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Miércoles, 31 de agosto de 2016
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Entrevista al compositor y acordeonista Raúl Barboza

“La música no es para ser aplaudido y ganar medallas”

El notable exponente del chamamé señala que el sentido de la música es la llegada “al espíritu de la gente”. Y dice que no sólo importa “lo que se escucha, sino también lo que se intuye”. El flamante CD Barboza cuarteto es un fiel reflejo de esas ideas.

Por Karina Micheletto
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Barboza tiene 78 años. Presentará su último disco este viernes a las 21 en el ND Teatro.

Hay una frase que Raúl Barboza tiene pegada en el estuche de su acordeón: “Sin música, la vida sería un error”. Es de Nietzsche. “Me gusta tenerla siempre a mano porque me hace recordar que la música no es para ser aplaudido, ganar medallas o títulos. La música es la vida, va al espíritu de la gente, y si para algo sirve, en todo caso, es para llegar a ese espíritu. Esa es para el músico la verdadera medalla a la que aspirar”, explica el acordeonista y compositor. De ese tipo de medallas, recibidas también en forma de elogios como los que alguna vez le prodigaron Astor Piazzolla, Carlos García o Virgilio Expósito –quien le daba clases cuando tenía veinte años–, o como los que repiten ahora mismo las señoras que piden sacarse una foto en el bar donde se hace la entrevista, está hecha la trayectoria de Raúl Barboza. No hay que explicar esos méritos: suenan en los discos que grabó, que increíblemente suman unos setenta. El último, el excepcional Barboza cuarteto, será presentado este viernes a las 21 en el ND Teatro (Paraná 918).

Hay algo del orden de la paz que Barboza transmite en su modo de hablar dulce, pausado y firme, con un acento que muy en el fondo deja sonar la erre aspirada, herencia de las casi tres décadas que lleva viviendo en París, y también otras herencias, como la guaraní, que lo lleva a enlazar las vocales tan musicalmente. Barboza habla como si fuese lo más natural del mundo hacer un disco como el que hizo con Nardo González en guitarra, Roy Valenzuela en contrabajo y Cacho Bernal eN percusión. Y con dos invitados que dejan marca: Ramiro Gallo, que con su violín hace aún más profunda la nostalgia de “Mi tierra lejana”; y Facundo Guevara que suma percusión con aires de chacarera y chamamé.

El nuevo disco de Raúl Barboza marca el exquisito presente del acordeonista que a los 78 años tiene la sabiduría para encontrar despliegues y silencios con la misma intensidad, momentos festivos (la marca de este trabajo) y profundos a la vez, y también para saber rodearse de un seleccionado de jóvenes y talentosos músicos. Es también, aunque no está planteado así, un repaso y una revisión de una carrera compositiva y de intérprete intensa y prolífica, nunca quieta, siempre en estado de avance. Vuelven a sonar –y suenan de nuevo– así temas emblemáticos como “Cherogapé”, o el muy conocido “Tren Expreso”, o “Duende de la siesta”, todo un clásico de las cortinas radiofónicas de los programas chamameceros. Y también “Lágrimas”, que abre el disco, del bandoneonista entrerriano Francisco Casís, histórico integrante y arreglador del Cuarteto Santa Ana, un chamamé que, cuenta Barboza, figura entre los primeros que grabó. Cuando era otro Barboza, piensa ahora, tanto más preocupado en demostrar velocidad en las escalas que en encontrar la música de los silencios. Pero a la vez, el mismo Barboza: tan convencido como ahora de que hacer música tiene que ver con llegar al espíritu.

“‘Lágrimas’ es el peldaño en el que yo me foguee sin darme cuenta, porque en aquella época, en los 60 y cuando yo tenía veintipico de años, esa era la música del Cuarteto Santa Ana, donde estaba Francisco Casís, que había tomado el lugar que había dejado libre Isaquito Abitbol”, recuerda Barboza en la entrevista con Página/12. “¿Y cuál era esa música? Era la que se tocaba en los bailes, y la que la gente bailaba. Yo siempre admiré en Cocomarola, en Isaco, en Montiel, en mi papá, en Esquivel, el hecho de que tomaban el instrumento y, parados o sentados, simplemente tocaban y la gente simplemente bailaba. Sin necesidad de pedir palmas, ni revolear ponchos, ni azuzar a la gente para que grite un sapucay. ¡Si el sapucay no es un grito! Es una expresión que surge, como quien ríe de una carcajada, porque está feliz. No se puede pedir: hágame una carcajada”, analiza.

–¿Y por qué grabó de nuevo aquel chamamé?

–Porque hay gente que todavía a me dice: pero Barboza, usted no toca el verdadero chamamé. Y hago una reflexión: si lo que tocaban Montiel, Isaco, Cocomarola, Tarragó, esa música que yo grabé en homenaje a ellos, casi con la misma dificultad técnica, no sirve, entonces, ¿quiénes sirven? ¿Quiénes hacen un servicio al arte guaraní?

–Hoy suenan de otra manera, igual que los otros temas que volvió a grabar…

–Porque la música es como el hombre. A los veinte años yo sabía hablar más o menos como ahora, pero el significado que le daba a las palabras no es el mismo a los 40, ni cuando se está vislumbrando el horizonte. La palabra tiene otro peso. Por eso mi manera de hablar coincide con mi tiempo de vida. Me estoy refiriendo a mi manera de hablar en la música también: cuando uno es joven tiene tiempo. Uno va creciendo y advierte que ese tiempo hay que usarlo con mayor poesía, con mayor veracidad si se quiere. Antes había más intuición que experiencia. Ahora la experiencia marca un rumbo aunque no se deja de buscar, jamás: se sigue estudiando, buscando sonidos nuevos, se da vuelta las rítmicas, eso no cesa nunca. Pero digamos que se pasa la escoba un poco (risas).

–¿A qué, por ejemplo?

–Yo le he pasado la escoba a muchas escalas en las que antes me solazaba al poder tener la velocidad de la juventud. Como quien corre, porque eso es ser joven: poder correr. El tiempo te ayuda a comprender cabalmente que la música no es solo lo que se escucha, sino también lo que se intuye. Porque en el espacio de silencio que hay entre una nota y otra, entre un acorde y otro, hay una respiración. Y esa respiración es el eco de la nota que no se escucha, pero está en el espíritu. Comprendiendo eso, pude comprender que era mucho más importante sugerir una situación artística que estar diciéndola permanentemente. El joven tiene otra necesidad, entre otras cosas porque está afirmando su personalidad.

–¿Le pasó a usted también?

–Yo pienso que sí. Como decía, en algún momento yo tenía el orgullo de poder hacer ciertas escalas. Ahora hago muchísimas menos. Porque no estoy pendiente de eso: busco otra llegada.

–También hay una sabiduría en poder rodearse de músicos jóvenes y talentosos…

–¡Claro! Y vaya si es suerte la mía. Yo he tenido siempre la suerte de hacer contado con compañeros de mucho talento. Siempre hemos compartido nuestro saber en función de nuestra música.

Caballero del acordeón

Un repaso rápido de vida y de carrera lo lleva a decir a este hombre de 78 años que empezó a tocar el acordeón a los 7, que a los 9 estaba tocando en la radio, que a los 12 grabó un primer tema, con Ramón Ayala como guitarrista. Y que a los 20 editó un primer disco que fue un fracaso total de ventas: “creo que no se vendió ninguno”, se ríe ahora, y lo recuerda como toda una enseñanza, tanto para saber cambiar como para autoafirmarse en una convicción musical y de vida. Músico autodidacta, cuenta que recién aprendió a leer y escribir música cerca de los 60, cuando tuvo que hacerlo para cumplir con los pedidos de que pasara su música a otros. “Mis comienzos fueron con mi papá, también autodidacta, muy amigo de Yupanqui en su juventud. Aprendí con él a tocar, sin que me impusiera método ni horas de estudio”, recuerda.

Hubo otros maestros implícitos, comenzando por los que él miraba cuando iban a su casa a ensayar con su padre. Entre los que aparecen primero en el recuerdo, un acordeonista llamado Ramón Estigarribia, al le habían puesto de sobrenombre “el yaguareté de las selvas correntinas”. “Por imitación empecé a sacar todo, yo veía y copiaba, veía y copiaba. No tuve ayuda porque en esa época no había maestros a los que pudiera recurrir, más que aquellos de los que se aprendía viendo o escuchando. Por eso hoy, cuando algún joven me pide ayuda, dentro de mis posibilidades se la brindo con muchísimo placer. Yo sé bien lo que es sentir esa sed de aprender”, dice ahora Barboza.

Más allá de la frase de Nietzsche y de la idea de medallas apuntando al espíritu, una cantidad de reconocimientos dejan explícito el valor de la obra de Barboza. En Francia, por ejemplo, el título honorífico de Caballero de la Orden de las Artes y de las Letras, que otorga el Ministerio de Cultura y Comunicación de ese país. Mucho antes, los halagos que recibió de parte de Astor Piazzolla, y que lo ayudaron a abrirse puertas en sus comienzos europeos. Y antes todavía, cuando era un joven recién llegado a Buenos Aires, el que le hizo el pianista y director de orquesta Carlos García: “Yo estaba tocando una nota y buscando, buscando, y viene Carlitos García y me dice: pibe, está muy bien eso que hacés. Una sola nota, pero bien vestida. Yo tenía poco más de veinte años, hoy tengo casi 80. No lo olvido: lo tengo guardado como una escarapela detrás de la solapa, que me recuerdan aquellas palabras de un hombre sabio”, sonríe ahora Barboza.

Los de Adolfo Abalos, que a las tres de la mañana le pasaba acordes, o los de Virgilio Expósito, son otros halagos que Barboza también guarda de aquella época: “Yo iba al departamentito que Virgilio tenía en la calle Montevideo, él me daba clases y nunca me quiso cobrar. Me enseñaba a hacer un buen empleo de lo que yo sabía, sin poner tanto esfuerzo físico y con mejor resultado. Claro, cuando uno es joven no se da cuenta porque se recupera pronto. Le da más o menos lo mismo. Pero gracias a eso hoy puedo seguir tocando con intensidad, y con un montón de años encima”, advierte el músico.

–¿Hoy se siente reconocido?

–Yo soy un agradecido a la vida: me ha dado más de lo que he podido soñar. Me ha dado afectos y música, y salud para poder disfrutarlos.

–¿Y siente que en general el chamamé tiene reconocimiento?

–El chamamé está siempre donde tiene que estar. Si está en el corazón de la gente, no tiene necesidad de estar en las vitrinas de las radios o de la televisión. ¿De qué valdría, si a la gente no le gusta? Hay quienes quieren atajarlo, pero eso es imposible. Como fue imposible atajar nuestros idiomas: el mapuche, el aimara, el guaraní, siguen viviendo, y ahora se estudian en nuestras escuelas. Porque a un chiquito que nace en Corrientes, o en Misiones, o en el sur de Brasil, o en Morón con familia litoraleña, que trae al chamamé consigo, porque es su historia, ¿quién lo va a atajar? El va a seguir haciendo lo que hacen las aves y las abejas, que van de un lado al otro y esparcen las semillas, y así crecen árboles en todos lados. Es la vida. Y la vida no se detiene. Considero ilusos a los que quieren detenerla.

–¿A qué se refiere?

–Hay quienes quieren mascararla con el cartel de “esto no sirve”, “esto no es”: esto no es chamamé, esto no es folklore. Pero mientras esté en el corazón de la gente, que haya un cartel que diga esto no sirve, no tienen ninguna importancia. La vida se abre paso sola. Nunca un cartel detuvo a la vida. Ni a la música.

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