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Martes, 28 de febrero de 2012
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Publican la Poesía no completa de Wislawa Szymborska

Lejos de las grandes palabras

La escritora polaca, Premio Nobel de Literatura 1996, falleció el 1º de febrero de este año. Los académicos suecos la compararon con Samuel Beckett y Paul Válery. Pero ella construyó una obra ajena a los estereotipos, intensa en su extraña y maravillosa levedad.

Por Silvina Friera
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Wislawa Szymborska vivió la tragedia del pueblo polaco en el siglo XX.

La muerte llega cuando duermes. Este verso lo escribió esa abuela sonriente con mohínes de niña traviesa que más de uno hubiera deseado abrazar, en su espartano departamento de Cracovia, pero cuando era una joven poeta de nombre y apellido impronunciables. La lengua de unos cuantos –aún hoy– necesita entrenarse, puntual y cordial, en el ejercicio de deletrear, con esmero y asombro, el íntimo so-

nido de tantas consonantes juntas que tiene el idioma polaco. No era la muerte su tema. Y sin embargo la vaticinó, demasiado joven, tal como sucedería. Dormía, Wislawa Szymborska, cuando murió, el pasado 1º de febrero, a los 88 años. Hacía tiempo que la Premio Nobel de Literatura 1996 andaba de boca en boca. Los polacos decían, dicen y dirán sus poemas. Uno, especialmente, es tan popular como un himno: “Nada sucede dos veces/ ni va a suceder, por eso/ sin experiencia nacemos, / sin rutina moriremos”. Los poemas de Wislawa, tan sencillos y juguetones en el afán de exaltar las pequeñas y curiosas diferencias, están integrados a la vida cotidiana polaca. No vuelan por encima ni debajo de nadie. A casi un mes de su muerte, el lector argentino podrá reencontrarse con “el punto exacto entre el humor y lo ridículo, entre el pesimismo y el entusiasmo, la contradicción de sentimientos y efectos poéticos” en los poemas de Wislawa, gracias a la edición de Poesía no completa (Fondo de Cultura Económica), publicada originalmente en México en 2001, con prólogo de la escritora Elena Poniatowska.

Como quien no quiere la cosa, ahora también se puede comprobar que la poeta polaca compuso su propio epitafio en uno de los poemas de Sal (1962), su segundo libro o el que ella quiso que fuera su segundo libro. Todos los poemas que publicó antes de 1957 fueron repudiados y expurgados de su obra por la propia Szymborska, quien renegó de su etapa de apego al realismo socialista. “Aquí yace, como la coma anticuada,/ la autora de algunos versos. Descanso eterno/ tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta/ con los grupos literarios no se hablaba./ Aunque tampoco en su tumba encontró nada/ mejor que una lechuza, jacintos y este treno./ Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta/ y piensa un poco en el destino de Wislawa”. Nunca se tomó en serio las pompas y los fastos que le adosaron los académicos suecos que la condecoraron con el Premio Nobel. La compararon con Samuel Beckett y con Paul Válery. La respuesta a los engolados académicos podría estar cifrada, secretamente, en sus versos. Es, claro, un efecto de la lectura de los poemas que empiezan en su tercer libro, Llamando al Yeti (1957) hasta Fin y principio (1993) y seis poemas posteriores incluidos en la antología como “Poemas nuevos”: “La familiaridad es la mejor de las madres: no favorece a ninguno de sus hijos/ y apenas si recuerda quién es quién”.

Los académicos suecos la calificaron de “Mozart de la poesía por la riqueza de su inspiración y sobre todo por la leve gracia con que ordena las palabras”. Como estaban acicateados por el entusiasmo musical, agregaron “que hay algo de la furia de un Beethoven en su actividad creadora”. Tal vez Wislawa quiso huir despavorida ante el exceso de solemnidad. Quién sabe. Lo cierto es que dio una magnífica lección, cuando recibió el máximo galardón de las letras en Estocolmo y dijo que tenía en altísima estima dos palabras: “No sé”. Esas dos sílabas entrañables para la poeta polaca les abrieron las puertas de la gloria científica –desde la duda filosófica– a Isaac Newton y a Marie Curie. “En el lenguaje de la poesía, donde se calibra cada palabra, nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Ni un solo día o una sola noche. Y sobre todo, ni una sola existencia, ninguna existencia en este mundo”, afirmó entonces. Antes del Nobel anunciado el 3 de octubre de 1996, como consignan los traductores en la nota introductoria, apenas se había publicado no más de una veintena de traducciones de los poemas de Szymborska en toda el área de la lengua española. Ese mismo día comenzó una carrera desesperada, para fortuna de los lectores, primero por saber quién era esta dama polaca que nació el 2 de julio de 1923 en Bnin (un pueblo del oeste de Polonia) y vivió desde los ocho años en Cracovia, y luego por traducir sus obras.

El destino de Wislawa quizás haya sido la risa más sencilla y bella. Reírse con la cabeza levemente inclinada, sorprendida en la piel de un poema, descubriendo, en sus primeras tentativas, que los ritmos poéticos son los mismos que los latidos de su corazón. La risa para eclipsar la angustia, para neutralizar los pesares de las sucesivas particiones de Polonia, Hitler, Stalin, la ocupación del país, la presencia de campos de concentración como los de Auschwitz-Birkenau y Treblinka. En 1942 tenía 19 años, estudiaba literatura y sociología en la Universidad de Jagellona. Imposible imaginar, con ese escenario, un tiempo de paz en algún rincón del horizonte. Todo era un rosario de infinitas calamidades. El poder arbitrario de la lectura permite encontrar en el futuro la respuesta que ella adoptó en el pasado. “En esos desfiladeros trágicos/ el viento se lleva los sombreros, y es inevitable: la imagen nos da risa.”

La joven que ingresó a la redacción del semanario La Vida Literaria en 1953 –donde trabajó hasta 1983– siguió escribiendo poemas y tradujo un gran amor: la poesía medieval francesa. La risa de la poeta polaca, conviene aclarar, es una risa en estado de pregunta también. La certeza, qué duda cabe al leerla, es la tumba inexorable del verso. “¿Existe, pues, un mundo/ sobre el que tengo un domino absoluto? ¿Un tiempo que ato con cadenas de signos?/ ¿Una existencia infinita a mis órdenes?”, se lee en el principio del poema “La alegría de escribir”, el primero de Mil alegrías-un encanto (1967). No hubo multitudes de periodistas en peregrinación rumbo al piso sin lujo alguno de Cracovia, con aires de vivienda de protección oficial –en el que nunca faltaban bombones y brandy, según cuentan–, donde vivió Szymborska. “Cuando escribo, siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras”, comentó en alguna de esas escasas entrevistas que solían concluir con la poeta polaca oficiando de reportera: inquieta, curiosa, azuzando con preguntas a sus ocasionales entrevistadores. “No uso la desesperación, porque no es cosa mía/ y sólo me fue entregada en depósito”, dice en “Paisaje”. En el mundo de Wislawa reina el instante poético. “Cuando pronuncio Futuro,/ la primera sílaba pertenece ya al pasado/. Cuando pronuncio la palabra Silencio,/ lo destruyo. Cuando pronuncio la palabra Nada, creo algo que no cabe en ninguna no-existencia”, se lee en “Las tres palabras más extrañas”, casi al final de su Poesía no completa. Así era Wislawa: intensa en su extraña y maravillosa levedad.

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