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Jueves, 22 de febrero de 2007
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COLDPLAY EN EL GRAN REX

El brit pop también cabe en un teatro

El grupo sedujo a todos con un arsenal de hits que disimuló sus limitaciones.

Por Eduardo Fabregat
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Chris Martin, el corazón de Coldplay, capaz de derrochar carisma, encanto y dominio escénico.

¿Qué es lo que diferencia a una banda buena de una banda grande? La industria suele fomentar esa tergiversación según la cual un artista que vende mucho, arrasa en los charts, toca en grandes estadios y sintoniza con millones de personas es algo grande. Pero la industria considera cada vez menos lo artístico, terreno en el que lo grande no tiene que ver con el tamaño. La visita de Coldplay vino precedida por una extrañeza relacionada precisamente con las dimensiones: nadie podía creer que el cuarteto fuera a tocar en un teatro, propiciando una experiencia ideal para apreciar a un grupo británico en la cresta de la ola. Las entradas se agotaron en tres horas, los revendedores hicieron el negocio de su vida (el martes, en la puerta del teatro, una platea originalmente valuada en $400 llegaba a... 1400) y el público argentino, habituado a que los grupos de Primera A sean unos muñequitos sobre un tablado enorme, disfrutó el lujo de tener a Chris Martin y sus compañeros ahí nomás. ¿Y Coldplay? Coldplay tocó, y dio algunas pistas sobre la pregunta del comienzo.

Lo dicho sirve también para explicar el rasgo más obvio de estas veladas en la calle Corrientes: entre Parachutes (2000), A rush of blood to the head (2002) y X&Y (2005), Coldplay tiene una cosecha de hits que convertían a su show en una apuesta segura. Hubo una amenaza de que el viaje al culo del mundo serviría para “probar temas nuevos”, pero nadie terminó de creérselo. Y entonces, la lista de 17 canciones incluyó suficientes momentos intensos como para garantizar un auditorio enfervorizado. Quedó claro en el arranque, cuando a “Square 1” le siguió una tripleta de hierro, con “Politik”, “Yellow” –el título que los puso en el mapa del brit pop– y “Speed of sound”, y ya no hubo dudas de que no habría ningún experimento con público, sino un concierto con todo lo que la sala repleta había ido a escuchar. En ese contexto, todo apunte, cualquier matiz de relativización chocará con la percepción del fan. Pero hay que decir que hasta las apuestas seguras tienen su doble filo: Coldplay supo ocupar el nicho que Radiohead dejó vacante al partir hacia aguas más tormentosas (de Kid A en adelante), pero su olfato para componer canciones elegantes, atractivas, very british, no es suficiente para completar su retrato.

Uno de los problemas de Coldplay es que todo termina descansando en los flacos hombros de Chris Martin: el cantante es el único que puede hacer derroche de carisma, sea con su baile sexual hamacándose en la banqueta frente al piano, con guitarra o paseándose por la escena y las rampas laterales del Gran Rex, enamorando a un público entregado al juego. Su voz y su performance le dan sentido a inspiradas canciones como “Talk”, “What if”, “Trouble”, “In my place”, “Don’t panic”, “Clocks” o “Fix you”, que puso el broche final al show. Pero ese bien ganado protagonismo esconde –y a la vez destaca– el carácter secundario del resto de los músicos, que podrían irse mañana y ser reemplazados por otros sin que la identidad de la banda sufra mayor mella. Jonny Buckland, con sus chorus y sus delays, sus punteos teñidos de épica, tiene un evidente espejo en The Edge. Pero le falta esa combinación de conocimiento armónico, olfato melódico y variedad de matices tímbricos que hace único al guitarrista de U2, y deja en evidencia a sus admiradores menos dotados. Berryman y Champion se limitan a tocar lo que hay que tocar, proveyendo la base para el clima que genera la otra mitad y sin distinguirse demasiado de las bases de tantas otras bandas surgidas en Gran Bretaña. Ese reparto de caracteres y responsabilidades, esas limitaciones que podrían haber pasado inadvertidas en un estadio, quedaron a la vista en el teatro.

¿Funciona? Claro que funciona. Más allá de las particularidades, el show exhibió un ajustado balance entre pasajes enérgicos, situaciones melancólicas, y hasta una improvisada serenata acústica en la pasarela lateral con “Green eyes”. El martes, 3300 personas corearon las canciones de principio a fin, estallaron al sonar los títulos que brotan a toda hora de las radios, se unieron en el grito de “Olé, olé olé olé, Coldplay, Coldplay” y disfrutaron el despliegue de Martin, su dominio de la escena y sus párrafos en un castellano más que aceptable; se dejaron seducir por la catarata de estrofas y estribillos reconocibles vertidos en hora y media de show, y se fueron a casa con la satisfacción de haber participado de un concierto para privilegiados. El gran público se hastió de los experimentos sónicos de Radiohead, le perdió el rastro a las aventuras de Damon Albarn dentro y fuera de Blur y dejó de reconocer en Oasis al portavoz de una generación, y ni siquiera se detiene a considerar el hecho de que la música de Martin, Buckland, Berryman y Champion está un escalón –o dos– por debajo de sus compatriotas. Lo que quedó demostrado en el Gran Rex es que Coldplay es una buena banda. Solo el tiempo, y su predisposición a asumir riesgos artísticos más ambiciosos, dirá si puede llegar a ser una banda grande.

7-COLDPLAY

Músicos: Chris Martin (voz, piano, guitarra), Jonny Buckland (guitarra, coros), Guy Berryman (bajo), Will Champion (batería).

Público: 9900 personas en total.

Duración: 90 minutos.

Grupo invitado: Brian Storming.

Teatro Gran Rex, martes 20, miércoles 21 y jueves 22.

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