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Miércoles, 4 de marzo de 2009
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Marcos Bertorello y Porno, su primer libro de cuentos publicado

Una aceitada maquinaria narrativa

El escritor y psicoanalista escribió ocho relatos que sorprenden por la pericia con la que se elaboraron los puntos de vista. “El camino del escritor es siempre solitario: aunque uno pueda estar con otros escritores es singular.”

Por Silvina Friera
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Marcos Bertorello no se apuró en publicar porque “la literatura necesita tiempo”.

En una charla telefónica, el titular de la cátedra de Teoría y Análisis Literario, un personaje que en el cuento “Autor” parece secundario o menor, pero que ha visto pasar muchas estrellas fugaces –seguramente él no estuvo exento de encandilarse con alguna de esas irradiaciones–, esboza una recomendación a la crítica literaria prodigio, Jessica Schwartz, atolondrada porque encontró en la obra poética de Gerardo Damiano al tipo que escribe para ella, al escritor sobre el que versará su demorada tesis de doctorado. “No te apresures: la literatura necesita tiempo”, le advierte. A los 39 años, el escritor y psicoanalista Marcos Bertorello, que acaba de publicar Porno (Eterna Cadencia), su primer libro de cuentos, descubre de pronto que en esa frase –deslizada como al pasar en un texto de impronta borgeana-bolañesca en el que se parafrasea a Foucault– se cifra un relato siempre esquivo, a mitad de camino entre la autobiografía y la ficción. En el bar de la librería pide un café y balancea los hombros como si con ese gesto buscara minimizar la incómoda paternidad de esa reflexión, cuyo copyright pertenecería sólo al docente que intenta domesticar el entusiasmo de la joven crítica. “Y sí, yo necesité tiempo para escribir”, admite Bertorello, cazador cazado que se ríe por haberlo pescado in fraganti, en la entrevista con Página/12.

Psicoanalista lacaniano, Bertorello es un escritor de digestión lenta que se fue formando paso a paso, tropezando con “muchos fracasos”, como él mismo confiesa, entrenándose y encauzando su compulsión por la escritura en los talleres de Vicente Battista y Juan Martini, sin que la publicación estuviera en su horizonte inmediato. Sin urgencias ni estridencias. No por eso rechaza que otros tengan ritmos más acelerados y una copiosa obra publicada apenas promediando los treinta años. “Los tiempos del mercado no son necesariamente los tiempos de la literatura. Saer fue un escritor que tenía obra publicada en los años ’70, pero recién fue reconocido en los ’90. Ahora todo tiene que ser muy rápido, hay que armar un escándalo enseguida y vender mucho”, sintetiza el escritor el vertiginoso péndulo del presente. “La consigna de Osvaldo Lamborghini, ‘primero publicar, después escribir’, dejó cierta impronta y legitimó esta idea de hacerse un lugar, de generar cierta posición de autor, para después escribir y sostener tu obra”, precisa Bertorello, quien parece haber optado por la vía inversa: construir un universo narrativo del que emerja su lugar en la literatura argentina. “El camino del escritor es siempre solitario. Uno puede estar con otros escritores, yo de hecho estoy con Juan Martini y fui a talleres literarios, pero el camino para encontrar tu voz, sostenerla y laburarla es singular.”

Los ocho cuentos de Porno son aceitados engranajes que sorprenden por la pericia con la que se elaboró los puntos de vista. Esos son los complejos motores de esta maquinaria narrativa que empieza a rodar, tal vez de un modo más acompasado, en el primero de los relatos, “Tío” (homenaje y juego de espejos con “Un día perfecto para el pez banana”, de Salinger), en el que una voz en primera persona, la de una mujer adulta que no sabe cómo contar una ínfima porción de su temprana adolescencia porque teme el peso del juicio moral, decide narrar en tiempo presente su despertar sexual con el hermano menor de su madre. O sus fantasías o ensoñaciones, porque el morbo se funde con un misterio que nunca se devela en el desenlace, como si se llegara a un punto de lo inefable donde se remeda en el “no aclares que oscurece”. Pero si esa minuciosa reconstrucción erótica perturba, mucho mejor. La tensión se administra y dosifica.

En “Cura”, el obispo Masetto, “un hijo de puta que puede ser un hijo de puta solo como un obispo en sus funciones logra serlo”, habla con un cura en crisis, pero los vectores y tiempos narrativos se entremezclan, y la inquietud que despierta en el lector esas uñas pintadas de rojo se vislumbrará recién al final. En “Stephen”, la grieta que plantea el relato es rotunda. Un hombre sospecha que su mujer tiene un amante y lo comprueba espiando, fascinado, la forma escultural de los músculos del negro Stephen. Pronto el juego erótico devendrá en un trío que durará poco: el negro desaparece sin dejar rastros. “Hay una idea que me tenía obsesionado y que fue decantando en los relatos: el porno como género, no tanto la pornografía –explica Bertorello–. Cómo escribir una historia en la que uno decide contar lo que nunca se debe contar. Todos los cuentos que escribí para este libro, por más que sean historias diferentes, tienen una matriz que culmina en el relato porno.”

–¿Por qué lo obsesiona el porno como género y no tanto la pornografía?

–Lo estrictamente pornográfico tiene que ver con la imagen. Hay algo en el trabajo con la palabra que hace imposible escribir pornografía, en el sentido de que las palabras siempre están velando. No es que la imagen no vele, pero tiene una contundencia que tal vez las palabras no tengan. Por más que intentes hacer una escena de sexo explícito, cuando la estás construyendo con palabras todo el tiempo estás ocultando. La pornografía se puede filmar pero no escribir por esta particularidad que tienen las palabras. En el cuento “Stephen”, hubo una intención de rescatar los tópicos de una película porno, las escenas clásicas, repetitivas. Pero lo quería hacer sin usar malas palabras. Me impuse esta limitación con la idea de que el que estuviera leyendo pudiera ver la escena. Ese cuento está al servicio del contraste que hay entre esa experiencia fuerte y, al mismo tiempo, la sensación que les queda a los personajes de si efectivamente vivieron lo que vivieron. Sería como un punto negro: ¿esto fue un recuerdo?, ¿algo que inventamos nosotros?

–En el cuento “Autor” aparece un fuerte cuestionamiento hacia los críticos, especialmente hacia la crítica estructuralista. ¿Esto fue buscado?

–Sí, en realidad es una ironía sobre Qué es un autor, de Foucault, texto que está parafraseado en el cuento. Lo que me importaba era lo que generó ese ensayo, el modo de pensar la figura del autor como una función estructural de un texto. Es cierto que entre el libro y el autor existe una relación muy compleja, por eso me gustaba ironizar o parodiar este palabrerío de la muerte del autor o la literatura, en tanto que instaura una especie de relativismo donde todo vale lo mismo, donde no hay valor literario, no hay jerarquías. Es difícil después, desde el punto de vista teórico, sostener una jerarquía. Es todo un desafío fundamentar por qué determinado autor es mejor que otro. Busqué polemizar un poco con esta idea. En ese cuento una joven crítica literaria se copa con un poeta que terminara siendo un nazi, un hijo de puta. Yo creo que es imposible que un verdadero hijo de puta pueda escribir poesía.

–¿La imagen que se construye y proyecta a partir de las lecturas que se hace de una obra es mucho más poderosa que la vida del propio autor?

–Sí, pero también se puede analizar en un sentido contrario: vidas que son obras y obras que son muy pobres. La vida de Philip Dick es una obra en sí misma, pero sus libros te dejan el gusto de que podría haber sido genial. Tal vez si no supiéramos nada de la vida de Dick, tendríamos un valor distinto de su obra. Borges decía que los franceses estaban más preocupados por la política del arte que por el arte. Siempre utilizan términos militares (vanguardia o retaguardia) o políticos (izquierda o derecha). Las obras completas de Borges son las que él estableció como sus obras completas. Eso hizo que escribiera una serie de prólogos para cada uno de los libros que incluyó. Si se lee esos prólogos de corrido, hay una especie de discusión interna con él mismo en la que intenta borrar al Borges vanguardista y discute con el Borges clásico que ya sabe cuál es su voz. Creo que esa tensión entre clasicismo y vanguardia es imposible de superar. Es un diálogo que nunca se termina. En última instancia, el valor del texto está dado por la perdurabilidad en el tiempo. El resto es política literaria.

–En el cuento más largo del libro, “Las paredes oyen”, uno de los personajes le reprocha al psicoanalista: “No soportás el misterio, no lo aguantás, querés encontrar una explicación a todo”. ¿El escritor, al contrario del psicoanalista, no necesita explicarlo todo?

–Sí, es verdad. El misterio es más saludable para un escritor pero no para un psicoanalista. Siempre hay un espacio para la duda, algo inconsistente en la teoría en la que te estás apoyando. Cuando te encontrás con esa instancia, si no es una ficción, es un punto angustiante que cuestiona toda tu vida. Cuando estaba tironeado entre el psicoanálisis y la literatura, intuía que el camino de un escritor consistía en dejarse llevar por las cosas, en rodear ciertos misterios que la ciencia no puede explicar. Después, con varios años de análisis encima, logré liberarme de ese temor al misterio (risas).

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