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Domingo, 20 de junio de 2010
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MURIO A LOS 72 AÑOS EL ESCRITOR MEXICANO CARLOS MONSIVAIS

Se fue el hombre feroz y brillante

Era el último escritor público de México, dueño de una ironía feroz y de una curiosidad que lo hizo inclasificable. Periodista, novelista, ensayista, Monsiváis fue una fuerza de la naturaleza enamorado de su país.

Por Silvina Friera
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Monsiváis, con uno de sus muchos gatos, sin los que “no se puede vivir”.

El alma mexicana está de luto. Se ha quedado huérfana. Ha perdido al más brillante de sus intelectuales de izquierda. El escritor militante que supo desentrañar los intersticios más recónditos de ese país camaleónico, con cientos de caras, que parecía intraducible. Algunos respirarán hondo, cerrarán los puños y liberarán algunas lágrimas o un quejido. No faltará quien balbucee, para conjurar la amargura, “por mi madre, bohemios”, el título de la legendaria columna de este grandísimo hombre orquesta de anteojos gruesos, típica tonada mexicana susurrada por su timidez crónica, y pluma afiladísima. El cronista de los cronistas mexicanos era un auténtico “fuera de serie” de las letras por su mirada crítica, por su lenguaje monsivaisiano y por esa elasticidad tan excepcional para escribir sobre lucha libre, fotografía, cómics, culebrones, danzón, ídolos populares, reinas de bellas, criminales enrejados, perdedores de diversos pelajes, indígenas y todo lo que se le cruzara en el camino de su interés en estado de alerta y movilización. Después de meses de pulsear contra una fibrosis pulmonar, el escritor Carlos Monsiváis, “el documentador de la fecundísima fauna de nuestra imbecilidad nacional”, como lo definió su colega Sergio Pitol, murió ayer, a los 72 años. Lloran los mexicanos. Latinoamérica también está de luto.

El hombre que hizo de la crónica un género monumental –nadie como él fue capaz de alimentarse de los cientos de giros lingüísticos de un país en donde se habla “padrísimo”– nació en México el 4 de mayo de 1938. Algunos críticos ubican a Monsiváis “detrás” de Octavio Paz y Carlos Fuentes, pisándole los talones a ese binomio. Tal vez se podría afirmar que se equivocan. Donde dice “detrás” habría que poner a la par, en igualdad de condiciones, aunque su obra resulte “inclasificable” y reacia a las cristalizaciones. El escritor se formó en las facultades de Economía y de Filosofía y Letras en la UNAM, donde conoció a quienes serían sus amigos entrañables, con quienes compartiría su vida como ensayista y periodista cultural: Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Elena Poniatowska. Estos y otros amigos, como Juan Gelman, lo apodaron “porsiváis”, porque su asistencia a las invitaciones que recibía (y confirmaba) nunca estaba garantizada.

Sus libros, artículos, ensayos y antologías son uno de los pilares fundamentales de la literatura mexicana contemporánea. Defensor de los libros y los lectores, en una de sus últimas visitas a la Feria del Libro de Guadalajara dijo que “la supremacía de la imagen no es el peor enemigo” de la lectura, “sino el empobrecimiento de la educación en nuestro país”. Quizá por eso escribió tanto: para torcerle, a su manera, el brazo al peor enemigo. Es autor de Días de guardar (1970), Amor perdido (1976), Nuevo catecismo para los indios remisos (1982), Escenas de pudor y de liviandad (1988), Los rituales del caos (1995), Aires de familia, que obtuvo el premio Anagrama de Ensayos en 2000; y Las alusiones perdidas (2007), entre otros. Su último libro, Apocalipstick (2009), lo estaba escribiendo “a marchas forzadas” cuando se presentó en 2007 en la Feria del Libro de Buenos Aires. El título es “una fórmula verbal para acercarnos a ciertas performances de moda en la Ciudad de México y sus alrededores”, aclaró en esa oportunidad con su particular estilo, entre mordaz y tragicómico, destilando, siempre, una extraña ironía que parecía nacerle en la gestualidad de su cara.

Desde muy joven, afortunadamente para sus lectores, metió las manos en el periodismo y colaboró en suplementos periodísticos y en diarios como El Universal, Futuro, Excélsior y el Gallo Ilustrado. Además, cofundó y colaboró en el semanario Proceso, Unomásuno y La Jornada. Dicen que su casa olía a gato; su escritura, a libertad. “Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos, también. Los libros no aúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí”, confesaba Monsiváis. Cuando en 2006 ganó el premio Juan Rulfo, el jurado, que lo eligió por unanimidad, subrayó que el escritor ha renovado “las formas de la crónica periodística, el ensayo literario y el pensamiento contemporáneo de México y América latina”. También destacaron que el autor de Escenas de pudor y liviandad “ha forjado un lenguaje distinto para representar la riqueza de la cultura popular, el espectáculo de la modernización urbana, los códigos del poder y las mentalidades”.

El último escritor público en México –como lo calificó Adolfo Castañón en su ensayo “Un hombre llamado ciudad”–, en el sentido en que no sólo cualquier mexicano lo ha escuchado o leído, sino que todos son capaces de reconocerlo en la calle, se identificaba con la izquierda. Pero aclaraba que “no con la parte de la izquierda que, por ejemplo, dice que Fidel Castro no es un dictador”. Con esa parte no comulgaba. Tampoco adhería a aquellos sectores que advertían en Hugo Chávez “un ser ponderado y moderado”. Su trabajo periodístico se orientó a dar cuenta de todos aquellos fenómenos literarios, culturales y sociales que desafiaban al autoritarismo, al orden establecido, al conservadorismo, como el movimiento estudiantil de 1968, los ídolos populares –con El Santo y Cantinflas a la cabeza–, el movimiento feminista y las figuras contestatarias. Sentía –y se notaba– un rechazo visceral contra toda posición intolerante y retrógrada.

Monsiváis puso sus ideas al servicio de la defensa de las minorías sociales, acompañó la batalla por la despenalización del aborto y las luchas feministas. Crítico con los políticos de su país, el escritor les daba con el hacha de su ironía. “Si uno habla de un político en particular, puede o no confiar en él, pero si uno dice ‘la política’ y no desconfía, no ha aprendido nada de la historia. No sé si la historia da clases, tengo dudas, no sé dónde hay que inscribirse para recibirla”, decía en una entrevista con Página/12. Le gustaba recordar que Borges dijo alguna vez que él conocía peruanos, argentinos, chilenos, pero que no había conocido a un solo latinoamericano. “En los próximos años sabremos si los hay, al menos en la intención y en los debates históricos, políticos y culturales. Es la primera oportunidad que tenemos para examinar de qué manera esa confluencia de anhelos y logros independentistas ha producido una realidad específica. Y se va a requerir un esfuerzo especial para averiguar si detrás de los acuerdos comerciales de los últimos años existe algo más.”

El escritor se entretenía con las “tareas imposibles”, como examinar la compleja riqueza de las tradiciones mexicanas. El hombre orquesta aseguró que nunca hablaría de toros; lo consideraba un “espectáculo de barbarie al que llaman arte”. “Juan Villoro ha dicho que Dios es una pelota. En este caso específico soy ateo –ironizaba Monsiváis–. Quizá cinco segundos antes de morir comprenda de qué se trata y me llevaré ese secreto para mí en una tumba esférica.” Y se fue con ese secreto. Se extrañará su apabullante lucidez.

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