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Sábado, 19 de febrero de 2011
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Entrevista con el poeta rionegrino Alberto Fritz

“Nunca la voz por encima del poema”

El autor de El lugar más iluminado explica así, de algún modo, su condición de poeta “aislado voluntariamente”. Casi toda su producción está inédita. “Hay que dejar que pase el tiempo y ver si lo escrito sigue funcionando”, sostiene.

Por Silvina Friera
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Primeras influencias de Fritz: Los Beatles y Hermann Hesse.

La voz serena de un poeta “secreto” llega desde Viedma, Río Negro. Qué dicha escuchar –y leer– a Alberto Fritz. La mirada del lector, transmutada por la belleza y la austeridad, se adhiere irrevocablemente a la red de instantáneas que despliega en sus poemas: esa gaviota que sube, oscila y luego desciende; la lluvia que cae y golpea incansable sobre techos y arroyos; el cielo, piel de constelaciones; el constante ondular de las ramas en las noches de viento, o el motor del Ford que suena “tan estable como un Allegro de Vivaldi”. Los poemas de Fritz captan retazos de una vastedad que a simple vista se escapan como los granos de arena entre las manos; componen una musiquita que perdura en el tiempo. “A los 13 años escuché por primera vez a Los Beatles y pensé que yo también podría escribir esas letras sencillas; qué ingenuo, ¿no? –se burla de ese adolescente que fantaseaba con emular un estilo–. Casi al mismo tiempo cayó en mis manos El lobo estepario, de Hermann Hesse; fue una combinación fatal, todavía estoy intentando resolver eso.”

Aunque el poema “nunca alcanza”, este “Buda de la Patagonia” –que nació en Viedma en 1962– no deja en paz el poema. No puede, ni quiere. Su primer libro, Animal sumergido (1989), se publicó a través de un concurso. Como en el jurado estaba Joaquín Giannuzzi, Fritz leyó sus libros por curiosidad, “para saber quién era esa persona que me había premiado”. Esa curiosidad cambió su manera de escribir. “Giannuzzi y (Alberto) Girri son para mí dos poetas no reconocidos en toda su magnitud”, subraya el autor de Los juegos menores (1991), Fragmentos de un diario de mar (2001), Ecología del amor (2001) y el más reciente, El lugar más iluminado. “La mayoría de los libros que escribí están inéditos; eso tiene que ver con vivir lejos del ámbito editorial, pero también con una decisión personal: dejar que pase el tiempo y ver si lo escrito sigue funcionando; la publicación viene después”, plantea Fritz en la entrevista con Página/12.

–Resulta llamativo el epígrafe inicial de “Fragmentos de un diario de mar”, donde se lee que de los escritores de Japón aprendió que cuando se trata de escribir, lo mejor es irse y esconderse. ¿Más que un poeta “secreto” sería un poeta “aislado voluntariamente”?

–Bueno, Fragmentos... fue un libro escrito en 1988 y publicado en 2001 (trece años después), y ahora estamos en 2011, así que median veintidós años entre esa experiencia, esa necesidad de aislamiento y el presente, pero ocurrió así: me fui a una casita, al mar, para encerrarme, esconderme, y los poemas fluyeron durante tres días. Casi no hay correcciones en esos textos; estuve –como expresa el epígrafe que abre el libro– “metido en la lata” y por suerte hubo experiencia musical. La decisión fue espontánea, necesaria para decir algo que no sabía bien en ese momento qué era, pero que sólo podía cumplirse volviendo a la voz poética y al poeta algo mínimo. Esto aprendí: nunca la voz por encima del poema. Y a partir de ahí intento que los poemas que escribo reflejen eso.

–En el poema XV de ese mismo libro se lee: “Recuerda que poema es el cuerpo, pensando, escribiendo, para la voz de la voz”. ¿Sería ésta su ars poetica?

–Sí, ese poema funciona como una suerte de arte poética, el cuerpo abandonado a esa voz (la musa, el inconsciente) que busca un significado. Hay también en esas líneas una postura bartheana sobre el lenguaje, sobre lo fragmentario. El abandono permite que el poema sea, diga. En palabras de John Cage: “Amar = dejar espacio al ser amado”.

–¿Qué importancia tiene el silencio, algo recurrente en su poesía?

–Estar atentos, eso es callar, para “escuchar la música de los ángeles”, como quería Juan L. Ortiz. El poema como una especie de equilibrio entre lo que ignoramos y lo que a veces sabemos al terminarlo; el silencio funciona como una red, la materia oscura del texto, como en el Universo: sin materia oscura no hay luz.

–¿“Poco es siempre mucho” en la poesía, parafraseando un verso suyo?

–Eso tiene que ver con experiencias de mi infancia: mi padre era mecánico y arreglaba desde un tractor hasta un auto de carreras con pocas herramientas; yo era niño y escuchaba cómo sonaban esos autos afinados después de que mi padre había trabajado en ellos; por su parte, mi madre, siempre en la cocina, con pocos elementos hacía comidas exquisitas. Esa austeridad es aplicable a la escritura. Por eso poco es siempre mucho.

Fritz calla. Como en uno de sus versos, parece insinuar en esos segundos de reposo que no existe mejor método que el silencio para conocer cada palmo de esta tierra. “Lo que un poema enseña, al poeta o al lector, lo puede enseñar en el proceso mismo de la escritura o de la lectura, pero cuando se lo intenta explicar en términos académicos creo que generalmente terminamos en la periferia del texto”, advierte el poeta. En muchos de sus poemarios invoca y convoca a otros poetas como Marianne Moore, Idea Vilariño, Giannuzzi, Martín Gambarotta y Muriel Rukeyser, entre otros. “Como decía Marina Tsvietaieva, son los contemporáneos con los que uno conversa mientras escribe sus cosas, contemporáneos que no siempre están vivos, pero que uno intuye recorren por momentos como uno y con uno, caminos similares –explica–. He citado a esos poetas en determinados libros y textos porque quería compartirlos con el lector, pensando que una línea contribuiría incluso a terminar un poema, a estallarlo, o abrirlo a nuevas posibilidades.”

–En El lugar más iluminado hay un poema dedicado a los muertos de su generación en Malvinas. ¿Qué significó para usted esa guerra?

–Mi generación está atravesada por la muerte. La dictadura del ’76 se llevó lo mejor de la generación anterior, así que quedamos un poco huérfanos. Malvinas fue una guerra sin sentido. Todavía recuerdo mi número de sorteo militar: 996. Fui a revisación y me tocó Infantería de Marina, pero mi padre murió y fui exceptuado del servicio militar. Por eso el muerto en el poema soy yo. Todos morimos un poco en esa guerra.

–¿Qué cosas ayudan a entrenar el oído de un poeta?

–Sobre todo la lectura de otros escritores que no necesariamente son poetas en el sentido tradicional que se le da al término: Marguerite Yourcenar, John Berger, John Cheever, Andrés Rivera, Ricardo Piglia... la lista sería extensa. Pero para responder de una manera más directa, recuerdo lo que decía un poeta, Alfredo Veiravé, también del interior: “Soy un provinciano absoluto, con búsquedas y convicciones universales”. El hablaba de la importancia que tenía para un escritor el contacto directo con la naturaleza, no el paisaje como algo pintoresco sino la naturaleza como generadora de energía, y contaba la anécdota de un vecino que antes de cortar unas paltas de su patio le había ido a pedir permiso porque se enteró de que Veiravé había escrito un poema sobre ellas. Si un vecino nos pregunta eso, sabemos que nuestro entrenamiento ha dado sus frutos.

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