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Lunes, 28 de diciembre de 2009
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Entrevista a la escritora Alejandra Laurencich

“Me gusta ver qué hay detrás de la mirada de la gente”

La autora propone un retrato de época, la década del ’90, a través de la figura de Luis, el personaje de su novela Vete de mí. Una “oveja descarriada” o, si se quiere, el “niño rico con tristeza” que asomó durante el menemismo.

Por Silvina Friera
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Laurencich integra el plantel docente de Casa de Letras y coordina talleres de narrativa.

El niño rico con tristeza, Luis Stapleton, es una serpiente que espera el momento exacto para envenenar a sus víctimas. Aunque este punk de apellido inglés tiene el empalagoso colchón de bie-nestar que garantiza el dinero –con el plus de mujeres y hombres rendidos a sus pies–, su desamparo es tan desgarrador y feroz, tan extremo, que consume cada segundo de su vida como si fuera el último. Vive, literalmente, al palo, como si la muerte le estuviera pisando los talones; estar cerca de él es como arrimarse a un tornado. Su trágica historia familiar echa más leña al fuego. Camina con dolor, como un perro lastimado, como quien ha abandonado el orgullo para siempre. El efecto de las drogas, “qué se puede esperar de chicos que se inyectan heroína como desayuno”, dice Emilita Breard, lo hace avanzar como un animal apaleado. La oveja descarriada de la alta burguesía tiene 27 años y se hunde en el abismo de un dolor insoportable cada vez que respira o que vomita su pena. Ha sido abandonado por su novia Mariana y se escapa de la clínica en donde se recuperaba de un intento de suicidio. Lo encuentra un amigo de sus padres del Jockey Club, el siniestro Ray Copeland, que se hace cargo de ese joven en estado calamitoso, con quien tendrá una historia amorosa. Todos los personajes de Vete de mí (Norma) de Alejandra Laurencich, sucumben inexorablemente a la mirada oscura, intensamente triste, de Luis. Black, Pachu y su ex novia no pueden exorcizar la pasión que despierta este muchacho de clase alta torturado.

La primera novela de Laurencich, narradora y guionista que ha publicado los libros de relatos Coronadas de Gloria e Historias de mujeres oscuras, tiene como brújula un epígrafe de Carmina Burana: “Donde está el amor está la pena”. La escritora explora, con una precisión obsesiva, los agujeros negros del amor, esa zona ominosa y un tanto inaccesible. Esta exploración además es generacional; hurga en la “cirugía sin anestesia” del menemismo –aunque elude nombrarlo–, escarba en el escepticismo político que minaba lo íntimo y oxidaba las certezas depositadas en la naturaleza del amor. Para muchos lectores, el título de la novela evoca el drama de un famosísimo bolero; sólo un puñado de rockeros podrán encontrar la medida exacta de un verso de Luis Alberto Spinetta: “Vete de mí, cuervo negro”.

Abre sus ojos y parece que estuviera viendo al mismísimo Luis –o su fantasma– esquivando las mesas de un bar de Palermo. Sus faroles encendidos por la sorpresa iluminan una cara que preserva, con sutileza, a la adolescente que fue. Nadie se atrevería a decir, al verla a Laurencich, que es tenebrosa, fronteriza, autodestructiva o una dark que recién ha pasado la barrera de los 40, pero persiste en tropezarse con la misma piedra de la oscuridad. Algo en sus modos, en el tono de su voz, irradia una serenidad que se asemeja a un sentimiento de alegría jalonado por la prudencia (o desconfianza) que genera el instante. Vete de mí fue su debut en la narrativa, aunque lo primero que escribió haya tenido que esperar unos cuantos años para ver la luz editorial. La empezó a garabatear hace 18 años, en 1991, sin idea del oficio, sólo con el desafío de desplegar parte de las historias que se contaba con su hermana por las noches. Luis Stapleton apareció por culpa de los hermanos mayores que escuchaban los discos de Spinetta. “Cuando terminé el bodoque, me pregunté qué hago con esto –recuerda la escritora en la entrevista con Página/12–. Una amiga que conocía a Ana María Shua me propuso llevarle la novela y hablar con ella. Me acuerdo que me llamó a los dos o tres días y me dijo: ‘Esto es muy bueno, tiene una cantidad de errores básicos, pero es muy bueno, estoy sorprendida’. Ese comentario de Ana María fue un espaldarazo. Comencé con el taller de Liliana Heker, que me preguntó si quería corregir la novela o empezar algo de cero. Decidí empezar de cero esta novela, que tuvo muchos cambios a lo largo de los años”. Como si lo conociera de toda la vida, cuando Laurencich habla de Luis, se acurruca en la silla y cierra los ojos. Necesita despejar las interferencias visuales, los árboles que abrazan al bar de Paraguay y Ravignani, que le impiden focalizar al joven rebelde protagonista de su primera novela.

–Más allá de la historia de amor tan pasional, ¿tuvo la intención de retratar la generación de principios de los noventa, marcada por un fuerte escepticismo?

–Tal vez era lo que me ocurría a mí en esa época. Mi visión sobre el amor era un desastre, no en mi vida porque me consideraba la excepción a la regla. A mi marido lo conocí a los 9 años, pero recién a los 18 empecé a salir con él; fue una relación clandestina, al principio, pero desde entonces estamos juntos. Me sentía afortunada, como fuera de lo que observaba en mis amigos y en toda la gente que me rodeaba. Creía que estábamos viviendo el fin de milenio, veía que el amor era destructivo. El escepticismo estaba en todos. En la década del ’90 veía a mucha gente que se entregaba a relaciones apasionadas, con los extremos de todo tipo, que se estaban destruyendo. Me interesaba explorar ese lado menos luminoso, más oscuro del amor. Hay fascinación en el hecho de probar hasta dónde podés llegar, hasta dónde entregar. Ahora puedo pensar el tema con una mirada más madura. Si veo alrededor gente así, me corro. No podés vivir siempre de esa manera; en algún momento tenés que madurar y darte cuenta de lo que te está destruyendo.

–¿Cómo explica la fascinación que genera Luis, un ser tan autodestructivo?

–Siempre fascina ese tipo de gente. El Tánatos está ahí; lo extremo fascina, sacude. Quizás en una vida ordinaria, el encuentro con este tipo de personas parece iluminar todo, aunque no ilumina un carajo. De pronto se puede sentir que “esto es la verdad”; lo que vio antes no era nada. Es lo que pasa con esa gente que repentinamente entra en tu vida y pone todo patas para arriba. En esa época estaba rodeada por gente muy al límite, muy loca, muy al palo. A veces me dicen, después de leer la novela, ¡qué intensa que es! Bueno, creo que hubo años en Buenos Aires en que un grupo de gente vivió de manera muy intensa. Me llama la atención cuando se refieren a la novela utilizando la palabra exageración. Puede ser que haya exageración, pero tengo un grupo de amigos que tiene unas historias que si las hubiera contado en la novela, no las creería nadie (risas).

–Lo que conmueve de Luis es su relación, por ejemplo, con el hámster; por momentos parece que con el único que puede tener una relación “normal” es con el hámster.

–Sí, es cierto; fue deliberado, porque de alguna manera necesitaba demostrar que era una persona sensible, que no era un tarado. Esa relación con los animales también podría haber sido con los chicos. Está muy bien observado este detalle; me gusta eso que decís de tener una relación “normal”.

–Llevado al extremo, en todo misántropo en potencia hay un gran amor por los animales. Si no hay un contrapeso, un pequeño sostén, no hay nada, ¿no?

–Sí, está el vacío. Eric Fromm se refería a los niños que fueron criados con leche y a los que fueron criados con leche y miel. Luis es un típico ejemplo de alguien que fue criado con leche; lo que él percibió desde chico no está bueno. Tuvo todo lo que necesitó para crecer, pero afectivamente está a la intemperie. Es un personaje desgraciado que busca permanentemente el sentido de la vida, el reconocimiento en el otro, porque si el otro le demuestra que vale la pena, está bien que siga adelante. Es horrible, pero conozco gente así; gente que todo el tiempo necesita que le digan que es hermosa. Cuando ves el extremo de algo, aparece tu sombra. Quizá detrás de todo el rechazo que genera Luis hay una especie de reflejo en el que el lector se puede ver.

–¿Por qué al principio de la novela algunos lectores pueden sentir que Luis es una especie de Luca Prodan?

–Y sí, es un poco Luca Prodan. Luisito para mí es un arquetipo; a veces voy por la calle, veo a alguien y digo: “Este es un Luisito” por cómo se mueve, por las cosas que dice. Lo que no entiendo es por qué todavía nadie habló de este tipo de personalidad, por qué nadie la puso en el tapete. Pero existen, están entre nosotros todo el tiempo. Hay mucha gente que vive de esa manera. En Henry & June, el personaje que interpreta Uma Thurman me hacía repetir: “Esta tipa es Luis”.

–¿Cómo funcionan las citas de Carmina Burana, el Popol Vuh y Gilgamesh en la estructura de la novela? ¿Anticipan lo que pasará?

–En la época en que empecé a escribir la novela, estaba leyendo mucho el Popol Vuh y el Gilgamesh y a medida que avanzaba me daba cuenta de que era parte de mi novela. Todo lo relacionaba, incluso ahora. Tengo esa manía de meter a Luis dentro de cualquier cosa y ver cómo reaccionaría él. Cuando ya tenía armada la novela, me dediqué a buscar las citas que anticiparan o que le dieran un título al capítulo, que expresaran lo que se trataba. Lo de Carmina Burana lo incorporé este año. Tenía un casete viejísimo de las canciones originales en latín. Aunque no sé latín, Dulce solum me conmovía, me volvía loca. Ese casete lo perdí, pero este año busqué el tema en Internet para ver si lo podía bajar. Lo escuché y otra vez me rompió la cabeza. Cuando vi la letra, no lo podía creer: un tipo que se entrega al amor, abandona todo y se despide, “adiós compañeros de terruño”; que conoce las delicias del amor, pero sabe que se entrega al infortunio.

Como si hubiera estado a punto de cometer un pecado leve, Laurencich confiesa que varias veces se tentó con la posibilidad de trasladar Vete de mí de los noventa al presente. “Pero descubrí que se me escapaba la historia porque la incomunicación que había en esa época era también un ingrediente de la trama. Había que hablar por teléfonos públicos y conseguir las fichas, ¡cómo cambiaron las cosas, es otro mundo! Antes había más tiempo para el lirismo”, bromea la escritora, que justo recibe de alguna parte de este nuevo mundo un llamado en su teléfono celular.

–¿Por qué la sexualidad de Luis es cuestionada en un momento de la novela? ¿Eso también es una marca de época?

–Eso lo trabajé mucho, seguramente esa libertad sexual sin límites era más despreciada por la mayoría de la gente. No quiere decir que ahora se la acepte abiertamente, pero no pasa nada con eso. Yo no quería mostrar un “puto”, me daba cuenta de que había cosas que escribía y que algunos hombres que las leían me decían: “Ah, entonces es un puto”. A medida que fui aprendiendo a escribir, me di cuenta de que no necesitaba mostrar todo para que se vea lo que pasa. Basta con poner la semillita para que el otro perciba la planta que puede crecer. No quería que su sexualidad interfiriera en la comprensión del personaje. Aunque esté moderada, la sexualidad de Luis es revulsiva para algunos por ese machismo mal entendido. Ninguna mujer se siente afectada por eso; en general, son los hombres los que reaccionan. El tema de la sexualidad, entre las clases altas, se maneja de una manera muy diferente de cómo se maneja en la clase media de barrio. Hay cosas que en determinados ámbitos pasan, mientras no rompan con los protocolos y trasciendan otras esferas.

–¿A pesar de que los sectores más aristocráticos cuiden mucho más el tema de la apariencia?

–Sí... pero a puertas cerradas, ¿cuál es el problema? Se tolera, el tema moral deja de ser tan importante. En cambio, en la clase media, más allá de que se muestre o no se muestre, genera un conflicto: ¿qué voy a hacer con esto?

Laurencich repite esa pregunta con los ojos hasta que su voz regresa para comentar que hasta el año pasado esta novela, que después de 18 años de trabajo de hormiga ha alcanzado la mayoría de edad, se llamaba Si te cuenta que me vieron. “Pero la frase ‘vete de mí’ me venía tan bien; tenía ganas de decirles a tantas cosas que se fueran de mí –subraya la narradora–. Mi analista dice que el título también es una forma de sacarme la novela de encima. Aunque se podría decir que se cerró un capítulo, sigo pensando en Luis”. La narradora se calla para escuchar el zumbido de los recuerdos y el murmullo de los árboles. La tarde se fuga en cámara lenta.

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