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Sábado, 2 de enero de 2010
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Javier Argüello y su novela El mar de todos los muertos

“La ficción es lo más real que existe”

Radicado en Barcelona hace casi una década, el escritor argentino cuenta una historia que difumina el límite entre la realidad y lo ficcional: un escritor que, trabajando en una casa junto al mar, entra en cordial intercambio con personajes muertos.

Por Silvina Friera
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“La escritura es un trabajo, pero es menos manejable que otros. Si no hay ideas, no hay ideas; soy lento para escribir.”

Javier Argüello decidió correr con Buenos Aires a sus espaldas. Cuando por fin se detuvo, tenía el Mediterráneo enfrente. Hace nueve años eligió provisoriamente Barcelona, sólo con la intención de terminar su primer libro de relatos. Quince días antes de regresar a la Argentina, dejó el original en una editorial; tres días antes de partir, un llamado modificó su destino: querían publicarlo. Volvió, levantó su casa porteña y se fue otra vez a Barcelona, por un año, a tantear el terreno y ver qué pasaba. “Siempre estuve convencido de su gran talento de escritor, que ya era muy visible en sus primeros cuentos”, subraya Enrique Vila-Matas. “La cuestión estaba en si querría seguir escribiendo. Si lo hacía, no tardaría en confirmar su genio, era sólo cuestión de tiempo. Simuló durante tres años que no escribía y de pronto apareció con esta novela, El mar de todos los muertos, que me parece extraordinaria.” Publicada por Lumen, la novela comienza cuando un escritor llamado Joaquín llega a Mallorca con el firme propósito de dejar de escribir. Su editor le presta un solitario caserón frente al mar con un perro, Argos, que al principio se dedica a mostrarle los dientes. La parálisis del escritor es cuestión de tiempo. Necesita encontrarse o perderse.

Mientras trata de avanzar en una novela sobre muertos que no saben que están muertos, Joaquín vive con una naturalidad asombrosa una seguidilla de apariciones de personas del pasado de la casa, de personas de su propio pasado, como su difunta tía Blanca –viuda del Premio Nobel de Literatura Miguel Angel Asturias, a la que encuentra “viva”, tras asistir a una misa en su memoria, habitando junto a su amante un complejo de galerías subterráneas que descubre bajo la casa de su editor–, y de personajes de ficción, de los que había renunciado a escribir y que “resucitan”. Estas apariciones se mezclan y (con) funden con la realidad. Argüello convence al lector más parco de que la ficción es lo más real que existe. No se sabe muy bien si lo que se cuenta es real, si integra esa lábil materia que conforman los sueños o si es una aventura entre dos mundos más allá del tiempo y del espacio. “La idea del frágil límite entre la realidad y la ficción está presente en toda la novela”, dice el escritor en la entrevista con Página/12. “Tuve una tía abuela en Mallorca, Blanca, a quien vi pocas veces en mi vida. Como sucede en la novela, asistí a una misa en su memoria. También mi editor me dejó su casa en Mallorca para que intentara escribir durante una crisis y estuve un mes con su perro Argos; no es un nombre que inventé, se llama así. Como dice Piglia, uno siempre está escribiendo dos historias: la que está escribiendo en ese momento y la que escribe siempre. La historia que escribo siempre tiene que ver con el límite entre la realidad y la ficción.”

–¿Cómo explica esa crisis que tuvo? ¿Por qué el escritor deja de escribir, si es su trabajo?

–No vivo de la escritura y me parece saludable, aunque pueda, porque te permite seguir tu ritmo interno. La escritura es un trabajo, pero es menos manejable que otros. Si no hay ideas, no hay ideas; soy lento para escribir y me parece importante que la historia vaya al ritmo que necesita. Imagínese si cada vez que no tiene ganas de ir a trabajar puede no ir. No iría, supongo yo... (risas). Lo duro en la escritura literaria es que estás tres años en un proyecto sin que nadie te diga “qué bien”, sin la seguridad de que es bueno lo que estás haciendo.

–En la novela se interpela a una mujer ausente. ¿En qué momento se dio cuenta de que todo lo que hace el protagonista está en función de esa ausencia?

–Fue algo que no estaba planeado; tal vez por la mitad de la novela surgió ese recurso de interpelar a alguien para contarle lo que el narrador estaba haciendo en Mallorca. En el camino de la novela a veces aparecen algunas cuestiones que las tenés que incorporar como si hubieran estado desde el principio. Me pareció muy lindo ir descubriendo de a poco que en realidad es un relato que un personaje le está contando a alguien. La segunda persona pone al lector en el lugar del espía y le da un grado de intimidad que ayuda al clima general de la novela.

–¿Hasta qué punto tuvo presente la película Los otros, de Alejandro Amenábar?

–Esa película me gustó, pero me sorprendió que en los créditos no aparezca la referencia a Otra vuelta de tuerca, de Henry James, porque me parece que es una adaptación de esa historia. No sé si tuve tan presente la película, pero ese libro de James me marcó mucho. Intenté que esta novela no fuera de terror, que no produjera miedo. Quería que la relación con los muertos fuera natural. La novela gira en torno de cómo construimos la realidad. Siempre me llama la atención que nos movemos en la realidad como si fuera algo dado. Es curioso que todos más o menos entendemos lo mismo con la palabra realidad. No me gusta nada volar en avión. Cuando estaba viniendo para acá, escuchaba que nos informaban que estábamos a 10 mil metros del suelo y la gente leía el diario. ¿Están oyendo lo que dice este hombre? (Risas.) Se acepta que las cosas son como son. A mí me cuesta mucho, soy bastante neurótico. Me sorprende que no nos preguntemos cómo llegó a ser así la realidad.

–Blanca se niega a escribir frente a Joaquín, que no puede dejar de vivir en un mundo muy literario. ¿Cómo se mueve usted en este péndulo?

–Blanca tiene contradicciones, como cuando le dice a Joaquín que escribir no tiene sentido, pero después plantea que escribir es lo único que importa en el mundo. Hay un diálogo interno entre estos polos. Más de una vez me pregunto si dejaría mi vida por escribir, si no me importa que mi mujer se vuelva loca porque voy a terminar la novela a como dé lugar. Después me digo qué sentido tiene todo esto. Vivo saltando de un extremo al otro...

“Al haber nacido en la Argentina tenemos el virus del inmigrante en los genes”, sugiere Argüello, autor del celebrado Siete cuentos imposibles (Lumen, 2002), colaborador habitual de El País (España) y profesor de escritura creativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés. “Tengo una abuela catalana que nació a cinco cuadras de donde vivo ahora. Siempre hago el mismo chiste cuando me preguntan de dónde soy. Digo que ‘soy de acá, pero hace dos generaciones que no venía’. En determinado momento nuestros abuelos decidieron venir a la Argentina y me parece que a nosotros nos cuesta menos irnos a otro lado cuando el viento sopla.”

–¿Qué pasó con su lengua en estos años? ¿Sigue siendo rioplatense?

–A esta altura ya no demasiado. Se me escapa un “vale” y creen que soy español. Para esta novela en particular renuncié a llevar el control y que salga lo que salga. Ahora mi lengua es una mezcla rara. Lo lindo que tiene la raíz argentina es que hay que ser de ninguna parte para ser de acá.

–¿Logra capitalizar en la escritura ese “ser de ninguna parte”?

–No sólo no lo puedo capitalizar sino que es una contra bastante importante. Mi libro no es argentino. Si no es de desaparecidos o de tango, no es argentino. En los mercados extranjeros quieren el prototipo, con lo cual la mezcla no es bien vista y te dejan afuera de la fiesta argentina en Frankfurt. A mí me gusta la condición humana en cualquier lugar, no me importa situarla. No me interesa la denuncia de la realidad; lo único que me importa denunciar es que no hay realidad.

–¿O será que la realidad existe en tanto construcción, artificio?

–Sí, claro, la idea de la novela es que todo lo que le pasa al personaje es real. Tal vez se lo imaginó, pero pasó, con lo cual es real. Imagínese en un delirio por fiebre o por drogas, o por lo que sea. Viene un dinosaurio verde, se le tira encima y le deja un trauma. Yo no sé si existía o no el dinosaurio, pero dejó el trauma (risas). La ficción es lo más real que existe.

–En las primeras páginas de la novela se percibe un gran escepticismo frente al ámbito editorial. Alguien podría decir que está escupiendo en contra de sus propios intereses.

–Sí, es cierto, a mí me sorprende un poco. El personaje está más indignado que yo con el ámbito editorial. A mí no me indigna, me desinfla. No sólo el mundo editorial, también el mundo académico y el mundo de la cultura en general, en los que hay más cócteles frívolos que charlas acerca de la cultura. En ese sentido es agotador. Vengo con muchas ansias de conocer escritores para hablar de los problemas de nuestro trabajo, pero nunca se habla de eso. Terminás hablando de dónde publicó fulanito y eso te quita fuerzas.

–¿En ese sentido Enrique Vila-Matas fue un interlocutor con quien intercambia barajas sobre el trabajo de la escritura?

–Fue genial, hablamos de trabajo y es un referente para mí. Tendría que ser básico, obligatorio, que alguien con más años en el oficio te eche un cable, te marque un par de cosas y te permita compartir. El oficio del escritor es muy solitario; si encima entre nosotros no hablamos del trabajo, nos perdemos una riqueza incalculable.

–¿Es por mezquindad que no se comparte la experiencia?

–No es para nada mezquindad. Es muy íntimo hablar del trabajo de la escritura y las relaciones no llegan a ser íntimas tan rápido, a veces no llegan a ser íntimas nunca. Con Enrique tenemos un grado de intimidad que nos permite hablar del trabajo. Pero no se da muy fácilmente. Quizá siempre fue igual, pero cuando era más joven y estaba en la universidad, tenía la sensación de que había tertulias superinteresantes que me estaba perdiendo. Tal vez no ocurrían en ninguna parte, pero uno aspiraba a ese ideal.

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