugar a una de las versiones de “Alfonsina y el mar” más bellas, exactas en su dicción y en el trabajo con el significado del texto y conmovedoras que puedan imaginarse. La cantante es una estudiosa. Y así como en sus maneras de hacer un antiguo blues y, más allá de la fuerte identidad que le imprime, puede rastrearse su meticulosa escucha de artistas como Bessie Smith o Alberta Hunter, en este caso era clara la referencia a Mercedes Sosa. Una referencia, en todo caso, en la que su interpretación estuvo lejos de agotarse. Ese fue apenas su punto de partida, como lo fue el conocimiento de sus raíces afroamericanas, para paralizar a quienes escuchaban con ese antiguo blues en que que reclamaba: “Padre, deberías colgar de un árbol por lo que me has hecho”. Una plegaria que Cécile McLorin Salvant cantó parada en el borde del escenario, casi sin moverse y sin micrófono, haciendo que su voz, oscilando entre el susurro y el desgarro, llegara a cada uno de los rincones del teatro.

Junto a su grupo habitual, que integran Diehl, el contrabajista Paul Sikivie (de fantástico sonido) y el baterista Lawrence Leathers (con impecable justeza) McLorin Salvant recorrió parte de su disco reciente, For One to Love y el anterior, Woman Child, que arrasó, en 2014, con los premios de la Encuesta Anual de Críticos de la revista especializada en jazz Down Beat. La cantante mostró no sólo su notable dominio técnico sino, sobre todo, su original mirada sobre el repertorio histórico y un gesto siempre fresco y ausente de impostación alguna que aleja definitivamente sus interpretaciones tanto del folologismo frío como del show meramente exhibicionista.

La ópera La creciente, por su parte, con una escritura instrumental detallada y un interesante manejo de las voces infantiles, dejó a su texto demasiado desguarnecido con una escenificación que apostó al realismo y la verosimilitud pero tuvo dificultad para sostenerlo a lo largo de la obra. Una mujer y su hija viven solas en San Clemente del Tuyú. Es el año 1976 y nada (o nada bueno) se sabe del padre. La madre se oculta y la hija, de siete años en el libreto de Markovitch, de once en la puesta –lo que torma difíciles, si no imposibles, algunas de las tensiones de la trama– gana un concurso escolar organizado por el ejército cuyo tema es el valor y la abnegación de las Fuerzas Armadas. Con buenas actuaciones de Irasema Terrazas, Karla Castro, Gabriela Flores y Juan Carlos Heredia, además de los integrantes del coro de niños Schola Cantorum de México, se destacó también el cuarteto instrumental conducido por Ludwig Carrasco. El potencial dramático, sin embargo, no tuvo un desarrollo acorde en la puesta de Yuriria Fanjul. El Cervantino continúa hasta el próximo fin de semana y allí se esperan, para estos últimos días, presencias como la del cellista Pieter Wispelwey, el grupo Les Talents Lyriques, la compañía de la coreógrafa Blanca Li, la London Sinfonietta y la argentina Camerata Bariloche.

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