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Viernes, 29 de enero de 2010
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J. D. SALINGER, FIGURA INEVITABLE DE LAS LETRAS

La vida de un escritor que prefirió volverse anónimo

Su muerte, en su bunker de New Hampshire, reactivó todas las preguntas que laten desde que se retiró de la vida pública. ¿Cómo explicar ese ostracismo? ¿Hay una obra oculta que ahora verá la luz? Mientras tanto, vale el repaso de un legado brillante.

Por Silvina Friera
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¿Qué habrá escrito el gran ermitaño de la literatura norteamericana en este medio siglo de reclusión? La pregunta surge inmediatamente después de que la noticia de su muerte comienza a rebotar por el mundo entero, casi sin necesidad de atribuirle un sujeto a tamaño interrogante. El escritor genial, misterioso y esquivo con los medios de comunicación –si alguien se atrevía a profanar su preciosa intimidad lo pagaba caro; pocos han demostrado tan férrea voluntad para mantenerse a salvo del fervor público– no necesitó del espaldarazo fúnebre y los ritos del adiós para convertirse en un mito o en una leyenda. Fue un mito en vida, a pesar de esa cara huidiza a las fotos, que se tornó amenazante y llena de aristas, cuando lo escracharon aquella vez, en plan de viejito de barrio que hace las compras, a la salida del supermercado, cerca de su inexpugnable bunker de New Hampshire, donde vivió atrincherado todos estos años hasta volverse casi invisible. No sería extraño leer próximamente en alguna pared “Salinger vive”, aunque haya muerto ayer, a los 91 años. No es sólo una declaración de deseo, monopolio exclusivo de la cultura del rock, pop o como se prefiera llamarla. Esta frase podrían escribirla hombres y mujeres de varias generaciones –desde los años 50 hasta la actualidad– que leyeron la novela El cazador oculto y aún siguen bajo los efectos de esa voz repentina, como un latigazo, la del joven protagonista Holden Caulfield. El escritor transmigró la fosilizada piedra del lenguaje por uno nuevo, radical, que taladró todas las referencias de “lo bueno” y “lo malo”. Y compuso, vaya proeza, la primera crónica de la adolescencia con dinero, consumidora de productos industriales y lenguajes que se venden como productos, pero que vive tambaleándose por el borde filoso de un precipicio, sin intuir que estaba articulando literariamente el primer antecedente en tierras americanas de la rebelión juvenil y universitaria de los años ‘60 y ‘70.

“Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso.” Así, con ese registro fluido y cotidiano, comienza El cazador oculto, publicada en 1951, traducida a 40 idiomas y celebrada nada menos que por William Faulkner como la mejor novela de su generación. Holden cuenta la historia de su última Navidad, cuando fue expulsado de la reputada escuela Pencey (“cuanto más caro es un colegio, más delincuentes tiene”, sugiere) con una intención deliberada: esta narración le demanda al lector ponerse en el lugar de un joven que se siente extranjero en su propia ciudad (Nueva York), por la que deambula durante tres días y tres noches; un joven que visita su casa a hurtadillas como si fuera un fantasma o el protagonista de una pesadilla. Holden, un adolescente de 16 años, excepcionalmente sensible, es víctima del desencanto de la época del complejo militar-industrial de Eisenhower y de la paranoia sistemática del macartismo. Cada tanto hay que mirar por dónde se pisa: esa sutil advertencia podría ser una minúscula nota al pie de su literatura. Salinger narró la tragedia y la comedia de la fulminante pérdida de la inocencia, la imposibilidad de crecer sin dolor, sin astillarse en mil pedazos ante la corrupción impávida de los adultos.

Lo compararon con Mark Twain y Nathaniel Hawthorne, con Herman Melville y Scott Fitzgerald. Como las familias literarias se arman a gusto del consumidor, la lista podría incrementarse. Pero J. D. Salinger era Salinger. Este enigma –que se preserva hasta en la sigla acotada de su nombre– nació como Jerome David Salinger el 1º de enero de 1919 en Nueva York. Hijo de un comerciante polaco de origen judío que vendía quesos kosher y de una escocesa-irlandesa católica, vivió en Park Avenue junto a su hermana Doris. Cuando se enteró de que su familia era sólo “medio judía”, el joven Salinger padeció una terrible crisis religiosa: primero pasó del judaísmo al cristianismo, de ahí a las enseñanzas de Yogananda, a la dianética e incluso a la cienciología, sin descartar apenas ninguna fe de orientación. Jerome David fue apodado Sonny por su padre. Igual que Lionel, el protagonista del cuento “En el bote” (hijo de Boo Boo Glass), de muy niño Salinger siempre se estaba escapando de casa. El padre solía jugar con sus dos niños en la playa, los tomaba por la cintura para salvarlos de las olas y les decía: “Estad atentos, a ver si veis un pez plátano”, exactamente igual que Seymour Glass. Tras recibir formación militar en una academia de Pennsylvania y sin sobresalir en los estudios, completó su formación en Viena, París, Londres y Varsovia. Comenzó a escribir sus primeros cuentos, pero no logró que los editores de las revistas mordieran el anzuelo y los publicaran. La clave de su existencia se resumía en dos máximas: “Sólo te inmiscuirás en asuntos de arte si piensas dedicarte monásticamente”, y “usarás siempre la palabra más sencilla”.

En 1942 empezó a trabajar para The New Yorker. En 1943 envió tres relatos al periódico Saturday Evening Post, que le pagó 2000 dólares por los cuentos. Uno de ellos narra la historia de una despedida. El adiós de un joven que está a punto de salir hacia el frente de guerra. No era más que una extrapolación de los temores de Salinger a ser movilizado hacia el frente y perder la vida en él, al igual que el protagonista de su relato. Su participación en la guerra fue más que directa. El 6 de agosto de 1944 estuvo en el desembarco de Normandía como infante del XII regimiento. Testigo de los horrores del combate, estos hechos le dejaron una profunda huella emocional e incluso estrés postraumático, lo que se percibe en algunos de sus relatos, especialmente “Un día perfecto para el pez banana”, sobre un ex soldado suicida, y también en “Para Esmé, con amor y sordidez”, narrado por un soldado traumatizado. Con un talante polémico, el soldado Salinger consideraba a Ernest Hemingway, a quien conoció en París, y a John Steinbeck, escritores de segunda clase. Preservaba su admiración, claro, hacia Herman Melville.

El primer éxito literario llegó de la mano del relato “Un día perfecto para el pez banana”, publicado en 1948 por The New Yorker, historia que gira en torno de su gran héroe, Seymour Glass, veterano de guerra y suicida inocente. Entre 1951 y 1963, publicó cuatro libros: El cazador oculto, Nueve cuentos, Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga del tejado. Desde el principio sus obras fueron diseccionadas hasta un extremo difícil de concebir. La reacción de Salinger, de naturaleza extremadamente tímida, fue el repliegue. No quiso leer las críticas de sus libros, eliminó la fotografía de las ediciones de sus obras, no permitió las reediciones de sus otros textos ni siquiera para antologías o libros de texto y, por último, dejó de publicar ficción. Pero continuó escribiendo en su guarida sin intención alguna de volver a publicar. ¿Cómo explicar ese ostracismo prematuro, inesperado, ese silencio inquebrantable que moldeó conjeturas de largo alcance? ¿Se borró del mapa porque había escrito todo lo que tenía que escribir? Estas y otras preguntas de respuestas inciertas no hicieron más que atizar el fuego de este “nuevo Bartleby”, ese personaje de Melville que esgrimía su lacónico “preferiría no hacerlo” cada vez que su jefe le pedía algo.

Desde que publicó en 1963 su último libro, Levantad, carpinteros, la viga del tejado, el escritor se transformó en el guardián más celoso de su privacidad. Su última pieza publicada fue un cuento corto, “Hapworth 16, 1924”, en The New Yorker en junio de 1965, defenestrado por la mayoría de los críticos, que afirmaron que fue “lo peor que escribió”. “‘Hapworth’ es como los Rollos del mar Muerto para el culto de Salinger –comparó el crítico Ron Rosenbaum–. La fascinación que tiene este texto es que en algún lugar yace el secreto del silencio de Salinger desde entonces.” Ese cuento es la carta que desde un campamento de verano envía Seymour Glass a sus padres. Le duele a ese niño de siete años no estar en su casa, pero más le molesta la obligación de aprender a ser mayor en contacto con seres de su edad. Hay que decirlo sin sobresaltarse: los niños de Salinger son criaturas prodigio, escritores y actores precoces, políglotas con superpoderes, campeones del baile y el deporte, tremendos desgraciados, futuros suicidas. “Pocos de estos niños magníficos, saludables y a veces muy guapos, madurarán. La mayoría –doy mi desgarradora opinión– se limitará a envejecer”, escribía Seymour con un escepticismo pavoroso. Crecer es como subir a un cerro con un gran cartel atado al cuello que dice “olvida”.

La periodista y escritora Joyce Maynard, amante de Salinger cuando ella tenía 19 años y él ya superaba los 50, revela en su libro Mi verdad el enojo que los críticos le producían a Salinger. “Quiero que entiendas que cuando publicas un libro se te escapa de las manos. Los primeros que te atacan son los críticos, deseosos de hacerse un nombre a costa del tuyo. Y lo consiguen.” También su ex amante recuerda lo que el escritor decía sobre los editores. “Prefiero pasar dos horas en el sillón de un dentista que un minuto en el despacho de un editor. No son más que una pandilla de escritorzuelos insoportables, complacidos de sí mismos; no han leído a Tolstoi desde que iban a la Universidad. Todos detrás del best seller.” Maynard sostiene que Salinger ha escrito dos libros que guardó en una caja fuerte. Quizás encerrado en su fortaleza, escribió la saga de los Glass, a la espera de un mundo más soportable. Lentamente, todo fue reduciéndose al silencio. Desde entonces, su frase de cabecera podría haber sido: “Preferiría no escribir, pero reediten mis obras”. No hay que confundir el mito del hombre huraño y discreto con un escritor que nunca prohibió la circulación de sus libros, si contaba con su debida autorización. Pulseó con uñas y dientes contra todas las ediciones piratas de sus obras. En el teatro de una guerra donde se representaba la lucha espectral por el dominio de la palabra, siempre a través de sus abogados, Salinger querelló a todos aquellos periódicos, periodistas y biógrafos que osaron invadir su intimidad.

El litigio más importante que tuvo que librar para defender su tan preciada intimidad fue en 1987, cuando consiguió que otro tribunal estadounidense cancelase la publicación de una biografía no autorizada. El tribunal falló a favor del autor con el argumento de que el libro escrito por el crítico inglés Ian Hamilton En busca de J. D. Salinger, “citaba o parafraseaba” sin su consentimiento cartas escritas por él hace veinticinco años. Salinger abandonó el hermetismo para declarar ante el tribunal: “Soy un autor de cierto renombre” que por motivos personales había “decidido abandonar por completo la atención pública”. La última querella fue el año pasado, cuando consiguió que se prohibiera la publicación de un libro de un autor sueco que pretendía lanzar al mercado una continuación de El guardián... con un Holden septuagenario. Las mujeres que estuvieron cerca del escritor cometieron infidencias autobiográficas imperdonables. Su hija Margaret publicó en 2000 unas memorias tituladas Dream Catcher (El guardián de los sueños), que por su contenido suenan más a ajuste de cuentas. En esas páginas, escritas al calor de la admiración por la obra del escritor y del rencor por su manera de ser, retrató a un Salinger tiránico, un machista que hizo sufrir a sus mujeres y las abandonó en cuanto disentían, un tipo capaz de convertir a su familia en una secta, un iluminado entregado sin acierto a hacer de su vida su gran obra. La hija incluso afirmó que el escritor abusó de su segunda mujer, Claire Douglas, a la que mantuvo como una “virtual prisionera”. Basta citar un breve párrafo para ilustrar el tono de estas memorias: “Para mi padre, tener algún fallo es motivo de repulsión, tener un defecto es ser un desertor, un traidor, o una traidora. No me extraña en absoluto que su mundo esté tan vacío de personas reales ni que sus personajes de ficción se suiciden tan a menudo”.

En esa larga campaña por borrarse de la vida pública, sólo en 1974 “suspendió” por menos de una hora ese blindaje para aceptar una entrevista telefónica con el The New York Times, en la que declaró que editar sus cuentos sin su permiso suponía “una terrible intromisión en mi vida privada”. También amenazó con acciones legales a las universidades que, al otorgarle un premio, usaban su nombre. Por si alguno duda y cree que esa reticencia a ser carne de cañón de la vida pública era una pose, el escritor ordenó a su representante quemar, sin abrirlas, todas las cartas de admiradores. Además, arremetió contra una página de Internet dedicada a su obra y logró que la quitaran.

La brevedad de su excepcional obra fue más que suficiente para entrar por la puerta grande de la historia mundial de la literatura. Salinger ha muerto y es un día triste, sin duda. Pero vive y seguirá viviendo en sus libros.

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