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Viernes, 21 de enero de 2011
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TODA LA VERDAD, SEGUN EL ESCRITOR JUAN JOSE BECERRA

“La literatura atrasa respecto de los acontecimientos”

En su última novela, el autor de Patriotas enfoca sobre el modo en que se construye un best seller de autoayuda, en este caso a partir de la experiencia “filosófica” de un hombre. El libro encierra una mirada corrosiva sobre el mercado editorial.

Por Silvina Friera
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“Nadie soporta la verdad, ni el que la quiere decir ni el que la quiere escuchar”, señala Becerra.

Alguien da un paso. El ingeniero Antonio Miranda –obedecido y recordado por sus empleados con una sombra de temor– no tiene un gran plan. Simplemente camina y avanza. Se aleja del resplandor de los edificios de la ciudad hacia la oscuridad del campo. Como si cambiara de piel, como si arrojara las escamas de un metabolismo lubricado por el dinero, se va desprendiendo de su reloj, de los teléfonos móviles, la billetera y los documentos. Atrás quedan el piso high tech de la Avenida Libertador, la cama king size con dosel de ñandutí, el club de golf y el proyecto a medio hacer de una torre de veinte pisos sobre la Costanera Sur. Ahora progresar es caminar hacia adelante. Perderse en el maizal y entrar en la dimensión del presente. En esa temporada de extrema soledad rural el ingeniero recupera su condición más primitiva: la del cazador nómada. Su nueva vida se reduce al carpe diem del día, al vínculo con lo inmediato. Pero los tejidos de esa bucólica aventura se quiebran. Acosado por el recuerdo de un viejo amor, siente el deseo de irse del campo. Todo lo que vuelve, regresa transformado. Miranda ya no es el mismo. Por una cadena de equívocos, esa experiencia reveladora, la verdad que descubre el ingeniero para sí mismo, se transforma en un objeto de consumo, el best seller del momento con 40 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.

Toda la verdad (Seix Barral), de Juan José Becerra, es una novela corrosiva por el modo en que desmenuza, con una ironía refinada que no abunda, el backstage de un éxito editorial que vacía una experiencia trascendente para devolverla convertida en un producto digerible, un tratado existencial pasteurizado para todo público.

La pampa es un trasfondo mítico para la literatura argentina. Para Becerra, en cambio, es una geografía “muy íntima”. Aunque ahora esté en plena ciudad, en el bar de una librería de Palermo, deslizando las manos sobre la mesa como si desplegara el mapa de un escenario vital que persiste en el disco rígido de su memoria. “Conozco mucho ese paisaje de mi novela; de hecho cuando viajo, cuando voy a Junín, la ciudad donde yo nací, siempre me digo lo mismo: “No me aburre para nada”. La pampa es una geografía que está repleta de relieves invisibles a simple vista”, dice el escritor en la entrevista con Página/12. El protagonista de la última novela de Becerra, el autor incidental de ese best seller titulado La verdad de tu vida –un manual de autoayuda escrito por una industria dispuesta a amasar fortunas bajo el ropaje de una pseudo filosofía existencial–, es testigo de un proceso de desprestigio que avanza con la misma velocidad con la que se consagró como gurú del humanismo posmoderno.

–La crítica al mercado editorial que hay en su novela, a la facilidad con la que se construyen libros y figuras públicas, ¿estaba en mente cuando comenzó a escribir?

–Hay un elemento realista en la novela que podría leerse como una crítica a la industria cultural, pero no sé si lo pensé en esos términos. En el fondo lo que dice la novela es que existe un mercado para todo: un mercado para el sentido y para la construcción de figuras. Parece un fenómeno milagroso inventar un éxito; sin embargo, es un milagro muy común que la industria está en condiciones de consumar cuando se le ocurra. Este quizá sea el elemento más político de la novela: cómo convertir una experiencia personal de huida y al mismo tiempo de repliegue hacia el interior de sí mismo en un hecho público, a través de ciertos pases mágicos de la industria del entretenimiento.

–¿Por qué adquieren tanto relieve las experiencias personales en este tipo de “literatura de autoayuda”?

–Son libros que explican cómo vivir y están llenos de conceptos trascendentes, entre los cuales la verdad es uno de los más destacados. Hay cierto de tipo de lectores que pretenden que la experiencia de lectura no sólo atienda al placer que se puede sentir, sino que esperan que le proporcione una especie de enseñanza informal que lo ayude a vivir mejor. Son como libros placebos.

–Las experiencias personales también conforman la materia prima del escritor, aunque no escriba “libros placebos”, como el protagonista de su novela.

–La transmisión de la experiencia de Miranda es una operación que falsifica la experiencia; es en parte el problema de la literatura, porque cualquier persona que escriba sabe muy bien en qué consiste la experiencia de escribir, una experiencia muy deprimente en la que uno tiene que tomar decisiones acerca de las cosas que pretende decir y las formas en que va a decirlas. Pero con el libro consumado, te parece que los méritos siempre son decepcionantes en relación con las ilusiones anteriores. Salvando las distancias de orden estético, la literatura tiene el mismo problema que la autoayuda.

–¿Se refiere a que la “experiencia original” se pierde en la escritura?

–No hay nada que pueda dar cuenta de la experiencia, ni siquiera la literatura. La historia de mi novela cuenta un poco esa maldición. En relación a los fenómenos de la experiencia personal, que es la única experiencia que vale la pena para escribir, la literatura no sólo no es la copia fiel de los acontecimientos, sino que al mismo tiempo atrasa respecto de los acontecimientos. Este es un tema de la literatura y del arte en general: cómo la experiencia transcurre en el tiempo y la escritura también, pero en otro tiempo; un tiempo diferido que no tiene posibilidades de sincronizar, ni siquiera de la forma más rigurosa que consistiría en llevar un diario, que sería también un aparato de ficción.

El tedio de la rutina –la escritura de una novela de más de 500 páginas, El espectáculo del tiempo, que se publicará en breve– amenazó con agotar el combustible del engranaje narrativo de Becerra. El pertinaz entusiasmo inicial declinó en una convicción tibia. A su manera, como el ingeniero Miranda, un día Becerra huyó de sí mismo. No se fue al campo ni se aisló. Decidió cambiar de ruta y ajustar cuentas con la experiencia de escribir. Sin un norte, pero con la intención de esquivar una abulia que amagaba con minar su ánimo, bosquejó las primeras líneas de Toda la verdad. “Cuando no tenés un plan, es imposible no avanzar; no hay alternativa. La potencia narrativa es un hecho que sucede sin la planificación”, subraya Becerra. “Me gustaría escribir primeras novelas; tratar de escribir mi próxima novela como si fuese la novela de un debutante”, confiesa.

–¿Por qué ese deseo de escribir como si recién comenzara?

–El estilo personal consolidado no es un buen consejero. La vacilación y la duda son valores importantes en la literatura. Escribir una novela como si uno no supiera escribir, es una buena experiencia que obedece a un tipo de amnesia más o menos controlada. Cuando uno cae por ese túnel de amnesia, se encuentra con situaciones recomendables, como la de olvidar el modo en que uno escribía, incluso también escribir contra los recursos propios.

–¿Comparte la afirmación que hace el narrador de su novela: “lenguaje y verdad nunca fueron ni serán compatibles”?

–En esa frase que impregna mi novela se puede sustituir tranquilamente la palabra verdad por tiempo. La verdad sucede en el tiempo; por lo tanto la verdad a la que uno puede acceder es meramente una verdad ilusoria. El lenguaje que viene a reparar esa verdad sería como el segundo o tercer desprendimiento de un acontecimiento que ya no está en ningún lado. Cuando se habla de verdad en la novela, lo que se está diciendo es que eso que llamamos verdad, que se supone una categoría que requiere cierta estabilidad para ser nombrada, desaparece por completo. La única verdad que funciona o que podemos considerar como tal es la verdad biológica, la verdad corporal.

–El ingeniero se convierte en una especie de “filósofo sin escritura” en el momento en que un “escritor fantasma” escribe por él. ¿Se puede ser escritor sin escritura?

–Es difícil... se puede tener un pensamiento de escritor y no escribir, pero creo que no sería un escritor. En el caso de la novela, va más por el lado de la filosofía silvestre, lo que se conoce como filosofar. Me interesa mucho cuando una persona se pone a filosofar sin conocimientos de la historia de la filosofía porque no sólo todo el mundo tiene derecho a filosofar sin filosofía, sino que cualquier persona, por más que no tenga demasiados recursos, puede llegar a encontrar cierto sentido en las profundidades de sí mismo. Miranda considera que su experiencia en el campo es una experiencia filosófica, incluso cree que ha vivido algo inédito para cualquier ser humano. Pero no es una experiencia que sepamos a través de él. Sabemos que Miranda le contó la experiencia a una mujer, Margarita Russo; que ella se lo contó a una amiga y esa amiga se lo contó al marido, que es filósofo. Y ese filósofo se lo contó a un editor, que a su vez contrató a un “escritor fantasma” para convertir en texto esa experiencia. Miranda tiene la experiencia, pero esa experiencia está vampirizada por la industria editorial.

–¿Trabajó alguna vez de “escritor fantasma”?

–No, pero todos los escritores somos un poco fantasmas de alguien que no sabemos quién es (risas). La figura del “escritor fantasma” me interesa; escribir para otro es muy ambiguo, algo que está por verse porque el que escribe para otro también escribe para sí mismo. El escritor fantasma es una figura tan compleja como la del escritor.

–¿Cómo explica el hecho de que se consagren y desechen libros o figuras a una velocidad apabullante?

–Todos los fenómenos ligados al consumo son fulminantes; consumir es un hecho violento y feroz, consumir best sellers también, aunque sea un libro. Hay una parábola del libro express, que es lo más realista que tiene la novela, además de la aparición del agente literario, Wally Salvans, que para mí es como una especie de Gaby Alvarez que habla la lengua de Nicolino Locche (risas).

–A propósito de la lengua, o del lenguaje, la palabra “verdad” sigue teniendo demasiado peso pero, ¿quién aguantaría vivir todo el tiempo en la cultura de la verdad?

–Nadie soporta la verdad, ni el que la quiere decir ni el que la quiere escuchar. ¿Hasta dónde soy capaz de escuchar una verdad, de soportarla o decirla? La verdad es censurada por las convenciones sociales. Y en buena hora; imaginate un mundo en el que todos dijésemos la verdad. ¡Sería un mundo insoportable! Es evidente que hay cosas que no se pueden decir. El lenguaje cumple esa función de cercar, de decir hasta ahí nomás. La ficción es una zona franca gobernada por la impunidad, a diferencia de la filosofía que tiene que ser respetuosa de los protocolos. La literatura es la más salvaje de las disciplinas del lenguaje; incluye a todas las demás. Por lo tanto, uno puede hacer una novela filosófica ironizando sobre la filosofía.

–Pero la palabra “verdad” pertenece al campo de la filosofía más que al de la literatura.

–Sí, es cierto que la verdad es patrimonio de la filosofía. Pero como es una disciplina muy arrogante, la literatura se siente con el derecho de que cualquier palabra que anda dando vueltas por ahí pueda formar parte de su patrimonio. La literatura puede intervenir en el campo de la filosofía para decir de una manera retorcida ciertas cuestiones que para decirlas seriamente hay que tener derecho, ser filósofo. El mundo formal de un escritor es un mundo de prejuicios del que conviene salir un poco.

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