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Miércoles, 21 de diciembre de 2005
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ENTREVISTA A INES FERNANDEZ MORENO, DESPUES DEL EXILIO

“El conflicto te estimula”

En La profesora de español, su novela más reciente, la hija de César y nieta de Baldomero retoma su experiencia de desarraigo en España, donde recaló tras la crisis argentina de fines de 2001.

Por Silvina Friera
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Además de La profesora..., Fernández Moreno acaba de reeditar La última vez que maté a mi madre.
El humor es la avenida principal en la vida de Inés Fernández Moreno. Hija y nieta de poetas –César y Baldomero–, la escritora tiene la habilidad de reducir el “drama” que vivió en un puñado de anécdotas ácidamente cómicas. Como muchos argentinos, ella y su marido se quedaron sin trabajo a fines de 2001, con dos hijos que por entonces eran adolescentes. Sólo le quedaba la casa de Villa Urquiza y dos atajos posibles. “Reducirse, reducirse, reducirse”, explica, achicando los dedos de su mano y ovillándose en ese mismo sofá donde cinco años atrás se lamentó: “¡Pobres hijos!, uno quiere ser pianista, ¿qué va a hacer?; la otra se quiere dedicar al teatro... No tengo nadie que estudie administración de empresas en la familia; todos artistas, pero les gusta vivir bien”. Esos pensamientos de madre preocupada por el futuro de sus hijos inclinaron la balanza hacia la segunda opción: viajar a Marbella, España. Allí trabajó en algunas agencias de publicidad (oficio que también ejerció durante años en la Argentina) y quiso colaborar en un pequeño diario local en donde le recriminaban, y le corregían, sus “argentinismos”. “Siempre pensamos que nos íbamos por unos años y volvíamos. Lo que pasa es que allá te encontrabas con gente que te decía ‘Nosotros vinimos por 6 meses y hace 15 años que estamos’. Tenía miedo de que me pasara eso, de que no pudiéramos volver. Llega un momento en que te preguntás ¿A qué vuelvo?”, cuenta Fernández Moreno, que acaba de publicar una nueva novela, La profesora de español (Alfaguara), y de reeditar otra de 1999: La última vez que maté a mi madre.
“Yo sé a qué vuelvo”, aclara la escritora en la entrevista con Página/12. “Ahora estamos en un momento interesante; la Argentina se está recuperando económicamente y la noticia de pagarle al Fondo Monetario me cae bien. Siento que se están dando pasos en un sentido que me despierta muchas esperanzas. Una cosa es sostenerme sola, y otra, muy diferente, mantener una familia con dos pibes adolescentes. Yo no me muevo más de acá”, dice Fernández Moreno. Esos tres años de exilio en España le sirvieron para crear a Isabel el personaje central de La profesora de español, una mujer que, con más de cincuenta años –edad compleja a la hora de metabolizar una emigración–, se instala en Marbella, empujada por la crisis argentina. Isabel tiene en su departamento “muebles transitorios para gente de vacaciones”, recuerda todo lo que dejó en Buenos Aires y sobrevive, a duras penas, dando clases de español a extranjeros.
“Es complicado escribir sobre una experiencia tan cercana desde el punto de vista de que uno pierde objetividad”, confiesa la autora de Hombres como médanos. “Cuando los materiales están más alejados en el tiempo o son decididamente de ficción, uno tiene más libertad y más astucias narrativas. Cuando están muy apegados, no es fácil encontrar los límites y saber si es interesante o no lo que uno está escribiendo.”
–¿Esta duda está relacionada con el formato de la novela como género?
–Sí. Yo he escrito sobre todo cuentos, un terreno en donde me siento más tranquila, más cómoda, lo disfruto más y le saco mucho el jugo. La novela es un género que me resulta mucho más difícil. Pero la experiencia de irme a una edad bastante avanzada, porque no me fui ni a los 20 ni a los 30 ni siquiera a los 40, fue muy fuerte y me produjo desconcierto. Cuando salís de tu medio natural, lo que te despierta ganas de escribir se te modifica radicalmente. Aunque estamos hablando de un mismo idioma, cambian también los códigos de la lengua.
–¿Vivió esa experiencia como un exilio?
–Me queda grande hablar de exilio. Un amigo español me decía: “Vosotros sois exiliados tres estrellas”. Nosotros fuimos en España exiliados de clase media, con ciertas facilidades, con la posibilidad de volver; por supuesto que no estábamos quemando las naves. Cuando sos testigo de la llegada de los magrebíes que vienen del norte del Africa y están desesperados por entrar, y es como si les pisaran los deditos para que se ahoguen en las costas de España, realmente sentís la diferencia. De todas maneras, como clase media fuimos muy golpeados por la catástrofe económica del 2001. En ese momento no se veía la salida, el país parecía que se iba al diablo. Nosotros nos fuimos después de los 50 años y pensábamos que era loquísimo que a esa edad en que teóricamente estás por jubilarte, tuviéramos que pensar cómo resolver nuestras vidas. Prefiero hablar de desarraigo, siempre puesto dentro de este marco de clase media, aunque tenga su parte dolorosa y problemática. Pero soy consciente de que hay distintas categorías de exilios.
–¿Cómo afectó su escritura el contacto con el modo de hablar de los españoles?
–Lo que te produce el cambio de lugar, el irte del espacio vital donde está tu historia, tus amigos, tus afectos, tu lengua, es un efecto de disolución, de desconocimiento, de pérdida de identidad. Pero también supongo que eso depende de las personas; algunos son más fuertes internamente y llevan la fortaleza de su identidad adonde sea. Los ingleses, por ejemplo, están en medio del desierto y se llevan su canasto, ponen Mozart y toman el té. Y vos los ves y pensás: “Estos tipos son de amianto” (risas). Ese efecto de disolución afecta el lenguaje. Allá estaban todo el tiempo retándome y me corregían constantemente. Intenté hacer algunas notas para el diario local, pero yo era un incordio porque si escribía una nota después tenía que corregirla un español. O sea que es el mismo idioma y al mismo tiempo no. Entonces empezás como a pisar en una realidad medio confusa y que te confunde. Y creo que parte de esa confusión está expresada en la novela, desde el entorno hasta el lenguaje como parte de una misma trama.
–¿Qué significó para usted escribir en España?
–La escritura era un lugar de encuentro, de continuidad. La literatura se construye, en general, con las experiencias duras. Cuando la estás pasando bien no escribís, te dedicás a pasarla bien. Los materiales de conflicto son los que te estimulan a escribir. Esta novela es triste y medio melancólica, pero también tiene humor, y para mí el humor es un componente muy importante. Siento que la literatura que no tiene humor se está perdiendo algo vital. El humor está relacionado con la inteligencia y la comprensión de la realidad; no hablo de un humor que sea simplemente pasatista y frívolo. El humor es una herramienta poderosa que te permite tomar distancia de los problemas.

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