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Sábado, 27 de octubre de 2007
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LA COFRADIA DE LA FLOR SOLAR: CUARENTA AÑOS Y UN NUEVO DISCO

“Al rock se lo comió la máquina”

El grupo pionero del hippismo y la vida comunitaria en Argentina produjo un nuevo álbum, que se puede bajar gratis de la red.

Por Cristian Vitale
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Morcy Requena sigue resistiendo en el bajo, y en sus ideales.

En marzo de 1972, con Lanusse en el poder, un comando secuestró a Morcy Requena y cuatro oscuros lo molieron a golpes durante toda la noche. La herramienta “persuasiva” era, llanamente, macartismo rockero. “Somos los que matamos a Tanguito, si te llegamos a ver otra vez en La Plata, te va a pasar lo mismo que a él”, le repetían, entre golpe y golpe. Fue el comienzo del fin de La Cofradía de la Flor Solar. La golpiza a Morcy, más una orden específica del Ministerio del Interior, terminó con la casa en la que este grupo había establecido, durante cinco años, la comunidad hippie más significativa de Argentina. Hasta ahí había sido una banda de rock –cuyo núcleo formaban el mismo Morcy, Kubero Díaz y Manija Paz– más un resto de gente que se dedicaba a otras ramas del arte: Rocambole y sus dibujos, Enrique García y su filosofía, Daniel Beilinson –hermano de Skay– y sus artesanías... Veinticinco estudiantes “anarcos” de la Facultad de Bellas Artes de La Plata que habían ganado el Centro de Estudiantes y convivido en casas tomadas, quintas o cualquier lugar eficaz desde donde clavar dardos en el corazón del status quo. “La Cofradía era una casa donde vivían un montón de locos”, evoca Morcy.

Ese año bisagra motivó una diáspora. Algunos se fueron a El Bolsón con Miguel Cantilo; otros fundaron la feria artesanal de Mar del Plata –La Cofradía prácticamente inventó la artesanía urbana–; unos pocos migraron a Brasil y el resto se repartió entre Paraná y Europa, donde hubo un intento de mixtura con Miguel Abuelo –La Cofradía de la Nada– y algunos problemas con Scotland Yard. “Empezamos a circular por esos puntos, y así fuimos manteniendo vivo el espíritu... pero jamás volvimos a vivir juntos”, dice Requena. ¿Qué queda hoy?: una formación acotada. La Cofradía no existe más como tal, pero sí como grupo de rock. Morcy resiste en el bajo, secundado por Gustavo Meli en batería, Sebastián Rivas en guitarra, Kubero Díaz –cuando las giras con Gieco se lo permiten– y Rocambole, que se encargó del arte de tapa de dos discos “recientes” (El café de los ciegos, 1997, y Kofrádika, 1998), más los dibujos que acompañan la edición on line de Kundabuffer último disco. “Lo subimos a la página –www.lacofra diadelaflorsolar.com– con la idea de conmemorar los cuarenta años... es un regalo, todos lo pueden escuchar gratis”, informa Requena.

Paradoja: La Cofradía, en tanto banda de rock, es más prolífica hoy que en su época de esplendor. Los tres discos en diez años del pasado reciente superan a una producción “histórica” que sólo registra dos simples (“Sombra fugaz por la ciudad” / “La mufa”; “El payaso”/ “Si algún día recuerdas”, 1969), más un long play de nombre homónimo, editado un año antes de la diáspora. “Esto se explica fácil”, sostiene el bajista. “En aquella época, la música era apenas una expresión más entre las tantas que llevábamos a cabo: como había que vivir hacíamos artesanías, talleres de serigrafía, pintábamos carteles, armábamos afiches, organizábamos happenings o recitales, como el primer gran festival que hubo en Argentina: las treinta horas de rock en el Atenas de La Plata, donde tocaron más de 200 bandas.” Stop. La rémora, más los Buenos Aires Rock contemporáneos, recuerdan –por si acaso– la preexistencia del rock al negocio del rock. Hoy, el bombardeo mediático fetichiza la idea de que el género “es”, en tanto solventado por corporaciones. Una breve fuga hacia atrás marca sólidamente que no. “Al rock se lo comió la máquina en Argentina”, opina Requena. “Hoy le canta a la Pepsi... a grandes auspiciantes que son los dueños de la movida cuando, en sus inicios, fue todo lo contrario. Por eso carece de mensaje y está lleno de cholulos.”

Requena vive en Mendoza desde 1983 y tiene cinco hijos nacidos en diferentes partes del planeta (Madrid, Amsterdam, Buenos Aires, Mendoza) y cuatro nietos. “¿Genética hippie?”, se ríe. “Mi hijo siempre me carga: ‘Tengo un padre ro-ckero y una abuela zen’. Creo que cuando los hijos maduran, valoran la historia de otra manera, y más cuando la tienen de primera mano. La Cofradía fue una historia de rebelión, si te rebelás contra ella, tenés que ser un careta total.” El bajista se resiste a creer que la prédica de La Cofradía y la razón de existir de su generación hayan quedado como el signo de una época. Para él, sigue siendo un hecho contracultural. “Fue una movida que aún hoy resulta medio inexplicable. Un ejemplo: nosotros vinimos a tocar a Mendoza en 1974, en una de esas giras loquísimas que hacíamos. Tocamos en la Plaza Independencia y andábamos con los pelos largos, barbudos, en patas, con las mujeres y los chicos... era una imagen fortísima para la gente. Creo que hoy también lo sería, porque las cosas no han cambiado mucho. Nos tomábamos tres ácidos, nos subíamos a un escenario y tocábamos tres horas y media y no nos importaba si la gente se quedaba o no. No sé si el establishment de hoy bancaría eso.”

–Existe otra razón, más bien vinculada con los valores que ustedes pregonaban: el mundo recién está acusando recibo de lo importante que es cuidar la naturaleza.

–Nosotros pensábamos que el amor, la paz o la ecología iban a llegar en ese momento, pero va a tardar en darse. Recién está naciendo la preocupación por el tema ecológico... salvar los bosques, las ballenas, las especies, el aire y el agua, eran cosas que proponíamos en los setenta, y se ha convertido en un problema grave y mundial. El hecho de vivir en comunidad también era un hecho ecológico.

–Dado el devenir de Rocambole y Skay, que solía tocar con ustedes, muchos ven en los comienzos de Los Redonditos de Ricota una evolución “natural” de La Cofradía. ¿Concuerda?

–Creo que el hecho artístico de La Cofradía, con su independencia militante, se traspasó de alguna manera a Los Redondos. Pero ellos, musicalmente, fueron una conjunción muy especial entre las letras del Indio y la música de Skay... la continuidad fue más bien cultural que estética. Ambas experiencias, eso sí, trataron de sobrevivir en medio de una sociedad totalmente careta.

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