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Miércoles, 25 de marzo de 2009
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Carlos Ríos y Manigua (novela swahili)

“Es una antropología del desastre”

El autor argentino, que vivió los últimos ocho años en la ciudad mexicana de Puebla, construyó la historia de un mandato familiar que fracasa, en un mundo que se desintegra. “Escribir esta novela fue como explorar la memoria del día anterior”, señala.

Por Silvina Friera
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El libro de Carlos Ríos tiene apenas 61 páginas, plenas de una hipnótica belleza.

En apenas 61 páginas, Manigua (novela swahili), de Carlos Ríos, condensa una historia de una belleza hipnótica sobre un mundo que se desintegra. “Al llegar a la tierra de nuestros antepasados no vamos a conseguir ni lo que más deseamos ni lo que más tememos”, dice un narrador en tercera persona, recordando las palabras que el padre ciego le dijo a su hijo Muthahi. En este espacio hobbessiano, donde kikuyus y kambas, entre otros, demuestran que “el hombre es lobo del hombre”, es necesario que cada clan sea liderado por un hombre llamado Apolon. Muthahi, que no sabe quién es su madre, adoptará el nombre que le corresponde para ser el líder del clan. Pero también deberá cumplir con un mandato: viajar hacia la provincia costera para buscar una vaca que sacrificarán cuando nazca su enésimo hermano. Si no consigue la vaca, lo atarán a un palo y morirá de sed. Las escalas de este itinerario llevarán al héroe a tener que camuflarse sutilmente: suplantará al hombre muerto del ómnibus o se hará pasar por Donise Kangoro, el propietario ciego de todas las vacas y tierras de Sao José dos Ausente. La empresa no será fácil en esa ciudad devenida en un “asqueroso moridero”.

Recién llegado de Puebla (México), donde vivió los últimos ocho años, Ríos admite que hay temas que lo obsesionan, que son “una maldita piedra en mi zapato”. La lengua todavía no aterrizó en Buenos Aires, anda levitando en una zona híbrida más que neutral, como si no se decidiera a quedarse con los mexicanismos ni a recuperar las frases y giros rioplatenses. A veces se le escapa un “tú”, en vez del voseo que archivó en un rincón lejano de su memoria a medida que se fue insertando en Puebla. “Tenía ganas de salir del país en 2001, no por razones económicas, sino personales. Estando en Asunción del Paraguay, en un congreso de archivistas, conocí a un archivista de Costa Rica que me pasó la dirección de un archivista argentino que vivía en Puebla. Le escribí, me respondió y me invitó a su casa. En ese momento estaba estudiando archivística y me fui”, cuenta el escritor en la entrevista con Página/12. “Puebla es una ciudad muy antigua, con un acervo archivístico impresionante. Trabajé un tiempito digitalizando documentos de alto volumen. Después fui conociendo gente en la Facultad de Letras, participé en un congreso de poesía y me empezaron a conocer en la ciudad. Conseguí trabajo como corrector de estilo de un periódico, de ahí pasé a redactor en la sección de Cultura, y mi tercer libro de poemas lo publiqué en México”, repasa Ríos (nacido en Santa Teresita en 1967), autor de los poemarios Media romana, La salud de W.R. y La recepción de una forma, que ha decidido regresar definitivamente a la Argentina.

–El hecho de estar viviendo en Puebla cuando comenzó a escribir la novela, ¿incidió en la forma que fue adoptando Manigua?

–Lo que se metió de México es el uso del tú. No hay un voseo argentino, sino un tono neutro que para mí era natural usar allá. Quería que fuera una novela que no estuviera localizada ni en México ni en la Argentina. La primera imagen que tuve la vi en la televisión, en un programa de la National. Había un aborigen australiano, tirado en el piso, que decía que él era el último de su clan. Me impactó muchísimo y quise escribir algo para llegar a ese momento, que es el que corona la novela. Después de escribir la novela, leí en un artículo que en Africa la vaca es un bien preciado. Si un joven quiere tomar por esposa a una muchacha, si va con una vaca, tiene el sí asegurado. ¿Qué sería Manigua para mí? Es la historia de un mandato familiar que fracasa. Y a la vez es un diario secreto con capítulos breves. Escribir esta novela fue como explorar la memoria del día anterior. La palabra Manigua es centroamericana y quiere decir algo confuso, intrincado. Es una palabra que tomé de un poema de Gerardo Denis, que nació en España pero fue un gran poeta mexicano.

–¿Por qué dos de los personajes principales, como el padre de Apolon y Donise Kangoro, son ciegos?

–Cuando empecé a escribir la novela sin saber adónde iba, lo primero que quise hacer fue respetar la intensidad del impulso inicial. El mundo que fui armando es muy inestable: las ciudades aparecen y desaparecen y hay clanes con un nomadismo extremo. Esa inestabilidad la llevé al tema del lenguaje y de la familia. Hay mandatos familiares que son lo último que queda en un medio que se está desintegrando. Lo último que quedaría en una familia es una voz autorizada que dice: “Hay que hacer esto”.

–¿Cambió con la distancia su idea de familia?

–Sí, al haber estado siete años lejos de Argentina, de mis parientes, mi propia idea de familia probablemente se desintegró. El tema de la vaca también es familiar. Mi padre fue carnicero durante muchos años.

–¿Qué temas u obsesiones reconoce que pasaron de su poesía a la narrativa?

–Uno de los temas que más me obsesiona es cómo construir un espacio. Mi tercer poemario, La recepción de una forma, era una reflexión sobre habitar un lugar. Cuando llegué a Puebla, una ciudad fundada en 1531, el choque visual fue muy impactante por los colores, los edificios. Ese poemario tiene que ver con ese instante en que una forma te contiene. Son poemas construidos a partir de reseñas de edificios; hay una parte que tiene que ver con instalaciones, otra con la arquitectura del espacio. La cuestión de marcar y empezar a habitar el espacio es lo que pasa al comienzo de Manigua, donde se diseña una geografía en el presente.

–¿Podría definir Manigua como una novela antropológica en la que conviven los mitos del pasado con las tecnologías del presente, como el celular y la televisión?

–Le voy a contestar con una anécdota. En el museo de Cuetzalan vi un palo con el que las mujeres molían el maíz. Cuando salí del museo y fui a la plaza vi a una mujer con el mismo artefacto haciendo unas tortillas. Esta cuestión de que el pasado está en el museo y en la calle es muy impactante. Mi novela no es una mirada antropológica sobre el pasado sino sobre un presente ambiguo. Quizá lo que haya en la novela sea una antropología del desastre, una gran deriva de aquello que parecía que siempre iba a ser siempre de la misma forma.

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