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Martes, 25 de noviembre de 2008
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William Ospina y su reciente novela El País de la Canela

“Lo más inverosímil es lo verdadero”

Así define el autor colombiano el tono general de sus modernas crónicas de Indias, narradas por un mestizo que se corre de cualquier maniqueísmo. “Yo sentí la contradicción de criticar la conquista en la lengua que ella nos dejó”, afirma.

Por Facundo García
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William Ospina escribió una trilogía basada en expediciones de europeos al Amazonas.

La selva es inabarcable para la lengua, y no sólo en el sentido fisiológico. Es decir: los idiomas la rotulan, la describen a grandes rasgos; pero lo que pasa ahí dentro –la rutina de zarpazos, amores, escarceos y podredumbres que de enumerarse provocarían vértigo– queda siempre oculto. En ese laberinto de lo no dicho se internó William Ospina, con la historia como brújula. Y así nació una trilogía de novelas basada en las primeras expediciones que hicieron los europeos al Amazonas, cuya segunda entrega, El País de la Canela (Norma), acaba de publicarse en la Argentina.

Dueño de una prosa que García Márquez ha elogiado varias veces, el poeta y ensayista colombiano anduvo escarbando documentos antiguos durante años. Hasta que aparecieron frente al teclado los contornos de Gonzalo Pizarro, Francisco de Orellana, Pedro de Urzúa y otras figuras de los albores coloniales. Los personajes estaban quietitos, esperando verbos y rascándose la cabeza cuando el escritor los regresó a la búsqueda de países fabulosos que los obsesionó cuando eran seres de carne y hueso, allá por el siglo XVI. “Todavía no había aparecido el Romanticismo. En consecuencia, estos tipos no pensaban que hubiera que ser objetivo. Todo lo que contaron en sus crónicas tiene aire de ensueño, y ellos mismos no sabían bien si las cosas que veían eran fruto de la selva o de la siesta”, los presenta Ospina.

El tono que eligió el autor recupera la cadencia que tenían las crónicas de Indias; con la variante de que en El País de la Canela la voz principal es la de un mestizo capaz de repasar lo sucedido por afuera del maniqueísmo. El relato empieza en una tarde de Panamá, con el protagonista revelando su vida y los riesgos de la primera expedición por la jungla a Pedro de Urzúa, que más tarde iniciará una nueva incursión al Amazonas en busca de la Ciudad del Oro, o El Dorado. “Es curioso, porque yo sentí la contradicción de criticar la conquista en la lengua que ella nos dejó. Quizá sea una lección: transitar estas novelas me enseñó que los mestizos americanos no podemos agotarnos en concepciones blancas o negras. Debemos ser capaces de reclamar una mirada múltiple”.

Acompaña al libro una nota donde se aclara que ahí, “como suele ocurrir con los relatos históricos, lo más inverosímil resulta ser lo más verdadero”. Y es cierto: los cientos de españoles que zarparon tierra adentro enloquecidos por la avaricia, los cuatro mil indios tratados como animales y la caravana de chanchos y caballos que acabarían siendo hueso roído por los gusanos surcan los párrafos, tal como atravesaron los trópicos durante aquella búsqueda de un país repleto de especias que prometía riquezas inagotables a aquellos que lo hallaran.

Pero el País de la Canela jamás apareció, y sí en cambio una cárcel vegetal en la que la mínima variación en el verde de una hoja determinaba la diferencia entre comer un alimento o morir envenenado. Tanto ha frecuentado Ospina aquella incursión desastrosa que la charla se le salpica con aires virreinales. Habla de “leguas” y de animales raros. De mujeres guerreras que matan a sus hijos varones y amputan uno de sus senos para que no les moleste al tensar el arco. De barcas atiborradas de niños y papagayos. “Viajé por ahí, y desde mi ignorancia traté de contactarme con la ignorancia que el narrador tenía respecto de lo que iba viendo. Por eso hablé, por ejemplo, del encuentro entre el Río Negro y el Amazonas, que confluyen pero continúan insólitamente separados por un largo trecho, uno de color oscuro y el otro en tono amarillento”, cuenta el entrevistado.

Lo curioso es que al final le quedó una obra que podría incluirse en el estante del realismo mágico. Ospina asiente. “Una vez oí a Fernando Vallejo opinar que nuestro verdadero realismo mágico eran las crónicas de la conquista. El boom no hizo más que recuperar eso, y sumarle el asombro y la perplejidad que daba la fusión con la magia aborigen y la tradición africana. Son raíces que nos acompañan hace muchísimo”, admite.

Otro desafío era el de los pueblos originarios. ¿Cómo ingresarían al relato los aborígenes de la región, si aún hoy son casi desconocidos? Investigaciones arqueológicas recientes han revelado que las orillas del gran río eran un jardín humano, con comarcas muy pobladas repartidas regularmente a lo largo de grandes extensiones. “A mitad del trabajo, yo veía muy bien a los españoles, sus armaduras, sus caballos, sus barbas. Pero los indios no terminaban de aparecer –recuerda el novelista–. ‘¿Dónde están?’, preguntaba, mientras recorría libros y cartas antiguas. Hasta que en algún momento el propio narrador me hizo una revelación. Casi sin querer, escribí: ‘no vieron un solo indio por el camino, pero yo sé que no todas las plumas que vieron eran plumas de pájaro, y que no todos los barrancos que vieron eran tierra inerte’. Entonces comprendí que esa gente siempre había estado ahí, aunque no ocupaban la realidad de la misma manera que los españoles y, por lo tanto, se tornaban invisibles.”

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