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Domingo, 15 de julio de 2007
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ENTREVISTA A SIR SIMON RATTLE

“No importa lo que dice la música sino lo que quiere decir”

Es el director de la orquesta Filarmónica de Berlín. Ganó ese cargo compitiendo en la votación de los músicos con Daniel Barenboim. Antes, había convertido a Birmingham en un centro cultural de referencia, gracias a su orquesta. Fue percusionista y estudió violín y piano. Y concilia virtudes infrecuentes y casi antagónicas: el rigor, la pasión y el carisma.

Por Jesús Ruiz Mantilla *
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Al revisar el álbum de fotos de Simon Rattle cuesta creer que alguien tan aparentemente desenfadado llegara a ser lo que es hoy: la batuta más envidiada del mundo. Es decir, el director titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín, tal vez la mejor formación musical del planeta, por cuyo trono pasaron, entre otros, Hans von Büllow, Wilhelm Furtwängler, Herbert von Karajan y, antes que el inglés, Claudio Abbado. Nacido en Liverpool, la cuna de Los Beatles, en 1955, su niñez transcurrió por las calles de un lugar más entregado a los humos de la contaminación industrial y a la espuma de las pintas de cerveza –las que corrían por aquellas tabernas donde nacían el pop y la revolución de Lennon y McCartney–, poco afines con la supuesta seriedad de las salas de conciertos.

Pero allí, en la vieja ciudad proletaria del norte de Inglaterra, se le cruzó algo que transformó su destino. Gustav Mahler. Aquello llegó como una revelación. Mediante un ciclo de todas las sinfonías, el compositor rompió los esquemas del joven músico, entonces estudiante de piano y violín en el conservatorio. “El cambió mi vida”, dice hoy Rattle, que ya ostenta título de sir desde que cumplió 40 años. Mahler fue quien le marcó los pasos desde siempre. Espiritual y casi físicamente. Sus interpretaciones de las sinfonías de este autor, con las orquestas de Birmingham y Berlín, están entre las referencias obligadas del repertorio y, de hecho, la obra con la que Rattle irrumpió, muy joven, en el mundo de la dirección, fue su Sinfonía Nº 2 “Resurrección”. La interpretó cuando todavía era estudiante en la Royal Academy

of Music londinense, y Martin Campbell-White, su agente musical todavía hoy, se fijó en él. Atrás habían quedado los tiempos de percusionista en alguna orquesta. De ahí pasó a asistente en la Sinfónica de Bournemouth y en la Royal Liverpool Philarmonic. Pero donde Rattle se formó y creció como gran artista fue en Birmin-gham: 18 años de relación más que fructífera que todavía continúa. Allí llegó en 1980 y organizó un ambicioso proyecto artístico que convirtió la ciudad en referencia cultural gracias sobre todo a una verdad palpable y audible: su orquesta.

Ese nervio, ese compromiso es el que muchos fueron buscando en él cuando lo eligieron para ocupar un puesto que todos los directores del mundo ansían. El de titular de la Filarmónica de Berlín. Su mayor contrincante era entonces Daniel Barenboim, a quien le ganó en las votaciones. Al final, los músicos se inclinaron por su juventud; por un mayor coqueteo con el riesgo, que era lo que implicaba Rattle, y por alguien que confiesa que el sonido que más le gusta en la vida es el de la palabra sí: “Cualquier cosa que empiece y acabe con un sí. Es un gran final para un libro, un final que sabes que siempre empieza”, asegura. Con los primeros pasos del siglo había conciencia de que la época dorada de la mera atracción artística y musical entraría en crisis, que iba a ser necesario ponerse en mangas de camisa y captar nuevos públicos. La juventud huía de las salas de conciertos: eran necesarios más que nunca el magnetismo, el liderazgo, el carisma... Y eso es lo que tenía Rattle a raudales. Un director muy pegado a su tiempo que ha ido derribando clichés; colocando en la modernidad una institución, la de la música sinfónica, acechada como forma de espectáculo, en clara desventaja ante otras formas de expresión como la ópera, que atrae más público, o la música barroca, que despierta aficiones jóvenes con el mismo entusiasmo que el jazz o el pop.

Rattle ha desarrollado su carrera en todos esos campos. Por tanto, cuenta con la sabiduría, la imaginación y la experiencia suficientes como para buscar nuevos caminos. En ese sentido, lo mismo se compromete con el proyecto de Abreu en Venezuela que ha formado musicalmente a niños de la calle cuyo destino estaba en la cárcel, la delincuencia, la prostitución o la muerte, o apuesta por programas que llaman poderosamente la atención, como quedó patente en la película documental Esto es ritmo, que se estrenó en mayo en Europa. Un generoso patrocinio del Deutsche Bank le permite meterse en todo sin problemas financieros mientras celebra sus cinco años al frente de una orquesta a la que también ha sabido insuflar juventud con nuevas incorporaciones. Con ellos busca un sonido. “Aquel que debemos captar siendo conscientes de lo que nos rodea”, asegura. Para ello sólo es preciso andar por la vida con los ojos y los oídos abiertos: “En las profundidades del agua en las Maldivas, haciendo submarinismo, donde encontré colores y formas que afectarán a mi música durante años, o de safari en Africa, una actividad a la que le va de maravilla cualquier sinfonía de Bruckner”, dice.

–Lleva cinco años al frente de la Filarmónica de Berlín. ¿Es como lo había soñado?

–No creo que nadie sepa realmente lo que es. Este es un grupo de gente muy especial. Es casi imposible hacerse una idea de cómo funciona desde fuera. Después de cinco años empiezo a hacerme una idea. Hay tantas cosas bañadas de misterio y tradición... Y tantas cosas enrevesadas, barrocas. No es una orquesta cualquiera. Había trabajado con ellos a menudo antes de ser titular, pero ahora es como formar parte de una familia, creces junto a ellos.

–Quizá ese barroquismo sea su secreto, lo que hace tan rica a la orquesta.

–Creo que lo más importante es su autogestión, que sepan que cada uno de ellos tiene algo que decir en lo que se pone en marcha. También eso lo complica, muchas veces parece que es un sistema plagado de planetas y sin sol. Tantos individuos haciendo tantas cosas sin un centro que los magnetice. Pero eso también los hace trabajar con una actitud camerística que es parte de su encanto, del secreto.

–Usted siempre dijo que quería fomentar esa actitud.

–Y también plantearles retos, en repertorio, estilo. Algunos más fáciles que otros, pero es que una orquesta como ésta debe ser retada constantemente, buscar más colores.

–¿Qué es para un director de orquesta el concepto del color, de la riqueza del sonido?

–Es algo filosófico. Por supuesto no es decoración.

–¿Cómo se pintan los colores de la música?

–A veces, algo tan simple como el paso de la música es un color. Cada compositor, además, camina de forma diferente.

–Así que también tiene que ver con el ritmo.

–Con el latido del corazón... También con eso que nos recordaba Nikolaus Harnoncourt, que muchas veces no importa lo que la música dice, sino lo que quiere decir, lo que significa. No siempre cada señal lleva lo mismo en cada pieza, los intérpretes tenemos que descifrar esos significados. Es terrible tocar a Schumann como Brahms o a Mahler como Bruckner. Tiene que ver con lo que es el sonido. Ese es el cuerpo de una orquesta y construirlo requiere el viaje de una vida.

–Ese viaje, en la Filarmónica de Berlín, ¿puede resultar muy estricto?

–Todo viaje de un músico es estricto. Pero también es importante que los músicos sean curiosos y abiertos.

–Quizá fue más estricto en el pasado, antes de que Claudio Abbado o usted llegaran.

–Cuando se mira al pasado es interesantísimo. Todos los estrenos que se hicieron en la época de Furtwängler. Siempre fue una orquesta que miraba hacia adelante. En los comienzos también exploraban, con Nikisch, Von Bülow. La segunda temporada de su historia comenzó con esa bellísima pieza conocida como Tercera sinfonía de Brahms. Tocaban lo que se estaba componiendo en ese momento.

–¿Es capaz de describir el sonido de la orquesta?

–Hay muchos sonidos y no uno solo, pero el más importante es el que está al fondo, el que brota desde la tierra. No hay duda de que cambia con cada generación de músicos, y ésta de ahora es muy joven, pero debe buscar una conexión con lo que ha existido antes porque hay lugar para encontrarlo. El gran, el profundo sonido de siempre habita entre nosotros. Es curioso que cada director invitado que la dirige se vea obligado a demandarles lo mínimo, porque si les pide lo máximo se lo dan, y a veces es incontrolable. Todos llegan ya de por sí con su energía salvaje, lo que es muy excitante.

–Y hay que domesticarlos.

–O no. Algunos directores llegan, buscan el límite y ellos lo acompañan. “Perfecto, al límite, vamos allá.”

–¿Qué piensa del movimiento de la música antigua, que es tal vez el que más público joven lleva a las salas de concierto?

–Creo que eso sucede porque cada vez se toca mejor, con más libertad, improvisando como en los conciertos de jazz. Atrae a la gente.

–Eso no ocurre con la música sinfónica, que interesa menos a la gente. ¿Se está quedando vieja?

–Probablemente, pero Mahler, precisamente, es una tabla de salvación. Primero, por ser precursor del futuro. El 80 por ciento de la música contemporánea, actual, es inconcebible sin Mahler. Luego está su riqueza. Hay un riesgo: hacerlo caer en lo espectacular sin pararse en los pequeños detalles, que son tan importantes como lo demás. Cabe todo un mundo en sus sinfonías, se las arregla para meterlo todo dentro. Y cada pieza es diferente de la otra. Cuando se crees que se lo conoce, habiendo escuchado una sinfonía, cambia radicalmente en la siguiente.

–¿Cómo se adentra una orquesta sinfónica como la de Berlín en el siglo XXI?

–Todos andamos buscando cosas. Hay dos fundamentales: una orquesta que no afronta el repertorio de su tiempo muere y muere merecidamente; otra es que si no forma parte de la comunidad a la que pertenece y evangeliza a su alrededor, tampoco tiene nada que hacer.

–Esa palabra, evangelizar, es complicada.

–Pero hay que hacerlo; convertirse en evangelista. El día de los sumos sacerdotes desde el púlpito ha terminado para la música clásica. Ya no viene nadie, tenemos que salir nosotros a por ellos. No es el único tipo de música que la gente quiere escuchar. Pero sin ella, su vida es mucho menos rica. Hay algo que esta música puede dar a todo el mundo, que no encuentras en otras; pero, claro, hay que mostrarlo. De ahí que dé tanta importancia a hacer programas fuera de las salas de concierto.

Claro, y la orquesta se compromete con ello de corazón, y no sólo con jóvenes: trabajan en prisiones, con ancianos, con minusválidos... Es importante recordar a la gente que necesita esto. Es como una especie de trabajo en el campo: plantas semillas y dan distintos frutos.

–Se necesita un carisma especial en estos tiempos para dirigir una orquesta así.

–Bueno, eso no es algo que yo deba decir.

–Es un don que se tiene o no, pero que ayuda a evangelizar.

–Eso espero, que la gente se dé cuenta. Pero también la orquesta debe tener carisma. Tomar las riendas. En la orquesta veo eso, no hay que convencerlos para que vengan a trabajar.

–Usted está muy interesado en el proyecto venezolano de orquestas juveniles. ¿Qué piensa de Chávez?

–Es muy astuto. Y tiene suerte, además de petróleo. A pesar de lo que se diga, se preocupa por el bienestar de su gente. Ante todo es un político, y en todos lados hay gente despreciable. Por lo menos, él me hace reír. El proyecto de orquestas juveniles, además, tiene un apoyo importante de su gobierno.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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