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Domingo, 16 de diciembre de 2007
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MARIANA BARAJ

Toda la bronca y la dulzura de una voz

La percusionista y cantante explica las motivaciones de Margarita y Azucena, el CD con canciones del NOE argentino que le produjo Lisandro Aristimuño.

Por Cristian Vitale
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Baraj se presentará hoy en el Centro Cultural Recoleta.

Mariana Baraj apenas eleva del piso sus ojos negros, profundos, y retiene una imagen: empezando el año viajó hacia un valle serrano que es casi una hermosa nada. Se llama Angastaco y queda en Salta, mucho más allá de Cafayate. La idea era mezclarse con copleras de verdad y, simplemente, hablar de lo que fuere. Lorena García, la ideóloga del documental, se encargaría de darle una coherencia al relato... seguir el tránsito de la copla, desde donde nace hasta Buenos Aires y, desde aquí, hasta Japón, donde la percusionista y cantante –hija de Bernardo– llevó hace un tiempo su delicado folklore y endulzó el paladar de los nipones. La película, a punto de estrenarse, porta un título exacto y conocido: “Esta cajita que toco tiene boca y sabe hablar”. Dos cosas. Una: cuesta poco imaginar a Mariana, con su paz intrínseca, su suavidad vocal y sus modos sutiles, involucrada en el tempo artístico-humano del norte, con su mística y su gente. Dos: el título del film –que remite a cierta copla anónima– la define por completo: su instrumento tiene boca, sabe hablar y cuando lo hace, dice lo que Mariana quiere decir. La simbiosis persona-instrumento es indiscutible. “No tengo una explicación racional –dice ella–; cuando escuché por primera vez una baguala, me puse a llorar, me conmovió muchísimo. Son cosas que no se pueden explicar con palabras.”

Para más datos, está el disco recientemente editado por Los años luz. Se llama Margarita y Azucena, lo produjo Lisandro Aristimuño y está poblado de diez versiones, en su mayoría sobrevoladas por la estética primal y profunda del NOA: “Tinkuman”, un canto tradicional boliviano, que se asienta en febrero, el mes del encuentro, del comienzo de la cosecha; dos recopilaciones de Leda Valladares (“Ay porque Dios me daría” y la que da nombre al disco), la bellísima canción de Gustavo Santaolalla (“El Cardón”) y un comienzo catártico, violento y radical de Violeta Parra: “Maldigo del alto cielo”. “Quería abrir el disco con ese tema: la contundencia de Violeta Parra es tan radical que no hay con qué darle... me pareció que abrir con esta canción me corría de eje. Las recopilaciones me abrieron un camino y siento que todavía tengo que transitarlo, explorarlo mucho más”, cuenta ella, con profundos silencios entre palabra y palabra, y anunciando que se presentará hoy en la sala Villa Villa del Centro Cultural Recoleta (Junín 1930).

–El disco abre con bronca y cierra con dulzura: “La gota de rocío”, de Silvio Rodríguez, aparece como un oasis.

–Es como la contrapropuesta, como si dijera: “alguien que me abrace, por favor”. El tema me lo propuso Lisandro... yo nunca fui una escucha de Silvio. Es más, este tema no lo conocía. Me tomé el tiempo necesario para abordarlo y, cuando me convencí, lo grabé.

–A diferencia de sus anteriores discos (Lumbre y Deslumbre) éste parece contener un abordaje más “pop” o “moderno”. ¿Cuánto tuvo que ver el trabajo de Aristimuño?

–Lo de moderno es discutible. Creo que es muy distinto a los otros, sólo por momentos. En los tres discos hay elementos en común, tanto como diferencias. Por un lado, podría ser el trabajo de Lisandro y, por otro, mi momento personal. Es inevitable que cada disco tenga un color distinto... pero no sé si más o menos moderno, es una cuestión de matices. Otra diferencia podría ser la forma en que se grabó: mientras los primeros los hicimos todos juntos, en la misma sala, éste se grabó con muchas capas y muchas horas de estudio. Lo veo como un tránsito fugaz por una estética más pop, pero tratando de mantener la esencia de lo que soy yo.

–¿Cuánto influyen los momentos personales a la hora de grabar un disco?

–Un montón, hablo de mí. La música es mi vida y en base a ella gira todo. La injerencia del estado de ánimo es total para el resultado.

–¿Y cuál era su estado anímico durante la grabación?

–Un mix entre felicidad y melancolía.

Mariana tarda una enormidad en terminar el té con limón. Cuenta que tiene una hija de 15 años, que se llama Alma y se autoflorea: “Soy muy mamá”. También habla de su hermano, el baterista Marcelo Baraj, con quien están trabajando un proyecto en común, y de su padre. “Mucha música que me encanta la incorporé gracias a él”. Recuerda los momentos en que, de chica, recorría teatros y clubes como parte de la troupe de Alma y Vida –la banda de jazz-rock de su padre– y la define como “un grupo que, en su momento, abrió mentes y corazones”. Pero se desmarca de los retornos. “No soy muy amante de los revivals... hay algo de ese concepto que no me termina de cerrar. No lo incorporo, no me motiva demasiado. Alma y Vida es un grupo que en su momento no pasó desapercibido, porque conceptualmente tuvo mucho peso... pero creo que su mejor momento ya pasó.”

–Todas las canciones del disco son ajenas. ¿No se anima a componer?

–Sí... compongo. Tengo temas grabados, pero todo lleva un tiempo de madurez. Los mostraré cuando llegue el momento.

–¿Y qué le sale cuando se sienta a crear?

–Hay toda una veta que tiene que ver con la composición, que yo ya vengo trabajando desde hace mucho tiempo. Tiene que ver con arreglar desde la percusión. Hay temas armados con calimbas, otros con piano, pero todavía no tienen una forma. Llegan con una influencia folklórica, producto de una enorme gama de músicas que escucho y calculo que cuando salgan, dejarán al descubierto mi yo musical, que se nutre de folklore argentino más una enorme cantidad de música que escucho de otras partes del planeta.

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