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Lunes, 22 de agosto de 2005
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ENTREVISTA CON EL ESCRITOR RAUL ARGEMI, GANADOR DEL PREMIO DASHIELL HAMMETT

“Arlt me contagió su forma de ver la vida”

El autor argentino, que vive en Barcelona desde el año 2000, escribió Penúltimo nombre de guerra, novela premiada en la Semana Negra de Gijón, desde la óptica de un torturador.

Por Angel Berlanga
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Raúl Argemí estuvo preso durante la dictadura.
“En rigor, no me conoce ni el loro”, escribe Raúl Argemí desde Barcelona, la ciudad en la que vive, hacia donde partió en el 2000 “harto de pagar platos que rompían otros”. “Había estado en contra de Menem y también de De la Rúa, porque era el mismo taxi al infierno, pero con un conductor sin luces propias. La broma era que habían sido votados y apoyados por millones que querían creer en los Reyes Magos. No tenía salida. En resumen, se me terminó la fe, y entre suicidarme y emigrar elegí lo último.” Los cables de hace unos días anoticiaron que un argentino había ganado, en la Semana Negra de Gijón, el premio Dashiell Hammett con la novela Penúltimo nombre de guerra; el hombre, que nació en 1946 en La Plata, que planta sus historias de este lado del mapa, encontró de aquel lado espacio para publicar lo que escribe. Hasta ahora, tres libros: Los muertos pierden los zapatos, Penúltimo... y Patagonia Chu Chu, premiados en Extremadura, Cádiz y La Mancha, respectivamente, y editados allí por el sello Algaida. Aquí, en contrapartida, es imposible dar con alguna de sus obras: lo único que publicó en la Argentina fue, en 1996, El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez, que en octubre será publicado en Rivages Noir de Francia.
En Penúltimo... (que el autor envió a este diario vía correo electrónico), Argemí va armándole al lector, página tras página, pieza por pieza, un rompecabezas implacable que terminará configurando una historia siniestra, contada por un tipo que dice ser periodista y que tras un accidente despierta, aturdido y paralizado, en un hospital de una pequeña comunidad que asiste a una reserva de indios mapuches “enjaulados entre un lago y la Cordillera de los Andes”. A su lado, en la cama vecina, yace el cacique Prudencio Márquez, moribundo, vendado de pies a cabeza. Un tercer hilo conductor va contando la historia de un tal Cacho, un personaje con una extraordinaria ductilidad para hacerse pasar por lo que no es –un cura, un médico, un pastor, un dealer– para estafar al prójimo. De a poco va descubriéndose que Cacho es un hombre con pesadillas de avión desde el que se tiran encapuchados. Y como está libre, cualquiera podría encontrárselo en cualquier momento, sobre todo aquellos ingenuos que busquen relatos y personajes consoladores. El cross a la mandíbula de Arlt, el meter los dedos en el texto sin que el lector se pegotee de Andrés Rivera: a eso remite el estilo de este libro de Argemí.
El escritor señala que, en parte, el personaje de Cacho está inspirado en “El Camaleón”, un tipo que conoció mientras estuvo en la cárcel: tras un rato de charla, este sujeto era capaz de pescar y reproducir los tics y los yeites del interlocutor. Después de militar en el Partido Comunista, Argemí decantó hacia el Ejército de Liberación 22 de Agosto, y en junio de 1974 cayó preso, acusado de tenencia de armas de guerra y explosivos, y falsificación de documentos. “Morir o estar preso era algo que entraba en los cálculos –escribe–. Una historia ni mejor ni peor que la de muchos argentinos, sólo que algunos hoy la podemos contar y, dentro de lo posible, seguimos jorobando la paciencia. Estar vivos nos compromete con los que cayeron, con los que siguen desaparecidos, con aquellos que siempre serán mejores personas, escritores, mecánicos, pintores o periodistas que los que seguimos vivos.” Apenas reinstaurada la democracia, en 1984, recuperó la libertad y empezó a trabajar como periodista en Claves, Le Monde Diplomatique y luego en el diario Río Negro; vivió en General Roca hasta que partió hacia Barcelona, donde se empleó en un servicio de catering. “Es un trabajo sucio y duro, pero no lo he dejado –escribe–. Aparte de que necesito ese dinero, también me sirve como cable a tierra. Acarrear o lavar de platos de una boda o un congreso te vacuna contra la tontería de creerte un artista y todas esas cosas.”
–¿Escribió la mayor parte de sus novelas estando allá, en Barcelona?
–En realidad es al revés: las tres novelas que me publicaron acá fueron escritas o comenzadas en la Argentina: Los muertos siempre pierden los zapatos en su totalidad, Penúltimo nombre de guerra casi totalmente y Patagonia Chu Chu en una tercera parte. Es cierto que con Penúltimo... estuve dando vueltas ocho años, y recién acá pude lanzarme a fondo, animarme al tema de los chupaderos, y terminarla. Posiblemente ayudó la distancia, sentirme extranjero. Todavía me queda por cerrar una novela que también escribí en Río Negro, y publicar otra terminada, del mismo origen. O sea que en mis últimos quince años de la Argentina escribí mucho, y me editaron poco. Acá, de golpe el viento se dio vuelta y vengo publicando casi una novela por año. Lo que hace pensar a algunos lectores que escribo muy rápido. Todo lo contrario. Dudo mucho, y reescribo aún más.
–¿Por qué contó una historia desde la óptica de un torturador?
–Por un lado porque, aunque uno quiera creer lo contrario para vivir más tranquilo, los torturadores no son una especie aparte de la nuestra. Un hombre es igual a otro hombre, y cruzar la delgada línea entre el heroísmo y la infamia es algo que le podría suceder a cualquiera. Por otra parte, indagando, pensando, poniéndome en lugar ajeno, quizá pueda entender qué somos. Sobre todo porque pienso que hay una fuerte cuota de responsabilidad personal en lo que uno es, y echarles la culpa a las circunstancias, o a la sociedad, no sólo es fácil: es falso.
–Ha dicho que aquí no le publicarían esta historia. ¿Por qué cree eso? ¿Hizo alguna tratativa, tiene expectativas al respecto?
–Ni tratativas ni expectativas, constataciones. Las dos editoriales más grandes de la Argentina me rechazaron, hace años, Los muertos siempre pierden los zapatos, por “nostálgica”, “arltiana” y porque sus protagonistas eran ex guerrilleros. Estaba de moda la literatura sin historia, el relato con la sedosidad del plástico, la neutralidad de las traducciones. Yo narro historias, el plástico me da ganas de vomitar –prefiero lo áspero y el rocanrol– y para distanciamientos sólo el brechtiano; la lengua es la persona y no quiero traducirla. ¿Ha cambiado el punto de vista de las editoriales argentinas?
–Usted pone el “Rajá, turrito” en boca de un personaje. ¿Se siente cercano a su modo de mirar? ¿Cuál es su relación con la narrativa de Arlt?
–Roberto Arlt me conmueve y casi que lo siento como de la familia. Era capaz de escribir páginas ilegibles y, de pronto, una frase que te cambia la vida. La rabia lúcida desde la que escribía, su noción desmesurada de lo que uno debe exigirse como persona, la mirada piadosa pero un poco asqueada con que observaba al ser humano y la decisión de escribir, aunque por origen social no hubiera nacido para ser “culto”, forman parte de mí. No sé si porque ya existían antes de leerlo, porque Arlt me contagió su forma de ver, o porque nací en el barrio El Mondongo, lo que no te hace candidato al Nobel. En el fondo, aunque suene a berrido de dinosaurio, es un problema de origen de clase.
Argemí cuenta que para la publicación de El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez puso “el capital de riesgo” de su bolsillo. “Había cobrado una indemnización por el tiempo que estuve preso en condiciones inconstitucionales –escribe– y me pareció justo convertir parte de esa plata en un libro. Necesitaba confrontarme con los lectores, que me dijeran ellos si era o no escritor.” Esta es, dice, su última apuesta, en la que se juega “hasta la camisa”. “Apuesto a atrapar un cachito de vida en un libro, en una línea de texto –anota–. Un cachito de vida lleno de memoria. Las únicas cosas que valen la pena son las que parecen imposibles.” El tema central de las historias que cuenta Penúltimo..., señala Argemí, es la identidad: “Solemos dar por sentado que somos quienes somos, sin lugar a dudas, y que eso no cambiará. La realidad me ha contado que podemos ser más de uno, que la identidad es muy frágil y que, si alguien se lo propone, podemos ser aquella persona que menos nos gustaríaser. Cacho es un resultado posible de la realidad y, al mismo tiempo, un espejo deformante en que podemos atisbar nuestras propias oscuridades”.
–Ningún personaje parece demasiado querible en esta novela. ¿Ocurre lo mismo en sus otros libros?
–No necesariamente. En Patagonia Chu Chu se me juntaron todos los buenos tipos que habían huido de mis anteriores novelas. Un comentarista catalán dijo que dejará sin trabajo a los psicoanalistas argentinos –todo un tópico en España– porque en ella hay ternura, humor, y eso la hace muy “terapéutica”. Estoy seguro de que la historia misma es la que elige sus buenos y sus malos.

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