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Lunes, 5 de diciembre de 2011
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Entrevista a la escritora mexicana Daniela Tarazona

“Escribo desde las orillas, siempre a punto de caerme”

En su elogiada novela El animal sobre la piedra, la protagonista cambia de piel y se va convirtiendo en reptil, con absoluta naturalidad, prescindiendo del registro fantástico. “Quisiera abrir a los personajes, sacarles los órganos y sentir la carne”, sostiene.

Por Silvina Friera
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“Soy mexicana, pero me siento más de ninguna parte”, plantea Tarazona. Se presentó en la FIL, que terminó ayer.

Desde Guadalajara

El ruido del mundo a veces produce un aullido interior que contenemos. El aullido no se consuma. Pero hay una imagen que una joven mujer no puede borrar de su retina. No olvida la espantosa nitidez del rostro de su madre cuando murió. A Irma la impulsa una fuerza opuesta a la muerte. Decide escapar para alejarse de la pérdida. Se sostiene –confesará– en los secretos que guarda. Los cambios en su organismo ya comenzaron. Se produce una anunciación o un “suceso extraordinario”, cuando un gato de color gris entra a su cuarto y orina bajo su cama. Decide tomar un avión y refugiarse en una playa. Quiere tener una vida feliz. Durante el vuelo comienza la transmutación: la piel se desprende. Pronto conocerá a un hombre con su mascota, un oso hormiguero, que se convertirá en su compañero. La metamorfosis avanza: al restregarse los párpados, percibirá que ha perdido las pestañas. El cuerpo de Irma sabe que comienza un proceso que la llevará a convertirse en un reptil. El animal sobre la piedra (Entropía) es la primera novela de la mexicana Daniela Tarazona, uno de los 25 secretos mejor guardados de América latina que presentó la 25ª Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), que terminó ayer.

Como dos trozos de esmeraldas asustadas, los ojos de Tarazona vigilan aun cuando parecen en reposo los movimientos de la sala de la Feria, donde los escritores se reúnen antes de presentar un libro o participar de alguna conferencia o encuentro. Si pudiera optar, la escritora mexicana preferiría no desnudar su intimidad en público. “De pronto se le pide a un escritor que tenga certezas. Hay una demanda en los tiempos que corren de ecuanimidad. ¿Por qué tenemos que ser ecuánimes los escritores? ¿De dónde salió esa idea? No lo sé. Pero no soy alguien que escriba desde la seguridad. Al contrario, escribo desde las orillas, desde los barandales, estando casi siempre a punto de caerme. Y quizá por eso le temo tanto a la escritura, porque implica explorar esas zonas de mi ánimo y de mi mente”, revela la escritora. Tendría 8 o 9 años cuando su padre le regaló un diario. “Me pareció fascinante la posibilidad de que pudiera tener en ese diario mi intimidad, escribir sobre lo que me pasaba todos los días y cerrarlo con un candado –recuerda–. Ahora que lo digo, no es algo que haya pensado antes, quizá por eso me cuesta tanto esta parte pública o de publicación. Aunque lo que uno escribe no es el reflejo fiel de todo lo que uno es, sí resulta una parte de lo que uno atraviesa. Escribir es un acto de desnudar ciertas zonas de nuestro interior y eso me hace sentir a veces muy vulnerable. Como si me fueran a conocer de cabo a rabo. Y no es así, sé que es imposible. Pero es una sensación medio irracional”.

El animal sobre la piedra, publicada en México por la Editorial Almadía, fue considerada una de las diez mejores novelas de 2008. “Me costó mucho trabajo escribirla porque nunca sé lo que voy a escribir y nunca vuelvo hasta que llevo un buen trecho de páginas escritas. A veces estoy tan metida a nivel emocional y de percepción, que estoy perdida dentro de la propia historia”, dice la escritora a Página/12.

–Irma decide escapar cuando queda huérfana. ¿Qué importancia tiene la orfandad en esta novela?

–Los motivos del personaje, su devenir, tienen que ver con haber perdido a su madre. Mis padres son huérfanos; hay un sentido de orfandad transmitido a través de las generaciones. Tengo la sensación de que literaria y emocionalmente no sé de qué asirme, como si no tuviera a nivel emocional un sostén. Irma recorre esa parte del vacío, de la falta de certeza. La única vía que le produce certeza y paz es su vocación de supervivencia, esa mutación que la va convirtiendo en un reptil.

–Quizá lo que asombra de la novela sea la naturalidad con la que Irma cambia de piel y cómo aborda el tópico de la metamorfosis prescindiendo del registro fantástico. ¿Esta intención estuvo desde el comienzo de la novela?

–Desde el principio quise sostener ese punto donde la mutación sucedía de manera natural. Irma simplemente acepta esos cambios, teniendo una certeza instintiva de que le darán un mejor lugar en el mundo; que producirán que ella viva de manera más adaptada. Estamos en un tiempo histórico en que nuestros atributos que tienden al costado animal están completamente hundidos, relegados; es interesante ver cómo tenemos muchas reacciones y actitudes que parten de nuestra animalidad y no de nuestra parte racional. No estamos nada familiarizados ni sabemos distinguir qué parte animal nos constituye y dónde interviene la razón. Me voy dando cuenta de que con el tiempo tengo una gran inclinación a los temas biológicos, médicos, a lo corporal. Lo que quisiera es poder abrir a los personajes, sacarles los órganos y sentir la carne. Quería poner en alto la condición animal de mi protagonista.

–¿Tal vez el “exceso de cultura” desplaza ese costado más animal a un segundo plano?

–Sí, sin duda. Hemos privilegiado nuestra cabeza, nuestra razón, por sobre todas las cosas, creyendo que la razón es poderosa y todo lo gobierna. Cuando hablé con un biólogo y me empezó a comparar el comportamiento animal con reacciones humanas, incluso el crimen podría entenderse porque hay animales que matan a sus hijos. Hay muchas cosas que tienen que ver con nosotros, pero las hemos dejado de lado, pensando con mucha soberbia que tenemos todo bajo control. Continuamente nuestro instinto se escapa, se fuga. Y eso es muy desconcertante. El amor tiene una grandísima parte además en todo esto. Y ahí la razón no sirve, no tiene objeto y no es una herramienta con la que puedas sostener la emoción. Por eso seguimos escribiendo sobre el amor o el desamor. Además de ser huérfanos, en nuestra generación somos hijos del desamor o de una idea nueva del amor, de una concepción distinta de la pareja. El mundo nos vino con varias fallas y torceduras complicadas de lidiar.

–¿Cuál fue el comentario que más la sorprendió cuando el biólogo comparaba comportamientos animales con reacciones del hombre?

–Un especialista en reproducción me contó lo que había sucedido en cierta especie de lagartijas. Cuando faltaba el macho y no podían aparearse, lo que sucedía es que estas lagartijas tenían una reserva de semen del último apareamiento que habían tenido, entonces lo usaban. Y tenían hijos, aunque no hubiera machos. También me sorprendió que me comentaran que la tercera generación de lagartijas, como en el entorno en que vivían era peligroso poner a la cría en un huevo, se habían vuelto mamíferas. Todo esto me pareció alucinante porque no es algo que tengamos para nada próximo a nuestras vidas. Uno no está pensando que es pariente de los reptiles, y realmente lo somos. No sólo somos cabeza, técnica, cultura, sino que somos como esos bichos con otras aptitudes como el lenguaje.

–En la novela hay una frase que destaca que el papel del testigo es reconocer los hechos, pero también se advierte que “los testigos suelen ser personas débiles que se dejan llevar por sus pasiones y oscurecen lo que ven”. Es un gran dilema el papel del testigo en la literatura, siempre oscila entre el reconocimiento y el oscurecimiento de los hechos.

–Pues sí, es un gran dilema. Una no puede dejar de observar los hechos del mundo, incluso el acontecimiento de ficción, desde un sitio subjetivo. Por más que el personaje cobre vida, se manifieste, se levante y tenga mucha fuerza, está la mirada que le trae a cuento. Eso es de lo que una trata de escapar cuando escribe, para ser lo más fiel o leal posible a ese universo imaginado. Esto implica limpiar la mirada y dejar que ese hecho imaginado se manifieste con toda su fuerza y no intervenir, no tartamudear ni poner obstáculos. Con esta novela me sucedió que hay un nivel en mi percepción personal como Daniela Tarazona, que no distingue entre el mundo imaginado y el mundo real. Por un lado es una sensación muy vertiginosa, emocionante. Pero por otro lado, me hace tener mucho miedo a la escritura. Le tengo temor porque vuelvo y leo lo que escribí y me asusto. No sé de dónde salió y no puedo entender que yo haya sido quien escribió eso. Hay una sensación de extrañamiento que me sobrecoge.

–Algunos comparan su novela con La metamorfosis, de Kafka. No parece una comparación tan atinada, ¿no?

–Cuando se me ocurrió lo de la mutación, dije: “Claro, está bien que su mutación sea hacia un reptil”, porque el reptil representa la capacidad de supervivencia, el estoicismo, la resistencia; son magnánimos, unos bichos rarísimos. Siempre me parecieron enigmáticos. Recuerdo un encuentro que tuve con una iguana en Cancún. Yo la miraba y pensaba: “¡Qué cosa más extraña este animal! ¿Qué le pasará?”. Ninguno de los primeros lectores que tuve relacionó la novela con Kafka; pero luego me topé con un escritor que me dijo que iba a tener que acostumbrarme a que me compararan con Kafka. El tema en la literatura es muy viejo y está en la mitología griega, en La metamorfosis, de Ovidio, en El hombre lobo, de Boris Vian, y en muchos textos más. Sin embargo, Kafka se ha vuelto como el lugar común de la metamorfosis, lo que revela cierto desconocimiento de algunas fórmulas y algunos temas que han sido de interés para muchísimos escritores. No es una comparación que me parezca muy apegada a la realidad. La mutación en mi novela coloca al personaje en un sitio mejor en el mundo, como si ascendiera en la escala de la evolución, porque logra adaptarse de una mejor manera.

–Se percibe que su escritura busca alcanzar la máxima condensación y belleza, algo que podría vincularse con la poesía. ¿Escribe o lee mucha poesía?

–Todo el trabajo que hice como escritora antes de comenzar El animal sobre la piedra fue hacer crítica literaria y escribir poemas. Tengo dos poemarios inéditos. Luego surgió la necesidad de escribir la novela y entonces todo empezó a darse de una manera más natural. Después entendí que muchas de las características de mi modo de pensar y de concebir el mundo se encontraban mejor en un territorio narrativo donde pudiera contar una historia. Mi abuela materna fue poeta, Olga Kochen. Ella era venezolana y publicó cuatro libros; después se alejó del mundo literario, la desilusionó mucho, no le gustaba. Siguió escribiendo pero ya no publicó más. Mi abuela me pasó muchas lecturas, era muy interesante poder tener una entrada a la literatura a través de sus ojos. Me interesa mucho cuidar el lenguaje, trato de no repetir palabras en un párrafo y que haya cierta sonoridad, una música que sea agradable. Me gusta leer en voz alta y escuchar bien lo que escribí. En el caso de El animal sobre la piedra, la voz del personaje exigía más precisión. Yo no quería de ninguna manera inclinarme hacia el drama, el padecimiento, trataba de cerrar las fugas que podía tener el personaje hacia esas sensaciones. Por eso es muy directo, muy condensado el lenguaje porque era algo que pedía esta historia.

–¿Por qué hacia el final de la novela adquiere relieve la cuestión de la maternidad?

–Cuando se me ocurrió lo de la mutación, dije: “Voy a hacer que ponga un huevo”. Me parecía que era un buen símbolo que ella pusiera un huevo. Cuando hablé con los biólogos sobre la reproducción, me dijeron que las lagartijas guardaban el semen para reproducirse cuando no había machos, pensé que esto se parecía a la inseminación artificial. En estos tiempos, tenemos mucho terror a ser madres, la maternidad es algo que produce un grandísimo miedo. Quizá sea por esta sensación de orfandad. Al no tener una estructura sólida, las carencias de esas certezas hacen que sea difícil querer tener una descendencia. Hubo gente que se escandalizó con la escena en la que Irma se queda preñada. De pronto, somos muy mojigatos. “¡Pero cómo se reproduce, cómo se sienta en el semen!”, me decían (risas). Quería transmitir una idea que siempre me ha rondado la cabeza; somos una generación que creció con el temor del SIDA, una generación en la que los fluidos corporales son signos de amenaza. Es como si de repente hubiéramos llevado el contacto sexual a un territorio de vocación aséptica. Nuestra percepción de la sexualidad mejor que atraviese por el plástico que por la carne. Los referentes que teníamos sobre el amor, sobre la sexualidad, sobre las cosas que estaban en el mundo para permanecer, ya no los tenemos. Yo soy mexicana, pero me siento más de ninguna parte, una persona desorientada y extraviada en el mundo.

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