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Sábado, 9 de agosto de 2008
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Juan Diego Incardona y una nueva mitología barrial

“Para escribir, no me alcanza con la imaginación”

En Villa Celina, como se titula su libro de relatos editados por Norma, el autor explora un universo autónomo anclado en el conurbano, que avanza al ritmo del rock de Viejas Locas y los Redondos, entre el potrero y el peronismo.

Por Silvina Friera
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El muchacho peronista no hace la V, ese simple y emblemático gesto de extender los dedos índice y medio, ni canta la marcha. Quizá si estuviera en el barrio en que nació y donde vivió hasta los 28 años, en el sudoeste del conurbano bonaerense, aislado entre las avenidas General Paz y Riccheri, sería tan natural ese gesto o levantar la voz en “todos unidos triunfaremos” como esa noche inolvidable en la Parroquia Sagrado Corazón, cuando todos los curas y los pibes –después de repasar las canciones de Sui Generis– terminaron cantando la marcha y haciendo la V en el patio de la parroquia. Juan Diego Incardona está en una librería de Palermo, sobre la calle Honduras, en el corazón de Palermo Hollywood y, aunque Villa Celina (Norma), con ilustraciones de Daniel Santoro, se exhiba en una de las mesas junto con las novedades, la cultura, la atmósfera y el clima que se respiran en esos relatos populares y nacionales que transcurren por las calles de La Matanza y adyacencias, como Lugano, contrastan con el ambiente apacible y armonioso de esta librería. En las páginas del libro, las historias fluyen al ritmo del rock (Viejas Locas, los Redondos), del potrero y del peronismo; el jazz de fondo, ahora y en este lugar, afloja las tensiones del día pero agudiza los contrastes.

Al fin y al cabo peronista –una rareza tal vez para los porteños, pero no para este joven de 37 años que mamó cultura bonaerense desde la cuna de Celina– el Chorza, su apodo celinense, se mezcla muy bien con la fauna palermitana. El también forma parte del paisaje. Hace trece años que Incardona, artesano y vendedor ambulante, trabaja todas las noches vendiendo sus anillos en los bares de la calle Honduras y en Plaza Francia los fines de semana. Cuenta que está un poco agotado de trajinar por las calles y saca de su mochila una pequeña caja de madera, la abre y tienta a PáginaI12 con sus objetos maravillosos. “Me quedan pocos anillos, pero te puedo vender uno en medio de la entrevista”, dice el escritor en su faceta de vendedor que traza en un abrir y cerrar de ojos el perfil de sus potenciales clientas. “Es una mezcla de cosas que hago y piezas prefabricadas –explica mientras señala y vende algunos de los anillos de bronce y de plata que le quedan–. También trabajo con alambre grueso de alpaca y hago un tipo de rejas de casa en miniatura que después pueden ser gargantillas, tobilleras, pulseras, pero es para vender de día, más en Plaza Francia. Ahora vendo más de noche, y anillos. Pero estoy cansado. Si vendo de noche es para tener todo el día para escribir. Llego tarde a casa, me levanto al mediodía, almuerzo y me pongo a escribir. Fui armando mi vida en función de la literatura”.

Ni literatura barrial, chabona, ni lumpenaje-peronista. Estas etiquetas, tan cómodas como imprecisas, simplifican el trabajo literario que hay en Villa Celina, ese explosivo combo cultural de veinte relatos que recrean la potencia de la cultura bonaerense y la mitología del peronismo más allá de las fronteras de La Matanza. Pequeñas historias y personajes entrañables despliegan ese rectángulo bonaerense, formado por dos avenidas, un río y un mercado, sobre el mapa de la Argentina. La Chola es la única capaz de curar la culebrilla; el Hombre Gato dicen que tenía ojos rojos y armó un revuelo bárbaro entre los celinenses; Incardona, disfrazado de Rey Mago peronista, con la barba de algodón que se le despegaba a cada rato, reparte juguetes a los chicos más salvajes del barrio y recorre la zona en un camión de la Municipalidad, levantando los brazos “de la misma manera que lo hacía el General”; el hijo de la maestra evita que las banditas más violentas de Celina le hagan “puré la croqueta” y hasta le mandan saludos a la vieja; el pintoresco Tino, eternamente vestido con los colores de Boca, es el personaje “más popular e ilustre” del barrio, y Pity Alvarez, compañero de secundaria en el Don Orione, se ratea más de ochenta veces en cuarto año junto con el escritor. El planteo político queda claramente expresado en el relato Los rabiosos: “Uno se para donde nació. Ahí está el punto de origen del observador. Y por más que renieguen, a eso no hay con qué darle”. La mirada de Incardona se formó y entrenó en las calles de Celina, en esa geografía del conurbano bonaerense que tiene “ritmo pueblerino y aspecto fantasmagórico”.

“No alcanza con la imaginación, me parece que es necesario para poder escribir la experiencia vital, de ahí que se reduce mucho el número de escritores que puede dar cuenta de la cultura bonaerense”, señala Incardona. “Lo primero que empecé a escribir en la adolescencia fueron canciones de rock para bandas del barrio. Viví el comienzo de Viejas Locas o Río Verde, el primer nombre de Callejeros, e infinidad de bandas del sudoeste y el oeste, una zona muy prolífica en lo musical. No había mucho para hacer en el barrio. Cuando tenía 18 o 20 años, la vida pasaba por jugar a la pelota o por la bandita que armabas con tus amigos. En esos lugares las bandas son muy importantes, lo mismo pasa con las instituciones: la parroquia, la sociedad de fomento, la unidad básica, las escuelas, que en la época en que vivía en Celina cumplían una función social que vaciaba el contenido ideológico que tenían esas instituciones. La unidad básica, antes que política, cumplía una función social; la parroquia, antes que religiosa, también era social, y de ese modo armaban una red comunitaria que a mí me pegó muy fuerte, y que trato de plasmar en la mayoría de los relatos de Villa Celina, que suceden en las calles.”

–¿Qué tipo de mirada le dio Celina?

–La mirada que me dio Celina la supe tiempo después, cuando me puse a escribir, a la distancia, sobre el barrio. La escritura te hace explorar muchas cuestiones personales y fui profundizando esa sensación de pertenencia: escribir como una manera de pertenecer. Villa Celina es un lugar de referencia desde donde miro el mundo, el país, lo cultural, la literatura. Viví 28 años en la misma casa, que construyeron mis abuelos, y todavía mi familia sigue viviendo ahí. Es una relación que por más que esté delimitada geográficamente excede al barrio. Los límites son culturales. Yo soy peronista, en La Matanza no es nada raro que alguien sea peronista, quizá acá en Capital sí. En La Matanza no existe una fuerza política que llegue tan a la base como el peronismo. Durante muchos años trabajé con distintos grupos juveniles y aunque no estábamos orgánicamente dentro del partido, todo el tiempo trabajábamos con el peronismo. Puedo recordar el día en que empecé a tomar conciencia y a tener un contacto fuerte con el peronismo. Fue en el patio de la parroquia Sagrado Corazón, donde había curas tercermundistas como el padre Franco, que laburó con Mugica. Recuerdo que una noche después de una fiesta pascual, después de cantar canciones de Sui Generis, terminamos cantando la marcha peronista y haciendo la V en el patio de la parroquia. Algo que yo nunca había visto. Me impresionó, me impactó la marcha y su épica. Tendría 12 o 13 años y la mayoría de los pibes tenía 20 o 22, venían de la generación del ’70. El peronismo es parte de esta sensación de pertenencia a una cultura bonaerense que aparece en los textos de Villa Celina. Además de compartir lo ideológico del peronismo, la justicia social y su doctrina, también hay una cuestión sentimental, algo que tiene que ver con lo afectivo. El peronismo tiene una mitología mucho más fuerte que la del radicalismo. El mito peronista es un buen combustible para la literatura.

–En varios relatos el imaginario del rock es muy importante como en El túnel de los nazis, donde mezcla fragmentos de varias letras de los Redondos con expresiones del latín y lunfardo. ¿Cómo funciona ese imaginario rockero?

–La música es fundamental en mi vida, me acompaña siempre. Incluso a la hora de escribir, lo hago con música. Cuando estaba escribiendo El túnel de los nazis ponía temas de los Redondos en modo repetición y trataba de captar una respiración, un ritmo. Sobre todo en ese texto que está escrito en celinense, que es un surrealismo ricotero con palabras en latín, del glosario de anatomía y también del imaginario industrial. Todo funciona por la velocidad que le impone el ritmo más coloquial o hasta soez, es como un lenguaje de calle. Hasta el latín suena como un lunfardo ricotero. La fuerza que tiene el texto se impone desde la sintaxis y el ritmo. También hay bastante de Viejas Locas, una música que escuché mucho.

–¿Era tan amigo y compinche del actual líder de Intoxicados como aparece en uno de los cuentos, “Pity”?

–Hay varios relatos que parten de anécdotas reales, pero que se distorsionan un poco con la imaginación. Otros son fieles a lo que recuerdo. “Pity” es uno de ellos, no hay nada inventado. Fuimos muy amigos en el colegio; es cierto lo de las rateadas, lo de la abuela, todo. Hace tiempo que no nos vemos, pero tengo un buen recuerdo de él.

–¿Sabe si Pity leyó ese cuento?

–Ese texto se publicó en febrero o en marzo en la revista Rolling Stone. A él le llegó y dicen que se cagó de la risa cuando lo leyó. Me contaron que preguntó qué es de la vida de Chorza. Le dijeron que soy vendedor ambulante, que vendo anillos y que escribo. Y Pity dijo: “¡Ah, yo sabía que Chorza iba a terminar en algo raro!” (risas). Supongo que en algún momento nos vamos a volver a ver.

Los ojos verdes de Incardona se pierden por el túnel de esas rateadas con Pity y de las amonestaciones que ambos recibieron las veces en que los pescaron, y por los primeros recitales de Viejas Locas en Ramos Mejía, en Constitución, en Cemento. “Me gusta cuando algo de lo que escribo se abre paso entre gente común y no tanto del palo de la literatura de Capital. Que lo pueda leer gente de Celina o un pibe del barrio. En los últimos días recibí varios mails de gente de Celina y chicos de Burzaco y Marcos Paz. Se ve que el conurbano comparte una cultura y un imaginario similar a los de de Villa Celina que hace que mucha gente que lee el libro lo sienta como propio”, subraya. Escribir es el modo de estar en el mundo que encontró Incardona. Pero el camino no fue directo. Ni fácil. Antes picoteó un poco en muchos lugares. “Me costó encontrar mi vocación, estudié muchas carreras, probé con la música, entré en el Conservatorio, estudié Ingeniería, Letras, pero terminé encontrando en la escritura el modo de expresión que más me satisface. Mataría ganar un poco de plata, qué sé yo”, dice y los labios extendidos por la sonrisa forman una V peronista un tanto panzona.

–¿Cuándo empezó a escribir ficción?

–Yo venía de una primera etapa de escritura en la que imitaba muy mal a Borges. Había llegado a la facultad y quedé impresionado por la alta literatura y empecé a escribir relatos exóticos, de la edad media, con personajes raros. Leía muchos clásicos y mitología y me armé todo un imaginario borgeano. Pero escribía cuentos muy berretas que no tenían la erudición de la Enciclopedia Británica, sino que eran del tipo Ver para saber en fascículos (risas). Mientras escribía estos cuentos, con mis amigos de la facultad comencé a armar la revista El interpretador. En las reuniones les contaba anécdotas de mi barrio como las de los reyes magos peronistas o la del hombre gato y ellos me decían: “Loco, dejate de joder, no escribas más esas boludeces y ponete a escribir de tu barrio” (risas). Probé y le encontré la vuelta al asunto, aflojé la muñeca y empecé a escribir los cuentos de Villa Celina.

–¿Cuánto hay del imaginario industrial, de lo artesanal, en su escritura?

–Mi papá es tornero, estudié en un colegio industrial, en el barrio Piedrabuena, donde los tornos y las fresas todavía no tenían control numérico como ahora; eran los viejos tornos, esas boleas del peronismo, de la época de Frondizi, cuando el obrero estaba formado como un artesano y no como un operario que se robotiza y programa lo que tiene que hacer, sino como alguien que está atento a lo que va surgiendo, a la cantidad de carbono que tiene la pieza y el ángulo donde hay que poner la herramienta. De algún modo algo de eso se conserva en mi escritura. Para mí la escritura es un oficio, un trabajo. La escritura tiene tantos niveles... es como estar tocando instrumentos y pensando en la partitura. Cada uno tiene un talento natural en algo, lo demás lo tiene que trabajar. Algunos tienen mucho ingenio; otros tienen buen sentido del ritmo. Yo creo que tengo mucha imaginación. Lo demás lo trabajo mucho y trato de mejorar.

–¿Por qué cree que faltan historias y miradas sobre la cultura bonaerense en los escritores de su generación?

–No tengo la autoridad para decir qué tienen que hacer otros escritores. Sé que a mí me interesa escribir desde ese lugar, que es el que conozco. Pero lo que escribo está lejos de ser barrialista o costumbrista. Es profundamente nacional. Intento escribir desde el universo de Celina una literatura que se inscriba dentro de la literatura nacional. Me parece que la historia de un barrio puede contar la historia de un país, quizá de una manera mucho mejor que yendo directamente a los grandes temas. La pequeña historia de Juanita la almacenera, la de Tino, la de Pity, cuentan una época. Además, La Matanza tiene más de dos millones de habitantes, más población que varias provincias argentinas juntas. Lo que pasa en La Matanza, ¿no es mucho más nacional que lo pueda pasar en un reducto de Capital como Palermo?

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