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Sábado, 28 de marzo de 2009
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Cuatro cuentistas frente a la actualidad editorial

“El mercado no es el único responsable de los límites”

Los cuatro acaban de editar su trabajo en la colección “Sólo cuentos” de la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata: ocasión ideal para extenderse sobre las herramientas del género, el contexto argentino y los ejemplos del exterior.

Por Silvina Friera
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“Nos sentimos muy cercanos por las movidas de lecturas de las que venimos participando. Eso hizo que mucha gente se animara a escribir.”

El cuento permite concebir la insoportable complejidad del mundo como una íntima y breve epifanía. Henry James lo definía como “el punto exquisito donde acaba la poesía y empieza la realidad”. Por prejuicios y razones que cuestan comprender, las editoriales han decretado que “los cuentos no venden”, condenando al género a flotar en los márgenes de supervivencia del mercado editorial. Aunque pesa con la misma fuerza aplastante que una sentencia de muerte, este decreto no ha impedido que el género siga vivo, tal vez más vivo que nunca. Las medianas y pequeñas editoriales argentinas como Adriana Hidalgo, Eterna Cadencia y Entropía, atentas a cubrir los nichos que les dejan las grandes, por desidia, torpeza o porque el negocio no es “redituable”, han abierto sus puertas al género. Se les podría reprochar, no obstante, que las puertas están apenas entreabiertas y que el “cupo” se cumple a veces sólo con las antologías temáticas. Aún se está lejos de tener editoriales especializadas en el cuento, como sucede en España con Páginas de Espuma, Menos cuarto, Caballo de Troya o 451 editores, o librerías exclusivas del género, como la madrileña Tres rosas amarillas, en homenaje al relato de Raymond Carver. No se puede hablar de romance ni de revalorización del cuento en el país. Pero hay gestos y hechos que podrían vislumbrar un cambio. La Edulp (Editorial de la Universidad Nacional de La Plata) acaba de lanzar los primeros cuatro libros de su flamante colección “Sólo cuentos”: Un dios demasiado pequeño, de Juan José Burzi; Hacia el mar, de Marina Arias; El salto del final, de Pablo Vinci; y De la noche rota, de Marina Porcelli.

No hago otra cosa que pensar en ti

Borges alguna vez dijo que escribía cuentos porque la novela le parecía una exageración. Más allá de la boutade, lo cierto es que al cuento bien podría definírselo como la sístole de la narración, orientado siempre hacia la máxima concentración posible, mientras que la novela sería la diástole, asociada a la dilatación o a esa desmesura que sugería Borges. La bulliciosa muchachada reunida por Página/12 en una librería de Palermo repasa su relación con el cuento. Además de compartir esa empatía especial que genera ser cuentistas a Burzi, Vinci y Porcelli los une la experiencia de haberse fogueado en el taller literario de Abelardo Castillo. “No me sale otra cosa que escribir cuentos”, admite Burzi, miembro fundador del Grupo Alejandría, director de la revista literaria Los asesinos tímidos y director de la colección “Sólo cuentos”. “En mi caso, es un defecto más que una elección. Trato de hacer lo mejor posible dentro de un género en el que me siento muy cómodo. No puedo escribir una novela de 500 páginas o un libro de poesía, lo que no implica que no lo haya intentado.”

Porcelli dice que no cree que el cuento sea el pasaje “obligado” hacia la novela, como muchos piensan. “El cuento tiene sus propias reglas, sus propias formas, y en mi caso es una elección.” Arias subraya su pasión por ese género que alguna vez supo ser una especie de semillero de un seleccionado de grandes escritoras y escritores latinoamericanos, integrado por el propio Borges, Juan José Arreola, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo y Julio Ramón Ribeyro, entre otros. “El cuento me gusta mucho, como lectora y como escritora. Me da mucho placer escribirlo o leerlo, me da satisfacciones inmediatas que no me genera la novela”, compara Arias, que ha pasado por los talleres de Liliana Heker, Pablo de Santis y José María Brindisi. “Cuando comencé a escribir, no me planteé si iba a escribir novela o cuento”, interviene Vinci con su voz de locutor radial siempre bien calibrada. “Me salieron cuentos, y me parece que lo que yo tengo para decir lo puedo hacer sólo con cuentos.”

Conscientes de que la mano del mercado que le baja el pulgar al cuento puede acribillar el ánimo o la voluntad de escribir relatos en pos de la novela, este cuarteto de cuentistas, nacidos entre 1966 y 1978, no siente que los dictados del mercado afecten su interés por el género. “No sé por qué, pero el cuento, aparentemente, no es negocio como la novela”, ironiza Vinci. “No creo que el mercado sea el único responsable que impida escribir un determinado género”, acota Porcelli. “Lo lindo de todo este tema es que a mí me importa poco si el cuento vende o no, yo escribo lo que quiero”, subraya Burzi. “Me llama mucho la atención que con los tiempos acelerados que vivimos ahora, se siga prefiriendo leer novelas, cuando el cuento ofrece una brevedad más afín a la época”, razona Arias. “El cuento no sirve tanto para evadirte de la realidad como una novela de 300 páginas, en la que te metés en un mundo que te permite escapar por un buen rato de lo cotidiano”, opina Burzi. “Queremos abrir más espacios para el cuento; sería presuntuoso decir que ésta es la única colección que tenemos en el país. Hay pequeñas editoriales que están publicando libros de cuentos, pero son más las excepciones que las reglas”, aclara el director, escritor y en parte responsable de que todos se conocieran en los ciclos de lecturas del Grupo Alejandría. Hacia el segundo semestre del año, anticipa Burzi, se publicarán cuatro libros más, con la idea de mantener un promedio de ocho títulos al año.

–¿Genera empatía entre ustedes el hecho de que sean cuentistas?

Burzi: –Y sí, somos un poco outsiders (risas). Nos sentimos muy cercanos por todas estas movidas de lecturas de las que venimos participando. Eso, quieras o no, hizo que mucha gente se animara a escribir cuentos o textos breves, tal vez sin ser cuentistas de cajón, como quien dice. Pero ahora que lo pienso un poco más, no sé si somos tan raros... quizá tenemos la particularidad de escribir cuentos y eso puede resultar extraño para los otros, pero no para nosotros. Casi diría, como en mi caso, que no sabríamos qué otra cosa hacer si no escribiéramos cuentos.

El punto que hay que alcanzar

¿Cómo surge un cuento? ¿De qué ovillo comienzan a tirar para pescar el corazón de un relato? “Empiezo por la historia”, responde sin dudar Porcelli. “Qué pasa si a X le pasa tal o cual cosa. ‘Esa noche llamó Tamara’ arrancó con una conversación en un bar con una amiga. Las dos nos acordamos de una chica que hacía mucho que no veíamos y no sabíamos si estaba viva o muerta. Ese cuento se organizó desde ese lugar hipotético que me brindó el disparador autobiográfico: recordar a alguien que hace mucho que no ves, y la melancolía que produce el paso de los años. Muchas veces parto de recuerdos o anécdotas que después se deforman.” Vinci recuerda que estaba viendo una película iraní cuando se le presentó la idea de su relato “La boca del final”, sobre una peculiar carrera que el narrador jugaba a los diez años con barcos de papel, corchos y tapitas de plástico, entre otros objetos, por las alcantarillas de Avenida del Trabajo, en el barrio de Mataderos. “Lo importante, y esto lo hablamos varias veces entre todos, es que uno se pone a escribir un cuento porque quiere decir algo. Y eso me parece que es lo que más nos une. Escribimos porque tenemos algo que decir, aunque para el otro sea una estupidez. Pero esa estupidez la tenemos que decir sí o sí.”

¿El cuento tiene mayor urgencia que la novela? ¿Es una historia que se presenta y resulta imposible no escribirla? “Escribo un cuento cuando ya no me queda otra alternativa”, reconoce Burzi. “Cuando lo pensé, le di vueltas al asunto, y me doy cuenta de que ya no vale la pena seguir insistiendo. Si el cuento puede ser prescindible para mí, no me gasto en escribirlo. Porque si no es algo imprescindible para mí, no puedo pretender que lo sea para los otros. Ese grado de autoexigencia hace que escriba poco. ‘Mil ojos’ lo tuve dos años en la cabeza y lo escribí en una semana, más o menos.” Arias, al contrario, explica sus razones, ensamblando aquello que ronda con insistencia en su cabeza con el acto físico de escribir. “Si no estoy sentada a la computadora, no puedo escribir. Mis cuentos no maduran sólo en la cabeza; maduran con los dedos”, ironiza la escritora. “Ahora disfruto mucho más el momento de la corrección. Me viene pasando en los últimos dos o tres años. Antes no corregía, era un desastre. Ahora no sé si soy un desastre, pero por lo menos tiendo a corregir. Será de neurótico y obsesivo que soy”, bromea Burzi. El neurótico confeso revela que marca sus relatos con fibras rojas y azules. “A veces distingo una idea que repetí con un círculo, para que resalte y acodarme que lo tengo que cambiar. Una vez que tengo el cuento todo mamarracheado, lo paso en limpio de vuelta. Después de leer cualquier libro de Faulkner, tenés que tener un poquito de conciencia de que hay que corregir”, añade Burzi.

Porcelli recoge el guante de la corrección. “No tengo tan clara la diferencia entre escribir y corregir. No es que diga: ‘Bueno, escribo de cinco a siete y corrijo después’. Creo que la corrección está presente desde que empezás a escribir. Para mí ese límite entre escribir y corregir es mucho más difuso.”

Burzi: –Creo que el límite pasa por el hecho de que cuando te cansás de corregir, lo publicás y listo.

Las marcas de los maestroS

¿Qué les dejaron los talleres literarios que frecuentaron hace unos años? “Tengo la sensación de haber aprendido a leer de otra forma, a ver otras cosas, que también es aprender a escribir”, sintetiza Vinci su experiencia en el taller de Abelardo Castillo. “Con Castillo aprendí a leer de nuevo La ilíada o a Thomas Mann.” Porcelli aporta: “Abelardo contagia el entusiasmo por la lectura, la alegría y dicha real que genera leer”. Arias cuenta que con Liliana Heker también aprendió a leer. “Pero lo que más aprendí de ese taller fue la construcción del narrador; que el narrador tiene que ser creíble, potente, si no el cuento se cae. Pasar por esa experiencia, me permitió ser consciente de un montón de cuestiones y detalles que hay que trabajar con mucho cuidado a la hora de escribir.”

También hay otras enseñanzas implícitas en los temas sobre los que escriben, en la actitud con la que buscan construir caminos y espacios alternativos donde compartir sus escrituras. Burzi confiesa que dejó varios cuentos afuera de Un dios demasiado pequeño, sin temblar ni dudar. “No me desespero por publicar”, aclara. “Conozco escritores que han publicado en grandes editoriales y sufrieron mucho manoseo. Prefiero publicar en una editorial chiquita que me cuide. Lo que escribo es muy valioso para mí y no se lo puedo dar a cualquiera. Veo cómo se manejan las grandes editoriales y a mí, la verdad, me da un poco de rechazo.” Sobre la moda de publicar antologías temáticas con cuentos, recurso al que apelan las grandes editoriales, Burzi plantea que todo lo que sirva para difundir el cuento es bueno. “Pero ese espacio que se le da a un escritor en una antología temática empieza y termina allí. A veces pasa que leés un cuento muy bueno y querés leer otros de ese autor, pero resulta que no le dieron el espacio para que publicara su libro de cuentos”, agrega Burzi. “No es que somos escépticos y oscuros porque sí”, advierte Porcelli. “La situación que se vive en el mundo genera escepticismo. Y no somos ajenos a ese clima de época cuando escribimos.”

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