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Martes, 26 de enero de 2010
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Desencantos, la primera novela de Romina Doval

Románticas fugas de una antipática

“Me encanta molestar al lector”, afirma la joven narradora que confiesa a la vez su fascinación y rechazo por Europa. El personaje de su libro es Sara, una argentina de treinta y pico, radicada en España y pletórica de insatisfacción vital.

Por Silvina Friera
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Romina Doval ya había publicado el libro de cuentos Signos de los tiempos y prepara su segunda novela.

Sara, inquietante criatura argentina de treinta y pico, sólo piensa en irse de su casa en una pequeña ciudad española, donde vive desde hace siete años junto a su marido valenciano, a quien define, siempre bajo la arbitrariedad de su zigzagueante estado de ánimo, como “un animal familiar por naturaleza”. No puede controlar esta extraña patología que padece, la de la “fuga” sin propósito aparente; aunque la mayor parte del tiempo cumpla con la rutina de estar encerrada sin hacer casi nada, excepto tomar somníferos, fumar de vez en cuando los “cigarritos mágicos” y leer novelas del siglo XIX –por ejemplo, Los miserables, su evangelio decimonónico–, porque su naturaleza, como ella misma lo plantea, se resiste a lo ordinario y busca, atormentada, lo maravilloso. Tampoco puede domesticar esos pensamientos expeditivos, que a veces registra en su “cuaderno de observaciones” o despliega en las citas con su analista, Hoffmann, un escritor frustrado. El combustible de su insatisfacción vital se traduce en cientos de frases escupidas con rabiosa negatividad: “el amor es siempre irresoluble, imperfecto, fatal”, “cualquier persona medianamente inteligente llega a la conclusión de que el trabajo es humillante”, “las viejas feministas tenían razón: después de cierto tiempo una pareja ya no tiene nada que decirse”. Sara es de esas personas que viven en un agujero mientras los grandes acontecimientos pasan a su lado sin transformarla. Cada vez que intenta vivir una aventura –en un bar swinger, con un vendedor de libros, o en una de sus fugas en un pueblo perdido donde se encuentra con un viejito que anhela ser un “héroe” rojo de la Guerra Civil–, confirma, una vez más, que la realidad sólo le aporta mediocridad.

Desencanto (Mondadori), la primera novela de Romina Doval, una de las jóvenes narradoras más interesantes de la literatura argentina de los últimos años, genera una adicción sostenida: no se puede dejar de leer. Quizá por esa primera persona desaforada y misántropa –cuando tiene que elegir hacer “algo útil”, prefiere ayudar a los animales y pasear perros abandonados–, que no está vencida y aún sigue enganchada al furgón de la vida, manoteando, a su manera, el sentido. Docente de literatura francesa y traductora, autora del libro de cuentos Signos de los tiempos, Doval se aferra a las palabras precisas para dar cuenta del efecto que ha provocado la “antipática” protagonista de su novela. “Cuando empecé a escribir, no quería trabajar con una primera persona que fuera una suerte de alter ego del autor, en la que vuelca toda su sensibilidad. Quería explorar la riqueza de una primera persona que afirme algo y que el lector pueda ver que no es así. El tema es bastante complejo porque un narrador en tercera persona dice ‘esta puerta es roja’ y hay que creerle”, explica Doval a Página/12.

“Si Sara dice ‘la puerta es roja’, probablemente no lo sea. La lectura se vuelve más rica y uno debería desconfiar de ese narrador-personaje. Manuel no es tan desagradable como ella lo pinta. La verdad no está en ningún lado. Tenía miedo de que el lector pensara que lo que dice Sara es la verdad. La primera persona es muy riesgosa y también puede ser muy densa. Los lectores que me conocen y leyeron la novela me dicen: ‘¡Pero vos no sos así, sos más buena!’ Obvio: no soy Sara”, aclara la escritora. Mientras, deja asomar una moderada sonrisa, de ésas con las que los tímidos tantean el terreno y se van abriendo camino a situaciones de exposición o preguntas que preferirían evitar. La primera novela de Doval sorprende por muchas saludables razones, especialmente por la extrema sensibilidad de la voz narradora, que lejos de su lengua –aunque viva en la “madre patria” no cree que nada una a los dos países, ni siquiera el idioma–, no se cansa de revisar las palabras a dos puntas, como cigarrillo (pitillo) o platos (vajilla), hasta detenerse en frases brutales: “la mujer argentina de Manuel”. “Parecía que Manuel tenía una mujer argentina, una rusa, una egipcia, una tailandesa y así con cada rincón del mundo”, protesta Sara con toda la razón de su lado.

“Trabajé bastante el tema del español de la península y el castellano rioplatense. El hecho de haber estado viviendo en Francia cuando escribí la novela tal vez me permitió reparar más en estas cuestiones del idioma y las palabras. Pude ver, con la distancia, la idiosincrasia de los argentinos a través de la lengua; cómo hablamos, cómo somos”, subraya Doval, que se radicó en Francia entre 2000 y 2007, y ahora está terminando de escribir su segunda novela, que transcurre en Buenos Aires. En unos meses se publicará su traducción de El tutú (El Club Burton), cuya autoría se atribuye a León Génonceaux, el editor de Rimbaud y Lautréamont. Doval, formada en el taller de Liliana Heker, advierte que leer literatura decimonónica no es lo más conveniente para mejorar la fluidez en la escritura. “Para soltar la mano siempre me ayudó la literatura norteamericana de grandes narradores como Raymond Carver y Flannery O’ Connor. Hace muy poco descubrí a Bolaño y me generó una adicción”, recomienda la escritora.

–¿Por qué Sara prefiere leer novelas decimonónicas?

–Hay un costado fuertemente melancólico en la protagonista y cree, para decirlo con una frase hecha, que todo pasado fue mejor. Su patología de volverse loca con los libros es retomar un poco el tema quijotesco, pero también el bovarismo. Ella prefiere sobre todo las novelas del siglo XIX, especialmente novelas de aventura; de ahí el desencuentro entre la realidad y la aventura. En las novelas contemporáneas no habría tanta aventura o encanto; no sé si le gustarían.

–Más que desencantada, esta mujer es escéptica y hasta indiferente. ¿Cree que estas características responden también a una cuestión generacional, la de “los hijos de la dictadura”?

–Por un lado, sí, pero también tiene que ver con el hecho de que elegí hacer un personaje, como dijeron por ahí, bastante antipático (risas). Es cierto que hay en Sara una fuerte impronta generacional del no compromiso. El desencanto en nuestro país lo heredamos de cierto “fracaso” de la generación de nuestros padres; fracaso entre comillas porque es una generación mucho más admirable que la nuestra en muchos aspectos. Pero ya sabemos lo que pasó durante la dictadura, la mayoría estamos desencantados y pensamos que no hay salida, que no hay posibilidad de cambio, o que “el mundo cambia y es el mismo”.

–Cuando la protagonista se propone escribir una novela decimonónica, dice que detesta “el nuevo género delirio de la literatura de moda; los escritores que lo practican son falsos vanguardistas que tienen pocas ganas de pensar y trabajar a fondo una obra”. Aunque ya se sabe que usted no es Sara, ¿suscribe, en parte, a lo que ella plantea?

–Como en muchas partes de la novela, la hago pensar demasiado rápido y dice disparates. Este es un pensamiento apurado que no puede sostener, como muchos otros. Supongo que esos pensamientos rápidos dichos en voz alta molestan un poco al lector. Y confieso que me encanta molestar al lector (risas). Sara es melancólica y romántica; aunque diga barbaridades, en el fondo es romántica porque busca que la vida sea una aventura en el sentido más profundo. Pero genera antipatía por la forma descarnada que tiene para decir lo que piensa, sin pelos en la lengua.

–Una tensión que se percibe en la novela es la fascinación y el rechazo por Europa. ¿Comparte también esta tensión?

–Sí, siento fascinación por Europa, pero también un profundo rechazo, porque no es todo tan maravilloso como la gente cree. Europa está en crisis. Hay cierta mentalidad muy formal, que no es precisamente la manera de ser latinoamericana, y que me molestaba mucho mientras viví en París. Los franceses están muy orgullosos de una sociedad que tiene seguro de desempleo y protección; está bien que sea así, pero hay algo que les falta. Hay un exceso de conformismo que produce el bienestar económico; les encanta mirar documentales sobre cómo vive la gente en Africa. Pero esa falsa felicidad de lo económico no permite ver la cantidad de depresivos que tienen y esconde un trasfondo que no funciona.

–¿Cree que los libros siguen siendo peligrosos, como afirma uno de los personajes de la novela?

–No sé si es así... Pero me gustaría que los libros fueran peligrosos, que produjeran cambios radicales en los lectores.

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