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Miércoles, 10 de febrero de 2010
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ENTREVISTA A MARIANO GARCIA, AUTOR DE LETRA MUERTA

El mundillo literario al descubierto

En su novela, el escritor, crítico y traductor combina el género epistolar y la biografía –escrita por una mente alucinada– de un “artista fracasado”. Eso le sirve de excusa para cuestionar el mercado editorial, la academia y el periodismo.

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Mariano García es profesor de literatura argentina e investigador del Conicet.

En el principio hay una carta de un tal A, dirigida a la “querida” Edith, una editora. Y la promesa de un acto de justicia o de venganza: escribir una biografía sobre Rolando Safir, un escritor doblemente ambiguo (por su sexualidad, por los géneros literarios) que dejó una obra inédita, secreta, larvaria, inconclusa –novelas de un solo capítulo o más, sistemáticamente abandonadas–, después de su trágica muerte. El biógrafo está recluido y escribe con el deseo de recrear la fibra “íntima” y “salvaje” de su objeto de devoción. Letra muerta (publicado por editorial Adriana Hidalgo), de Mariano García, comienza como una clásica novela epistolar. Pero en el camino, en la alternancia entre la lectura de las cartas y la biografía en cuestión, los delirios paranoicos de A –esa voz exasperada condenada a no tener “pruebas” de lo que cuenta–, el texto ingresa en una espiral de simulacros, metamorfosis y desdoblamientos. Más allá del cambio de rumbo, persiste una visión crítica contra el mundo editorial y periodístico, claro que desde la perspectiva de un narrador alterado y con problemas de identidad. Rolando es un “marginal” o un fracasado que cuando escupe sus “diatribas” pega en el palo de la verdad. “Mirá a todas esas estrellitas académicas que adorás –se queja el escritor ante Agustina, hija del capitán que es amante de Rolando–; se sostienen entre ellos, producen para ellos, a nadie más que a ellos mismos les interesa lo que hacen y hasta ahí. Si no se tiran rosas se arrancan los ojos, pero siempre en este mundo autocontenido donde nadie los juzga. Se promueven entre sí como si fuera un club, un grupo aristocrático, una endogamia que deriva en cretinismo.”

García, nacido en 1971, es profesor de literatura argentina en la Universidad Católica, investigador del Conicet, autor de Degeneraciones textuales. Los géneros en la obra de César Aira, y traductor de la novela La oscuridad, de John McGahern. “La traducción es una actividad muy placentera, es pura interpretación, aunque tenga sus momentos de pesadilla”, confiesa García a Página/12. El embrión de su arriesgada primera novela llegó después de la escritura de un artículo sobre el Borges de Adolfo Bioy Casares y la Vida de Johnson, de Boswell. “Me divierte el sentido de propiedad que despliegan algunos biógrafos sobre su materia y la andanada de protestas que suelen generar en personas que realmente conocieron al biografiado; todos al final terminan diciendo: ‘Fulanito es mío, sólo mío’, como si se tratara de un mueble más que de una persona”, ironiza el escritor. “Podría decirse que mi novela es una excusa argumental para pasar mis propias facturas, aunque a diferencia del narrador yo siento más desconcierto que rabia ante ciertas operaciones de la industria cultural.”

–En una de las cartas el narrador dice: “puedo reconocer que las editoriales son un mal necesario, muy necesario ante la amenaza actual de la autoedición que nos somete sin ninguna clase de filtro a engendros insoportables”. ¿Qué opina usted?

–Basta con mirar el catálogo de las editoriales “de autor” para darse cuenta de que el filtro de las editoriales es más que necesario para garantizar un texto mínimamente legible. Eso no quita que autores maravillosos hayan tenido que pagar sus propias ediciones. Los buenos editores son grandes lectores pero no son augures; a veces apuestan por algo que no funciona, a veces rechazan algo con lo que otro editor se llena de oro, y hoy en día sufren presiones bastante crueles y reciben mensajes contradictorios, sobre todo en las grandes editoriales. El problema de la escritura, a diferencia de otras artes que a simple vista exigen un dominio más aplicado de los materiales, es que escribir parece fácil, y así nos inundan con masas caóticas de palabras que quieren dar cuenta de las efusiones sentimentales de un yo presumido, ignorando retórica, estructura, o los trucos más obvios para cautivar con un relato. Todos tenemos algo válido para expresar, pero para escribir bien hay que tomarse el trabajo de aprender un poco.

–¿Cómo explica la seducción que ejerce la figura del artista fracasado?

–Hay un mito del artista fracasado igual que está el mito del artista exitoso, y la mejor combinación, la más romántica y la más vendible, como lo saben algunos editores, es la del artista fracasado que se convierte en un éxito arrollador. Supongo que esa combinación funciona porque sugiere que ese artista nunca traicionó sus convicciones y que el éxito llegó porque se reconoció la esencia pura de su genio. Eso puede ocurrir aunque no es lo más usual; en la práctica, el éxito arrollador tiene poco de espontáneo. La cultura protestante, que nos contagió el exitismo de los best-sellers, favorece con idealizaciones muchas veces inventadas estas leyendas. En cuanto al artista fracasado a secas, como el héroe de La colina de los sueños, de Arthur Machen, despierta necesariamente nuestra simpatía porque da una imagen pura, aunque triste y también idealizada, del artista que no se traiciona.

–Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, de James Hogg, y El inválido loco, de Arnim, son dos de los libros que Rolando intenta robar. ¿Por qué eligió estos autores “raros”?

–El libro de Hogg, además de ser una novela admirable, es uno de los textos más siniestros que leí, y desarrolla de manera muy convincente, sin renunciar a los elementos fantásticos, un caso de esquizofrenia en un marco general de patología religiosa, algo que reproduce mi novela sin esa fuerza. Arnim es uno de mis autores favoritos, un romántico alemán algo olvidado y, sin embargo, uno de los más modernos, con procedimientos que se adelantan a Raymond Roussel. Esos libros tienen que ver con el desdoblamiento, pero no quería aludir a los ejemplos más obvios. Vale la pena leer a los clásicos, pero también deparan muchas satisfacciones los raros; en literatura uno no se pierde por desviarse del camino del canon, más bien lo contrario.

–En un momento de la novela se afirma que no se puede vivir permanentemente “en el mundo de las altas ideas”; que “no se trata de leer sólo a Hannah Arendt, sino de alternar”; pero “la gente no alterna; los suplementos, las librerías y las editoriales lo único que hacen es alentar la uniformidad”. ¿A qué atribuye esta uniformidad?

–Creo que hay mucha presión del mercado. Nadie quiere publicar libros para perder plata, es obvio, pero a veces el afán por no perder ni un centavo de la inversión hace que se apele a la uniformidad, porque lo uniforme es reconocible y da seguridad. Si no fuera así, no podríamos explicarnos esas sagas eternas, tanto en cine como en libros, donde es de rigor aplicar la misma receta porque de lo contrario no hay negocio. No cuestiono el entretenimiento sencillo porque nadie puede vivir en comunicación permanente y exclusiva con Hegel o Derrida, pero el afán de no alterar la receta del éxito muchas veces disfraza bodrios imposibles bajo el engañoso rótulo de entretenimiento.

–En un momento Rolando se queja de que “la interpretación muchas veces asesina al texto que interpreta”. ¿Qué opina usted como escritor y crítico?

–Bueno, hay una convicción muy generalizada de que los críticos académicos son unos muertos en vida incapaces de escribir una buena novela, y que ni siquiera dicen cosas atinadas sobre los autores que estudian. Esta idea proviene de los escritores, de la querella ancestral entre escritores y críticos. No creo que la interpretación asesine ningún texto; los escritores no hacen más que interpretar, y muchos de ellos son críticos aunque no pertenezcan a la academia. Por otra parte, los críticos académicos suelen promover a los escritores que abominan de ellos. La universidad es un ámbito de promoción de autores “finos”, si se quiere, muchos de ellos insoportables, pero también dejan para la posteridad valores duraderos.

–¿El hecho de combinar la carta con una biografía escrita por una menta alucinada hace que Letra muerta sea una suerte de novela decimonónica en pleno siglo XXI?

–La combinación del género epistolar con la biografía permitió que la novela casi se escribiera sola. Apelar al correo electrónico me parecía demasiado fácil y quería transmitir un tono hiperbólico y retórico que en una serie de mails hubiera quedado inverosímil. Por eso hay algo anacrónico en el personaje que se combina con la ambigüedad, para generar un poco de intriga sin tener que ubicar la acción en un pasado remoto. Ese marco me dio una estructura aceptable para contar algo que pretende ser “chocante”, o al menos entretener un poco. Si todo es pura forma, al menos en literatura, termina volviéndose muy aburrido.

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