Martes, 13 de diciembre de 2005
PAOLA KAUFMANN, GANADORA DEL PREMIO PLANETA 2005
El oscuro nombre de la Bestia
La escritora y cientÃfica explica el sentido de El lago, una novela que transcurre en la Patagonia y explora las variadas formas en que puede manifestarse lo monstruoso.
Por Angel Berlanga

Kaufmann ubica su historia entre la Navidad de 1975 y septiembre del ’76, una etapa densa.
Oscura, densa. Asà es la novela con la que Paola Kaufmann ganó el último premio Planeta local. El lago es una historia que transcurre a lo largo de nueve meses, desde la Navidad de 1975 hasta septiembre del año siguiente, y acaso no haga falta anotar –de hecho, la autora no lo hace– qué nació oficialmente por entonces, qué monstruo asoló por estas tierras. Es una historia que, también podrÃa decirse, enlaza hacia el pasado a ese monstruo con otros, con los del nazismo y la Segunda Guerra, de los que escaparon Ilse y Lanz, dos viejos húngaros que viven junto al brazo de un lago patagónico en el que, se cree, habita desde el comienzo de los tiempos una criatura misteriosa, huidiza, algo tal vez emparentado con el mÃtico bicho del Ness, algo que es la búsqueda obsesiva de una naturalista, Ana, heredera de la intriga de su padre, VÃktor, que ya en 1922 habÃa participado de la expedición cientÃfica que trató de identificar, definir qué, cómo, era esa bestia. El dÃa de reyes de 1976, Lanz –que sufre el sÃndrome de Korsakov– y Ana ven cómo desde un Farlaine unos tipos tiran por una ladera a un joven destrozado a golpes, al que ella salvará de la muerte pero no de que quede detenido en su umbral, en coma, y luego lo pondrá a su cuidado, en su cabaña, frente al lago, para que no se muera, para saber quién es, de dónde viene, por qué fue torturado.
Oscura, densa como aquellos dÃas, pero qué más. Compleja, profunda. De vÃctimas y sobrevivientes del horror, de los horrores que se encadenan. De retrato, de creación de atmósferas, de los efectos de las monstruosidades en el cuerpo, en la cabeza de las personas, de estos personajes. Poco comercial, se sospecha. “Me enganché mucho con las novelas góticas, y además me gusta el terror como género, tanto en cine como en literaturaâ€, dice Kaufmann en un departamento de la calle Honduras. Una gran biblioteca, un cuero de vaca desparramado en el piso, una copia de La guerra de los mundos, un violÃn viejo al lado de una mujer no muy machacada de Picasso: eso hay aquÃ. Kaufmann tiene una reacción alérgica derivada, al parecer, del estrés pospremio: “¡NecesitarÃa irme al carajo quince dÃas!â€, dice, se rÃe esta cientÃfica graduada en neurociencias, investigadora del Conicet y la Universidad de Quilmes, y sigue: “Mi infancia transcurrió en la Patagonia, en los ’70, cuando acá pasaron cosas de las que no puedo hablar directamente. Se trata de una suma de intenciones que se fueron juntando; cuando era chica me gustaba un librito que tenÃa en la tapa al monstruo del lago Ness, y de ahà pasé al que dicen que aparecÃa en el Nahuel Huapi, al Nahuelito. Me fui hasta allá, investigué el tema de la expedición de 1922, con la que empiezo. Y además me interesó hablar de la extranjeridad en la Patagonia, la cantidad de gente que parece venir de otra parte todo el tiempo; a partir de eso viene el tema de los húngaros, del particularmente salvaje holocausto húngaro de la Segunda Guerra como episodio, a partir del cual podÃa hablar de los ’70. El libro tiene un poco de eso y también una buena parte de algo que me interesa particularmente: el tema de la identidad, de la necesidad de identificar las cosas, de darles un sentido en un sistema determinado. La novela está atravesada por esa búsqueda de nombrar al monstruo, signifique lo que signifique: una criatura fÃsica en el lago que nadie sabe qué es, lo innombrable para el tipo que se escapa del holocausto, la guerra, la soledad, el abandono, la historia que no puede contar el personaje que está en comaâ€.
–¿Y para usted qué es lo monstruoso?
–Lo que no se puede definir. Por eso creo que hablar de lo monstruoso está ligado a una intención más pequeña, que es la que creo que construyó la novela, en el fondo: identificar las cosas para sacarles esa cualidad de monstruoso. Un monstruo es una gran suma de cosas que no significan nada en lo global: son quimeras, bichos descomunales a los que no se puede encuadrar en nada. Cuando uno consigue eso, pierde esa condición: si al bicho uno le pone un nombre equis, plesiosaurio, por ejemplo, ya no se trata de un monstruo, sino de un animal que vivió hace tantos años y se extinguió, tiene un esqueleto... O sea que tiene una forma. Ese planteo de clasificación, con esa y otras cosas de lo monstruoso, atraviesa la novela.
–Esa necesidad de clasificar tiene que ver con su otro oficio, el de cientÃfica.
–SÃ, al menos en cuanto a la taxonomÃa de lo monstruoso. Creo que la necesidad del cientÃfico de clasificar tuvo que ver inicialmente con eso. Es un atributo bastante atávico en el hombre eso de organizar el caos y darle un nombre, identificar las cosas para ordenar un mundo que debe haber sido monstruoso para los primeros habitantes. Es una iniciativa del hombre, o un instinto, casi.
–Es curioso, porque si la ciencia busca definir, poner un nombre, la literatura aquà procura dibujar un contorno.
–Dibujar un contorno significa definir, en algún sentido, también.
–SÃ, pero los caminos parecen opuestos: como si la ciencia fuera directo al centro y la literatura tratara de contornear.
–La ventaja enorme de la literatura es que uno puede hablar de un montón de cosas sin nombrarlas, dejarlas como un hueco. En esta novela hay mucho puesto asÃ, intencionalmente. Las historias que no se pueden contar son las más importantes. En realidad, todos los personajes tienen huecos y cada lector pondrá ahà lo que quiera. En ese sentido el funcionamiento serÃa casi el negativo de la ciencia. Fue útil el personaje de Ana, esa especie de naturalista, que puede dar rienda suelta a una visión como cientÃfica del mundo, en quien la intención de definir, aunque no defina nada, está siempre presente.
–¿Qué recuerda de los comienzos de la dictadura?
–Era muy chiquita y estaba viviendo en General Roca. Me acuerdo vagamente del mundial, que se transmitÃan los partidos en una especie de pantalla gigante. Mi mamá murió en el ’74 y me fui a vivir con mis tÃos, que me criaron desde que tenÃa cinco años. Y supongo que eso debe haber producido una especie de trauma, porque no tengo muchos recuerdos de toda mi infancia, en general. Tengo presente la inminencia de la guerra con Chile –que en Roca y Neuquén se vivió de una manera nerviosa, crispada– y de la angustia que me provocaban los ejercicios de oscurecimiento. Por momentos todos tenÃamos que apagar las luces y circulaban mitos, que los aviones volaban para chequear si habÃa alguna encendida. Pero bueno, a lo mejor son recuerdos que uno construye después. Uno también puede escribir de cosas de las que no se acuerda.
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