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Martes, 26 de agosto de 2008
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El escritor mexicano Sealtiel Alatriste habla de Besos pintados de carmín

Ajuste de cuentas en el más allá

En su disparatada y divertida novela Besos pintados de carmín, el autor crea una ciudad imaginaria, Santomás, mezclando el DF mexicano con Buenos Aires. Allí, un viudo sospecha que su difunta mujer lo engaña... con un muerto, en el otro mundo.

Por Silvina Friera
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Alatriste esboza, en su novela, una especie de tratado sobre el tópico de la infidelidad.

Dos amigos entran en una cantina de la ciudad de México, a principios de los años noventa. Uno es mexicano, de pelo largo y con nombre de arcángel; el otro, un español que se siente como en casa porque su abuelo le cantaba corridos de la Revolución y le contaba historias sobre Pancho Villa. Un tequila por aquí, otro por allá, las copas se vacían al ritmo de las anécdotas sobre espadachines. No dejan ni una gota en pie por el entusiasmo que les produce el tema. Y, claro, la bebida. “Voy a escribir la historia de un espadachín con tu nombre”, promete Arturo Pérez-Reverte. Los protagonistas, entonados como estaban, no recuerdan si chocaron las copas para celebrar. Si el alcohol es prodigioso a la hora de ablandar la lengua y la imaginación, los amigos empiezan a intercambiar figuritas como dos niños que se entregan al juego que mejor conocen. El personaje tiene que ser un mercenario, coinciden, un tipo sin escrúpulos. Meses después, el escritor español es una voz en el teléfono que confirma lo que pudo haber sido sólo una noche de excesos. “Ya la escribí, y se llama como tú, ¿te importa?”, pregunta, por las dudas. Un almibarado “no” a la mexicana tranquiliza al hermano español, que ahora sí, envalentonado, le confiesa: “Y para que no haya dudas, le puse coleta”. Sealtiel Alatriste sacude su pelo ahora platinado por las canas, recogido en una colita, como prueba irrefutable de haber sido el molde de donde surgió el famoso capitán Diego Alatriste, ese espadachín que vive en el Madrid del siglo XVII alquilando su espada a todo aquel que la necesite. Sus carcajadas sincopadas, contagiosas, anticipan que el autor de Besos pintados de carmín (Alfaguara), su última novela, goza de reírse de sí mismo y disfruta de ese ángulo “chusco”, como dirá, y antisolemne que le brinda su sentido del humor.

Aunque el título resuene como un bolero mexicano, hay mucho tango en la novela de Alatriste. Y fantasmas o almitas que regresan de la muerte para ajustar cuentas, “atormentar” o confundir a los vivos. El escritor construye Santomás, una ciudad imaginaria, con fragmentos del D.F. mexicano –el emblemático edificio Condesa, por ejemplo– y de Buenos Aires, como el Obelisco, el pasaje Güemes, la Casa Rosada y el barrio de Pompeya, entre otros lugares. En esa Santomás de prodigios, donde la realidad siempre es sorprendente y maravillosa, un año y medio después de la muerte de Edelmira Pajares, Cástulo Bastalla, el marido, sospecha que su difunta esposa lo engaña con su difunto compadre, Gregorio Flores, que en vida supo estar enamorado de Edelmira. El posible romance o “cuernos” post mortem le es revelado al viudo en un sueño. Gregorio le informa que el alma de su mujer ha llegado al mismo sitio del más allá donde él se encuentra. Aunque Cástulo tenga dos amantes –una joven que conseguía que se sintiera un personaje de Nabokov; otra madura, que lo empapaba del glamour de las novelas de Fitzgerald–, cebado por los celos le pide ayuda a su amigo, el periodista y potencial escritor Felipe Salcedo. Juntos recurren a los servicios de un médium, el chino Lee, que finalmente resultará ser vietnamita, para que se conecte con el espíritu de Edelmira. La comunicación se produce, pero Cástulo, un hombre proclive a los exabruptos, que “nunca tuvo la cabeza bien amueblada”, discute con su esposa, abre la puerta del armario y el espíritu de Edelmira se escapa y comienza a vagar “por el mundo ancho y ajeno”.

“La realidad puede no ser verdad y la verdad puede no ser real”, señala el japonés Haruki Murakami en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. “A mi papá le pasó algo parecido cuando enviudó”, revela Alatriste a PáginaI12. Y no lo dice en broma. Esta vez no se ríe, habla en serio. “Un día me llamó para decirme que había soñado que Gregorio estaba con mamá. Gregorio era mi padrino. Yo le dije: ‘Pero papá, ¡cómo se te ocurre!’. Y mi padre me dijo: ‘No es por tu mamá, es por Gregorio, que es un desgraciado’. Era una situación para morirse de risa que tuviera celos de un muerto; él no podía competir porque no se había muerto todavía. No había manera de hacerlo entrar en razón. Lo único que me faltaba era que me pidiera que contactáramos a un médium para comunicarse con mamá. Cuando lo pensé, me pareció que podía ser un buen tema para una novela”, recuerda el autor de Por vivir en quinto patio, Verdad de amor (Premio Internacional Planeta-Joaquín Mortiz), Los desiertos del alma y El daño, entre otras novelas. “Hace veinticinco años no tenía los recursos narrativos para construir una novela que en apariencia era fácil, pero muy compleja para poner en escena situaciones humorísticas que para los personajes son el límite de la vida. No lo pude hacer hasta hoy”, admite el escritor, que fue director de Alfaguara en su país y cónsul general de México en Barcelona.

Si Julio Cortázar en 62/ modelo para armar mezclaba Buenos Aires y París, Alatriste consideró que no sería descabellado, siguiendo la huella cortazariana, emprender una empresa literaria parecida combinando México con Buenos Aires en el mazo de sus barajas. “No podía hacer una novela que transcurriera sólo en Buenos Aires porque no tenía la posibilidad de recrear el habla porteña. Pero mezclar las ciudades me permitía crear un ambiente más fantasmal y fantástico”, aclara el escritor.

–¿Por qué el pasaje Güemes en Besos pintados de carmín es el punto de encuentro de los espíritus?

–Cuando me pregunté dónde podrían estar estos fantasmas, pensé en el pasaje Güemes, el pasaje que conduce a París y que nadie se atreve a cruzar; sólo Cortázar lo puede cruzar, los personajes no se animan. Cuando conocí el pasaje, sentí que era el sitio ideal por el carácter literario que tiene. Un guiño para el lector es que los lugares verdaderamente habitados por los fantasmas son los sitios literarios. El pasaje Güemes me permitía jugar a hacer una novela cortazariana.

–Por momentos el narrador de la novela está mucho más cerca de Felipe que de Cástulo...

–Creo que el narrador es Felipe. Aunque lo intenté, la novela no funcionaba en primera persona porque no podía narrar muchas cosas. Narrar en una tercera persona, cercana al testigo me permitía la reflexión. Podía aprovechar el tono de comedia, el tono fantástico, las situaciones eróticas y al mismo tiempo incluir ciertas reflexiones, que a veces son más serias y a veces más humorísticas, como el gusto de las mujeres por los zapatos. A partir de ese detalle, se elabora una teoría sobre la sexualidad femenina que resulta un disparate. La cercanía del narrador con Felipe también me facilitaba llegar al final. El lector entiende que la novela que está leyendo es la que escribió Felipe a partir de los apuntes que estaba tomando, sin necesidad de decirlo, porque me parecía un truco viejo eso del manuscrito encontrado en un portafolio. También esa tercera persona hace que dudemos de si los fantasmas existen o no. Tenía que respetar las leyes de la literatura de fantasmas, Henry James y la literatura clásica inglesa, pero no podía ser una novela clásica de fantasmas, porque también es humorística y erótica. Aquí el principal motivo que tienen los fantasmas para regresar es que quieren seguir cogiendo (risas).

Alatriste plantea que dentro de la novela se esboza una suerte de tratado sobre el tópico de la infidelidad. “¡Cómo hablar de la infidelidad cuando es un tema tan sobado y de superación personal! Tenía el antecedente de (Milan) Kundera en La insoportable levedad del ser, pero le faltaba la culpa. Tomás nunca tiene culpa. ¿Cómo puede ser? Kundera clasifica a los seductores en épicos y líricos, pero Felipe agrega una nueva categoría, el seductor trágico que se guía por la culpa, pensando en Cástulo. Visto desde el lado de las mujeres, el asunto de la infidelidad está tratado sin culpa”, explica el actual coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Nacional de México.

–¿Por qué se le ocurrió colocar la culpa del lado de los hombres?

–La culpa erótica es más fuerte en los hombres que en las mujeres. El personaje que poco a poco va dominando la situación es Edelmira, que hacia el final de la novela acaba convirtiéndose en la dueña del pasado, del presente y del futuro. Los hombres aprendemos a ser solidarios en la adolescencia, pero nos quedamos igual toda la vida, siendo solidarios los unos con los otros pero como éramos a los dieciocho años (risas). Cástulo y Gregorio no cambian mucho; en el curso de la novela se mantienen más o menos igual, en cambio Edelmira tiene una evolución notable. Ella es un ser complejo que al comprender su complejidad va generando admiración. Los hombres nos quedamos un poco deslumbrados frente al mundo femenino y luchamos por entenderlo.

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