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Lunes, 21 de septiembre de 2009
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Entrevista al poeta cubano José Kozer

“Yo robo de Babel, que es la mayor nación del lenguaje”

Fue una de las figuras destacadas del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Kozer, radicado en los Estados Unidos desde 1960, habla de su modo de trabajar el lenguaje. “El poeta está expuesto a la pluralidad del mundo”, sostiene.

Por Silvina Friera
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“Yo hablo un inglés neoyorquino de los beatniks de los años ’60. Mis hijas se ríen de mí.”

Desde Rosario

Apenas canta el gallo en su puntual reloj biológico, el poeta cubano José Kozer se despierta, desayuna frugalmente en la confitería del Hotel República, donde convive la mayoría de los invitados a la XVII edición del Festival Internacional de Poesía, regresa a su habitación, hace sus abluciones y “segrega” un poema. En apenas una semana, ha sumado siete nuevos poemas, uno por cada día de los que anduvo por Rosario, leyendo con esa voz mestiza que fagocita, combina y mezcla cubanismos, mexicanismos, expresiones rioplatenses y otras que se nutren de un español castizo. Es difícil seguirle el trote a este poeta tan prolífico, alto, delgado y ágil como una gacela. Hasta el 10 de septiembre llevaba escritos 7756 poemas. Ahora, mientras hilvana recuerdos al compás del vaivén de sus manos y achinando los ojos como el miope al que le cuesta enfocar a la distancia, se sabe que esa cifra es un fragmento varado en el pasado. “Yo no segrego poemas, ellos se segregan a sí mismos”, dice Kozer en la entrevista con Página/12. “Para mí escribir poemas es lo natural, aunque no siempre fue así.”

Lejos de sembrar la intriga, el poeta compone a la perfección un personaje cuyo destino manifiesto es la escritura; un proceso que suele empezar temprano en la mañana y que termina en una o dos sentadas: la primera de unos quince a veinte minutos, y la segunda, de no haberse completado el poema, en unos cinco minutos más. “Entre una y otra etapa, he hecho mis abluciones, desayunado y nadado durante una hora acompañado de Guadalupe (su mujer); durante esa hora olvido por completo el poema que escribo, y luego de ducharme y vestirme, voy a mi cuaderno de trabajo, coloco la yema del índice derecho en donde quedó el poema, leo lo que ahí dice, y sin que me lo pueda explicar, ni necesite explicármelo, completo el poema en unos minutos. Lo suelto y olvido. Al día siguiente, en mi cuarto de trabajo, lo pulo y corrijo, lo desembarazo de lo que considero su hojarasca, lo paso en limpio y encarpeto en la computadora. Y hasta mañana, si hay mañana”, explica el autor de Anima, No buscan reflejarse, Carece de causa y La garza sin sombras, publicado en la Argentina por el sello Bajo la luna. Dicho de otro modo, entre las diversas funciones fisiológicas, el cuerpo de Kozer tiene la función fisiológica, tal vez neurológica, de segregar poemas. “¿Seré yo reencarnación de una babosa? ¿Su nuevo rastro, y rostro?”, se pregunta el poeta.

“Puedo decir que no necesito hacer poemas, pero a la vez que tampoco necesito dejar de hacerlos. Si se hacen, se hacen; y si dejaran de hacerse, estoy casi seguro de que no perdería el sueño. Aunque debo confesar que de unos años a acá, soy de mal dormir. Cosas de la edad más que de la poesía”, bromea Kozer. “Yo quería escribir desde joven, lo cual siempre para mí ha implicado escribir poesía. No podía concebirme sin escribir poemas, no hacerlos era, en su sentido más literal, haberme muerto –admite el poeta–. Se creó una situación emocional, si se quiere neurótica, en la que escribir era la única constante, mi único asidero era la escritura, el quehacer poético, el trabajo con el lenguaje.” Sin embargo, un buen día a Kozer le ocurrió el fenómeno de escribir ya sin proponérselo. “Créame cuando le digo que al escribir los poemas más desgarrados que pueda concebir, no los sufro ni padezco, no me afligen. Los escribo en punto muerto, neutro, sintiendo, claro está, consciente e inconscientemente, infinitud de cosas, y desde un oficio y un amor y un respeto profundo a lo que hago y que signa desde que tengo uso de razón mi vida, pero sin, repito, padecerlo: más bien lo que experimento es quietud, y para mí quietud equivale a regocijo”, aclara.

–¿Qué es lo que ha sido tan tentador para usted de la escritura poética?

–No se trata de una tentación, se trata de una actividad, una práctica en el sentido zen, un ejercicio espiritual en sentido religioso. Eso es todo, y así de sencillo. Comprendo que juego con ventaja, ya que la escritura se me da y se me da, y entonces, es fácil decir, bueno, si se va la escritura no pasa nada, agarro una caña de pescar y me voy al río a agarrar mojarras y truchas. Claro, lo digo con tal desparpajo porque sigo escribiendo y escribiendo, un poco encogido de hombros, un poco harto de mí mismo, y no. Una escritura que me permite ser el peregrino de las Soledades de Góngora, el henro o peregrino japonés, que va de templo en templo realizando sus devociones, o ser el recluso chino que hace poemas, al estilo de Kanzán o de su amigo el monje cocinero Jittoku. Porque yo soy más alfarero y cocinero que poeta.

–Uno de sus versos fetiche es “todos los poetas son judíos”, de Marina Tsvietáieva. Si se puede hablar de un “estado de mestizaje”, ¿en qué estado se encuentra su poesía después de casi cincuenta años de “éxodo”?

–A mí me toca por banda doble lo diaspórico, como judío y como cubano. Soy, curiosamente, primera y última generación de cubanos, ya que mis padres no eran cubanos, aunque se sintieran muy cubanos, de maneras muy distintas, y mis hijas no tienen nada que ver con Cuba ni tienen mucha idea de lo que es tener un padre cubano. Al menos en mi caso, y dado que el lenguaje, más el lenguaje que el habla, aunque ésta también, es esencial a mi existencia, noto desde que salí de Cuba, con 20 años de edad, que mi vocabulario, tono, dicción y modo de escritura están signados por un nuevo tipo de mestizaje en que el lenguaje, tal y como han hecho los judíos sefarditas a través de los tiempos, incorpora sin el menor empacho registros, acepciones, módulos ajenos al propio lenguaje, creando así una especie de arroz con mango que a mí me parece delicioso, y que naturaliza, con relativa facilidad, expresiones, sentimientos, formas sintácticas y lingüísticas de todo tipo, “robadas” de la mayor nación del lenguaje, que se llama Babel. Así en la diáspora, he ido incorporando a mi escritura mexicanismos, argentinismos, puertorriqueñismos, recuperando al mismo tiempo cubanismos olvidados o aparentemente perdidos en mis propias vísceras, y añadiendo registros de habla foránea, ajena, registros que contienen muchos andalucismos. El poeta oye todo el tiempo, ruidos armónicos y átonos, y oye desde la diversidad del oído que se readapta constantemente a cuanto sucede a su alrededor. El poeta está expuesto a la pluralidad del mundo.

Kozer recuerda que al principio trabajó con una poesía muy lineal, que fue creciendo y tomando otros caminos, “se iba por recodos, ampliando, y mis historias, porque soy un novelista frustrado, se fueron complicando, se volvieron más barrocas”. En La garza sin sombras Kozer comenzó a descubrir el mundo oriental. “Quizá como judío era el contrapunto que necesitaba porque el judaísmo es una religión muy fuerte, muy dura. El Dios de Israel es incluso vengativo; en cambio el budismo es muy suave, no es imperialista, no es avasallador, te da una enorme libertad interior. Combinar estos dos mundos resultó un equilibrio ideal, dada mi manera de ser, mis inclinaciones y mi temperamento”, subraya.

–¿Por qué dice que es un novelista frustrado?

–De niño empecé a escribir una novela, cuyo manuscrito conservo, que se llama Historia de la prehistoria. Con 14 años de edad, había escrito treinta y cinco o cuarenta páginas a mano, pero en ese momento cayó en mis manos La isla de los pingüinos, de Anatole France, y cuando me puse a leerla descubrí que era la novela que estaba escribiendo. Empecé a probar con la poesía y vi que era rápida, y como soy un ser muy impaciente y esa rapidez iba perfectamente con mi temperamento, ocurría y desaparecía, creí que era para mí. Toda mi poesía narra algo, está siempre contando un rollo, una historia. No hay poema en el cual no sucedan cosas. Me he lanzado a escribir una novela porque tengo una biografía muy compleja, el exilio no ha sido suave. He escrito en un mes cien páginas, se las he mostrado a mi mujer, que es la jueza de todo lo que escribo, y me ha dicho: “Sigue escribiendo poesía” (risas).

–¿De qué modo ingresa lo autobiográfico, por ejemplo, la infancia en su poesía?

–De mi infancia puedo decir que fue la de un niño muy solitario, y en el fondo muy dolorosa porque intuí de pequeño que mis padres no se llevaban. No sé si se querían, se toleraban; no sé si entre ellos había amor, no estoy seguro. Me volví un niño muy solitario que tenía que huir de la figura del padre y que no podía acogerse a las faldas de la madre tampoco. Creo que empecé a escribir poesía muy temprano porque era mi modo de tratar de resolver y escapar de esta dificultad. Aunque ha muerto hace veinte años, aún le tengo miedo a mi padre, y de algún modo extraño, amando mucho a mi madre, sintiendo por ella una enorme ternura, siempre abusé de ella. Sentía que era una mujer frágil, que se plegaba a todo, que siempre quería la armonía a expensas de sí misma, y yo sabía cómo manipularla. El miedo extremo hacia el padre y la manipulación con la madre son dos formas de culpa. Y esa culpa la fui lavando, la fui entendiendo, a través de la escritura poética. Por eso también soy un poeta muy prolífico, porque es una culpa muy fuerte que nunca se resuelve. Y como no se resuelve, hay que seguir escribiendo.

“El divorcio que existe entre el poeta y el público tiene que ver con el poeta endiosado que le da la espalda al público y se niega a explicar. Y el público nos manda a la mierda, con razón. Por respeto al propio trabajo, si tengo un poema y alguien me pregunta de qué trata, me siento a trabajar con esa persona el tiempo que quiera. El poeta tiene que hacer esa tarea pedagógica porque la poesía es sumamente compleja.

–¿Por qué cree que a los poetas no les gusta explicar sus poemas?

–Quizá no han roto con el mito romántico y siguen bajo la égida de ese romanticismo. Ha habido un cambio muy profundo en este momento histórico del punto de vista de la poesía: la cosa impactante, de crear tu propia leyenda, eso ya no sirve, no se lo cree nadie. Ya no existe un Rimbaud, un Lautréamont, el poeta sagrado. Los poetas son gente de cuello y corbata, a veces de jeans o camisetas, que están construyendo como ciudadanos. Yo me siento así todos los días: soy esposo, padre de familia, ganapán, he sido profesor durante treinta dos años, soy un viejito jubilado, tengo un eros, una carne moribunda, le tengo miedo a la muerte, pero de repente surge un espacio, que en mi caso parece ser cotidiano, en el que se me da la escritura. Yo soy un tipo saludable, casi vegetariano, me cuido como una niña de 17 años porque no tengo ganas de morirme a deshoras; como con cuidado, bebo lo necesario, hago ejercicios, me levanto y me acuesto temprano, no tomo pastillas. El poeta tiene que estar sano para generar una obra. La enfermedad no construye, destruye. Ya no necesitamos emborracharnos ni suicidarnos para ser poetas.

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