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Viernes, 3 de octubre de 2008
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GERMAN MARIN, UN GRAN PERSONAJE DE LA NARRATIVA CHILENA

Las memorias de un insolente

Pasó de ser un autor de culto a un escritor “público” recién ahora, a los 74 años. Fue alumno de Borges, bailó con Ava Gardner, militó en el maoísmo y tuvo como capitán a Pinochet en la escuela militar chilena. Su libro Lazos de familia es una suerte de memorabilia exquisita.

Por Silvina Friera
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Germán Marín suele definirse como “reaccionario de alma y progresista de vocación”.

El hombre de pelo canoso, que arquea las cejas formando dos arremolinados signos de preguntas cuando saluda, parece un cantante de tango entre los turistas del hotel de la calle Corrientes, justo cuando la avenida comienza a deslizarse en un empinado tobogán hacia Alem. La pinta, pero sobre todo esa voz cavernosa, esculpida por la nicotina y el alcohol y modulada al compás de un añejo resentimiento, que parece deslizarse de la garganta a la mirada, generan un halo de expectativa sobre su persona que pronto se desvanece cuando el escritor chileno Germán Marín pide un exprimido de naranja. Ya no lo miran con la curiosidad que despertaba segundos antes, como si el jugo no fuera una bebida químicamente potable para un tanguero de ley. Quizá tampoco para un escritor al que se le han endosado los epítetos de “maldito”, “insolente”, “incorregible”, “duro”, “díscolo”, “ermitaño”. Pero su cordialidad –los años domestican hasta al más rebelde de los espíritus–, desmiente esa fama de arisco del autor de la novela Carne de perro, los cuentos de Conversaciones para solitarios y esa suerte de memorabilia exquisita, Lazos de familia, publicados en la colección DeBolsillo de Random House Mondadori.

A fines de los ’90, Alberto Fuguet lo definió como un escritor de culto, el secreto mejor guardado de la literatura chilena. En el universo narrativo de Marín se amalgaman un resentimiento corrosivo, melancólico y violento con una mirada escéptica que a veces se posa sobre objetos que desaparecen silenciosamente o que excava con perplejidad en los lugares oscuros de la historia real o ficticia del país para constatar que sus amigos han muerto. “Durante muchos años me daba vergüenza estar vivo entre tantos cadáveres de gente que yo quería”, subraya Marín. En la primera crónica de Lazos de familia, ante la foto de un viejo almacén de su familia, se pregunta “qué sentido tiene rememorar el inicio en Santiago de esa gente italiana, emigrante por necesidad económica, si no es para descubrir entre los gusanos algo que sirva como auxilio al yo perdido”. El escritor chileno se nutre de las basuras o residuos mentales de su resentimiento; trabaja con esos elementos pegajosos que anidan en su memoria hasta transformarlos y convertirlos en literatura.

En otra de las crónicas de ese libro exquisito, con la ironía que lo caracteriza –suele definirse como “reaccionario de alma y progresista de vocación”–, recuerda que para Sir Richard Francis Burton el Chile primigenio “era un hoyo negro, aunque sus sirvientes atendían bien”. Con rabia, ante una postal del Gran Hotel Francia, desde las perspectiva de la Plaza de Armas de Santiago, destila su rabia: “Dijo alguna vez Menéndez Pelayo que éramos un país de historiadores; sin embargo, por lo que se advierte, odiamos la historia al igual que los lotófagos de la mitología, borramos nuestras huellas de la tierra, destruimos el pasado a pesar de santificarlo en las oraciones cívicas”. El relato La noche que bailé con Ava Gardner, incluido en Conversaciones para solitarios, está basado en una anécdota real, la memorable noche de 1955 en que conoció a la estrella del cine clásico norteamericano, “el animal más bello del mundo”. “Pensé que una vez comentaría entre los amigos la noche que bailé con Ava Gardner, pero nadie de ellos creería que fue verdad, por lo que sólo me quedaría el recurso de contar el hecho como una página de ficción”, se lee al final del cuento. “Es una verdad que tuve que convertir en mentira para que finalmente pudiera creerse”, resume el escritor a PáginaI12.

Poco a poco, sus libros comenzaron a vender más, pero sin llegar a ser un best seller. En los últimos años, Marín dejó esa periferia en la que habitaba cómodamente, la del “escritor secreto”, para convertirse, a los 74 años, en un escritor público. “Siento cierta perplejidad; a veces pienso que soy un tramposo de primera, porque ahora me leen más que antes. Me veo un poco dudoso. No me la creo”, dice el escritor, que nació el 7 de marzo de 1934 en el seno de una familia chileno-italiana. “En mis libros hay resonancias con Buenos Aires. Soy mezcla de chileno y argentino. Mi madre era argentina; tengo tíos y primos acá, incluso yo usaba el lenguaje porteño en Santiago y me miraban raro. Ese lenguaje ya se popularizó en Chile”, señala Marín, que en los años ’40 vivió en Villa Urquiza. “Iba a clases, a la escuela Juana Manuela Gorriti, con el guardapolvo blanco”, recuerda, y la evocación ablanda la aspereza de su mirada.

En 1950, de nuevo en Chile, decidió, acaso para provocar a su padre, ingresar a la Escuela Militar, donde tuvo como capitán de compañía nada menos que Augusto Pinochet. Pero no tardó en romper con esa férrea disciplina cuando con otros cadetes desfilaron borrachos en plena Vicuña Macakenna. En la avenida fueron detenidos por una patrulla militar. Todos entregaron nombres falsos, excepto Marín, quien vio en el percance la oportunidad de liberarse de las amarras de la vida militar. Y lo logró: se ganó la expulsión por “mala conducta”. Después de su fallida formación militar, regresó a Buenos Aires, ciudad que sería la escala de un viaje, en barco, a Europa. Pero se quedó y entró a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Tuvo la fortuna de ser alumno de Angel Vasallo, Ana María Barrenechea, Raúl H. Castagnino, Jaime Rest y Jorge Luis Borges. “Pero en esa época no era el mito que es hoy –aclara–. No era el escritor Borges, sino el profesor Borges, un tipo simpático que me hablaba mucho de Joaquín Edwards Bello, el único escritor chileno que admiraba.” Como si replicara un gesto típicamente borgeano, Marín agrega: “De Neruda decía que le gustaba como comunista, no como poeta”. Mientras estudiaba, el escritor chileno trabajaba como disc-jockey en la discoteca porteña Rendez-Vous, pasando música en lo que se llamaba el “Té Danzante”, que funcionaba de cinco de la tarde a nueve de la noche.

En la década del ’60 militó en el maoísmo chileno y recibió una invitación para trabajar en China, justo cuando las relaciones entre la Unión Soviética y los chinos atravesaban el momento de mayor tensión. A Marín no le importó que el Partido Comunista chileno, que adhería a los postulados soviéticos, lo considerara un díscolo por aceptar el convite. Rumbeó hacia Pekín con su mujer, donde trabajó en la Editorial en Lenguas Extranjeras, entre 1967 y 1968. Apenas cuatro años después, llegó el golpe de Pinochet que lo expulsó lejos del país. “Fui considerado un agente ideológico, que era la categoría para designar a los escritores, periodistas o personas que trabajaban en el ámbito editorial. Había publicado una novela, Fuegos artificiales, ocho meses antes del golpe, con resultados nefastos, porque el libro fue prohibido y lo convirtieron en papel picado.” Se exilió primero en México, después en Barcelona, hasta que regresó a Chile a principio de los noventa.

“En la literatura también he sido un díscolo, y la prueba está en que recién ahora, que tengo más de setenta años, empieza a conocerse un poco mi obra”, esgrime Marín. “Durante muchos años, la suerte no me favorecía desde el punto de vista del público, aunque siempre tuve muy buena aceptación de la crítica. Pero no era suficiente, porque las editoriales quieren vender y yo no vendía”, admite el escritor. “Desde joven desconfié de los modelos, porque muchas veces eran los modelos del éxito. Cortázar era un modelo para la consagración. Yo tomaba en todo caso modelos para ejercer la lectura, pero no más allá de eso. No me he convertido en discipuloide de nadie. Con esto no quiero ser pretencioso; acepto que he sido educado literariamente por los grandes escritores, siempre hay influencias que están de un modo consciente o inconsciente. Hay una frase muy bonita de Paul Valéry que decía que sobre la mano de un escritor están las infinitas manos de otros escritores. Y creo en eso.” Sobre la mano de Marín están las manos de Faulkner, Onetti y Pierre La Rochelle.

“La narrativa chilena no brilló en el firmamento porque es mediocre, tímida, opaca, como los días nuestros, tan grises; es una literatura de vuelo bajo”, dice modulando el tono cavernoso de su voz. “Chile es un país ideal para escribir. Soy muy mirón, observo mucho esa realidad que me alimenta. A lo mejor me alimento con carroña. Soy un poco un ave carroñera; me gusta excavar en el fracaso porque los éxitos son efímeros. Uso a Chile como un enorme basurero donde encuentro materiales para escribir. Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura.”

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