Una de las pocas formas que tenemos de valorar a Dios (acaso el autor-personaje más relevante en la Historia, primer cultor indiscutible de la literatura del yo) es medir la forma en que su(s) libro(s) moldearon al mundo. Nadie puede negar que el Dios del Antiguo Testamento, violento e intolerante, produjo una marca sobre nuestra civilización que no ha dejado de profundizarse. En el estupor que me produjo la muerte de Salinger (no porque no resultase natural a estas alturas, sino porque de algún modo nos habÃamos habituado a creerlo inmortal: si alguien tenÃa la estatura de un dios entre los escritores, ése era el viejo J. D.), no se me ocurre una estrategia más apropiada para medir la huella que dejó.
Si saliese ahora a la calle y me perdiese por el barrio de Flores me toparÃa rápidamente con una versión local de Holden Caulfield. Por supuesto, el chico en cuestión seguramente ignorarÃa la existencia de The Catcher In The Rye; en consecuencia se le escaparÃa la proximidad entre el adjetivo phony, con que Caulfield denunciaba a los que no le merecÃan respeto, y el careta que los pibes de acá usan para desmarcarse de la hipocresÃa.
Y al regresar (incidentalmente, he vuelto a vivir por algunos dÃas en aquella casa donde nacà y crecÃ: cuán apropiado...) me encontrarÃa en pleno territorio Glass. ¿O acaso no se parecen todas las familias, con sus más y sus menos, a los inefables Glass: papá Les, mamá Bessie y los hermanos Seymour, Buddy, Boo Boo, Walt, Waker, Franny y Zooey? ¿Quién puede no reconocerse y reconocer a los suyos en la fragilidad del vÃnculo, en sus manÃas, en la endogamia, en su capacidad de convertir dudosos logros en relatos épicos y en las estrategias comunes, pero siempre desviadas, para acceder a la gracia? (Aquellos que asumimos en cada familia la búsqueda de algo parecido a la sabidurÃa hacemos siempre lo mismo: producir accidentes, con la esperanza de que alguno de ellos tenga resultado feliz.)
Los últimos textos publicados por Salinger evidenciaban la misma búsqueda de accidentes felices. Le importaba cada vez más eso que, a falta de palabras más apropiadas, llamamos sabidurÃa, y cada vez menos lo que solemos llamar literatura. Su prolongado silencio (no difundió textos suyos desde 1965) es auspicioso, en tanto sugiere que halló lo que buscaba; desde entonces no necesitó recurrir a sucedáneos.
No hace mucho devoré Seymour: an Introduction, convencido de que se trataba del último texto sobre los Glass que no habÃa leÃdo. Y al tiempo entendà que todavÃa me faltaba Hapworth 16, 1924. En ese momento me consoló pensar que podÃa guardarme Hapworth del mismo modo en que un personaje de Lost atesora Our Mutual Friend de Charles Dickens: con la ilusión infantil de que siempre haya algo más que leer de nuestros escritores favoritos. TodavÃa no leà la nouvelle de marras, pero ya no la demoraré. Lo bueno de los grandes escritores es que no necesitan producir novedades. Sus obras maestras pueden seguir siendo releÃdas interminablemente, porque siempre dirán algo que antes no habÃamos sabido oÃr.
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