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Miércoles, 1 de febrero de 2012
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Sascha, notable novela de la ruso-alemana Alina Bronsky

La belleza de una venganza

La protagonista es una rusa de 17 años que vive en un complejo habitacional en los suburbios de Frankfurt. La novela retrata las imposturas integradoras de la educación alemana y refleja los claroscuros del Estado de Bienestar europeo.

Por Silvina Friera
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Bronsky nació cerca de la cordillera de los Urales y vive desde los 13 años en Frankfurt.

Una voz huérfana ladra desde las páginas de Sascha, primera novela de la ruso-alemana Alina Bronsky, publicada por la editorial Blatt & Ríos. Esa voz muerde a fondo con una insolencia tan corrosiva que desgarra, de buenas a primeras, un sinfín de clichés culturales, sociales y políticos. El efecto, además de adictivo, es inquietante. Sascha Naimann, una joven rusa de 17 años que vive en el Solitario, un complejo habitacional en los suburbios de Frankfurt (Alemania), no es un tipo. Aunque el apelativo, a menudo, se preste a la confusión de género. “Yo soy mi propio hombre”, dice, repitiendo una frase que siempre proclamaba su mamá, acribillada por su pareja, Vadim, un ex combatiente ruso que la mató delante de Sascha y de sus dos hermanos menores: Alissa y Anton.

Quizá esa voz arrasadora, que golpea en la boca del estómago de los lectores como la letra de Nautilus Pompilius –una banda gótica de los Urales, hace tiempo olvidada, que escucha uno de los habitantes del gueto ruso–, sea la de la primera heroína incidental de la novela del siglo XXI. “El médico borracho/ ha dicho/ que ya no existes/. El bombero dijo/ que tu casa se incendió.” La canción destila una melancolía casi apocalíptica. Sin embargo, esta heroína fascinante, lejos de hundirse en una espesa grisura de no future, se agiganta en el mismo instante en que decide profanar el templo de la víctima que le han adosado. Es –aclara– la única del barrio que todavía profesa “sueños razonables”. Ninguno de esos sueños le produce el menor atisbo de vergüenza. La venganza es para ella un pensamiento “bello”. Quiere matar al asesino, que purga su condena en la cárcel. Y quiere escribir un libro sobre su madre. Hasta revela que, a pesar de que no lo comenzó, tiene un título provisorio: “La historia de una señora pelirroja sin cerebro, que aún viviría, si hubiera escuchado a su hija mayor”.

Indómita y arrogante. Así suena Sascha, bellamente insoportable por la manera en que resquebraja las imposturas de la integración en la educación alemana y las deficiencias del Estado de Bienestar. A pesar de un leve barniz de “erudición” –es la única del barrio que asiste a la escuela Alfred Delp–, esa arrogancia se podría fundamentar en una desventaja de clase: debe demostrar que es alguien en la vida. Poco importa que su madre haya estudiado Historia del Arte en Rusia y que haya actuado en un grupo de teatro al que siempre prohibían. Los diplomas y prestigios sociales de “allá” se desvanecen en los estrechos muros del Solitario. No se compadece de su (mala) suerte, Sascha. Ni siquiera tiene un pelo de la pobre huerfanita con dos hermanos y una tía lejana, importada desde Novosibirsk (Rusia), que cuida de “tres chiquillos rusos trastornados” y apenas balbucea más o menos veinte palabras en alemán. No hay desapego ni distancia. Ni susurro ni medias tintas narrativas. Esa primera persona avanza como un tren de alta velocidad, impulsado por una melodía que conjuga la virulencia del punk con el rap de Eminem, el único músico al que la protagonista puede escuchar, horas y horas, desde el brutal homicidio de su madre. “Odio el Solitario. Odio a esta gente. No puedo evitarlo, y ellos tampoco. Todos son unos pobres cerdos y cada vez se vuelven más pobres. Yo los provoco y no reaccionan y me odian en secreto”, despotrica Sascha en un momento en que su coraje flamea como un harapo y admite que –por primera vez– siente miedo. Acaba de zafar de un intento de violación. El atacante frustrado es el matón del barrio, Peter, el joven que escucha a la banda gótica de los Urales.

El pasaporte azaroso de esa “salvación” es un grito que paralizó al atacante: el nombre de Volker Trebur, el jefe de sección de un gran periódico de Frankfurt, donde se publicó una crónica “inadmisible” sobre Vadim, en la que una inexperta periodista pondera los dibujos del asesino en la cárcel. Indignada por ese texto, Sascha se arrima hasta la redacción. El periodismo, en la novela de Bronsky, también es interpelado. “Es posible que no pueda expresarlo correctamente, pero si Adolf Hitler viviera, ¿iría usted a verlo y elogiaría sus dibujos?”, le pregunta a la cronista en cuestión, quien amaga con ensayar una respuesta. Enseguida calla. Volker, en cambio, precisa reparar el daño. Ese hombre divorciado pronto le ofrecerá su casa como refugio para que Sascha pueda escapar, aunque más no sea por un día, de la hostilidad del gueto ruso, un lugar que huele a desgracia. “Te amo son las palabras más tristes del mundo”, comprende Sascha después de haber descubierto un abismo insondable entre el amor y el sexo; con Volker el enamoramiento aumenta mientras la expectativa sexual decrece porque “los adultos lo hacen distinto a nosotros”. Con el hijo de Volker, Felix, un joven trasplantado que lidia con unos pulmones y bronquios averiados, el encuentro es superado, pese a que Sascha lo califica de “pegajoso”.

Las cicatrices de Sascha y de Felix distan de igualar los padecimientos, pero compensan las asimetrías de clase. Más allá de la tenacidad, de cierta madurez adquirida a los porrazos, en Sascha persisten residuos que pivotean entre la ingenuidad y la obstinación. Creía que no había problemas en la vida del padre y del hijo. Pero los ahogos de Felix y su posterior internación liman los prejuicios de la heroína incidental. Cada familia, como postuló Tolstoi, es infeliz a su manera. No obstante Bronsky duplica la apuesta cuando pone en boca de Volker una frase que cifra los sentidos de la novela: “Una familia es una catástrofe natural ambulante”. La ilustración de tapa, realizada por la artista Isol, concuerda con la estética de la creadora de Sascha, editada en 2008 bajo el título Scherbenpark. De ella, de Bronsky, una ajustada síntesis biográfica podría alimentar una conjetura. Nació en 1978 en Jekaterinburg (Rusia), ciudad ubicada en la parte oriental de la cordillera de los Urales, y vive desde los 13 años en Frankfurt. Alina no es Sascha, pero la escritora seguramente decantó materiales próximos a lo autobiográfico. La semblanza de la vida en ese complejo habitacional, por ejemplo, le confiere un encuadre verosímil. Si Bronsky no vivió en un espacio homologable al Solitario, se nutrió de historias, atmósferas y descripciones que cimentaron su universo ficcional.

Además de la potencia inusitada de la voz narrativa, los diálogos son una de las columnas vertebrales. Emiten una radiación tóxica. Sin duda entre esos diálogos, el más extremo y punzante es con otro Volker, el “falso”, un estudiante de informática que Sascha encara a modo de “último intento desesperado por salir de la niebla”. Una sigla mete escalofríos. El Volker apócrifo está afiliado al NPD, el ultraderechista Partido Nacional Democrático alemán, el principal aglutinante de neonazis. Ya en la recta final de esta novela, traducida por Nicolás Gelormini, Sascha está convencida, por más descabellado que parezca, de que todos los caminos conducen al perfeccionamiento de su plan: matar, como sea, a Vadim. Da igual si le revienta el cráneo a pedradas, lo acuchilla, lo envenena o le dispara a mansalva. Sascha seduce y apura a ese “cara pálida” neonazi que, al fin y al cabo, le suministrará una experiencia sexual aburrida y bastante desagradable. Los rusos, arremeterá Volker, alguna vez fueron peligrosos. “Ahora nos podemos olvidar de ellos. Se van a morir todos borrachos. Se degeneraron”, arenga sin darse cuenta del origen de Sascha.

Oscuro es el vestido que lleva la protagonista, tan oscuro como sus pensamientos. Ni siquiera le alcanza con el módico ajuste de cuentas que recibirá el neonazi. Sascha lo engatusa y lo invita a una excursión por el bosque, donde el matón del Solitario le servirá Ketamina y Vodka. El pequeño facho –como lo llama Peter– tendrá su lección. “Me voy a coger a tu mamita” es lo más amistoso que le lanza. Si a Sascha le parece un poema y confiesa que a ella le gustaría tener esa maestría para insultar, pronto demandará “algo más fuerte”. El cimbronazo irrumpirá con la noticia menos esperada: Vadim murió. Los nervios de Sascha y de la narración se aceleran; beats frenéticos suenan como un pulso alocado. Sascha se ríe, pero no se arrastra.

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