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Lunes, 28 de mayo de 2012
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Maximiliano Crespi, autor de La conspiración de las formas

“Hacer literatura es inventar formas de vida contra natura”

Escritor, crítico, investigador y docente especializado en teoría literaria, es considerado por muchos como una suerte de “nieto díscolo de David Viñas”. En su último ensayo construye complejos y lúcidos artefactos de lectura.

Por Silvina Friera
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Maximiliano Crespi es, también, codirector de la editorial 17grises.

Una imagen se concentra en su retina verbal, una burbuja de aire cuyo interior está intacto, esperando a que se lo invoque o se le permita resurgir. Y emerge repentinamente, como si sembrara el enigma abierto de un principio, el comienzo de una pasión, en Oriente –un pueblito de la provincia de Buenos Aires–, a mediados de la década del ’80. Maximiliano Crespi, escritor, crítico, investigador, docente especializado en teoría literaria y codirector de la editorial 17grises, no imaginaba entonces, en una “casa sin libros”, que se dedicaría a construir complejos y lúcidos artefactos de lectura como La conspiración de las formas (Unipe), impulsado por el deseo de devolver a la lectura esa “forma de exploración que, como gustaba al hedonismo provocador de Nicolás Rosa, implica la experiencia de una excursión en el campo sin fronteras de la letra”. En las primeras páginas de estos “apuntes sobre el jeroglífico literario”, se lee: “Como el escritor, el lector es menos un testigo que una huella. Escribir la lectura es comprometer el cuerpo en la disposición de una mirada que se sitúa en el pasaje del deseo de la obra al deseo de la escritura”. En el corazón de Villa Crespo, en el mítico bar Angelito, donde se reúnen cada quince días los miembros del OLAC (Observatorio de la Literatura Argentina Contemporánea) “para leer y desleer” textos del presente, Crespi apoya los codos sobre la mesa como si se reclinara a la sombra de un recuerdo.

“Me viene a la mente –no entiendo por qué– una escena de escritura. Mi vieja era ordenanza en la municipalidad del pueblo. Yo iba a la escuela a la mañana y a la tarde me llevaba con ella cuando tenía trabajo que terminar. Para que no jodiera me daba una pila de papeles y me dejaba usar una de las máquinas de escribir. No puedo explicar lo que me gustaba eso. El sonido de la máquina, esa cosa mecánica que hemos perdido, el dibujo definitivo de la letra en el papel. No recuerdo qué escribía, pero sí recuerdo que escribía mucho, desde que llegaba hasta que nos íbamos. Mi vieja me tenía que arrancar el papel de la máquina para que la dejara. Me gustaba escribir, no escribir algo específico, sino escribir a secas”, cuenta el escritor y crítico a Página/12. Las especulaciones de los otros para este “nieto díscolo de David Viñas” –cuyo pensamiento examinó críticamente en El revés y la trama– son un incentivo, una motivación. La idea de “jeroglífico”, una de las columnas vertebrales de La conspiración de las formas, irrumpió a partir de una nota al pie en un libro de Raúl Antelo. Pero el concepto recién fue tomando cuerpo a través de la relectura del Raymond Roussel de Michel Foucault. En la primera parte, una tríada de ensayos reconstruye la trama estético-política de las revistas Letra y Línea, Literal y Sitio. En la segunda, en cambio, explora el proceso de descomposición del imaginario en Roland Barthes, la compleja relación entre literatura y sinrazón en Foucault y el tópico del sueño en la obra de Roger Caillois. El artefacto conspirativo de Crespi funciona como una pequeña máquina de guerra que traza grietas sobre el imaginario bienpensante.

–La conspiración de las formas está evidentemente atravesado por “ademán”, una palabra que aparece muchas veces en estos ensayos y que remite a Viñas. Sin embargo, hay una sutil tensión en esta filiación, porque la revista elegida como artefacto que disloca la lógica de lectura oficial es Letra y Línea, en vez de Contorno, ¿no?

–Ya lo dice Benjamin: nadie es lo suficientemente transparente ni lo suficientemente opaco para los demás. Es cierto: hay ahí dos rastros. Que se pueden seguir como a los de dos animales distintos. Uno es el de una problemática vinculada con una emergencia formal y específica: la de restos o esquirlas que, por negatividad, exhiben los límites de una lógica de lectura naturalizada por convención. El otro es el de un movimiento dado al interior de un espacio cultural, una zona de relaciones, tensiones y luchas políticas e ideológicas. En este último terreno, la figura de Viñas condensa un dispositivo de acción retórica que se materializa particularmente sobre una serie de metáforas del cuerpo y los sentidos. “Codazo”, “ademán”, “toqueteo”, “guiño”, “cuchicheo”, “acurrucamiento” son palabras marcadas, sobrecargadas de sentido. Tanto que traducen una afectación un tanto vergonzante cuando aparecen repetidas en trabajos que no están a la altura; más aún cuando se las emplea deliberadamente, en un intento por usufructuar su virulencia en busca de una consistencia ideológica. Hay que ser cuidadoso con eso. Escribí mucho sobre Viñas y la imantación con su lenguaje es algo que siempre traté de evitar. La persistencia de esos “ademanes” es una contingencia, no una referencia voluntaria. Por otra parte, leer Letra y Línea como artefacto es un intento por evitar la previsibilidad de la imagen sobreconstruida aun por los contornistas. Contorno es una máquina contestataria, ideológicamente provocativa, pero sólidamente ligada al orden de legibilidad de su época. Esgrime contra Letra y línea la descalificación a través de un solo adjetivo, justo pero insuficiente: “esnob”. Esa chicana impuso una retirada del pensamiento. La idea era ver si, además de esnobismo, no había también un desacuerdo vital entre ese artefacto extraño y la demanda que le era contemporánea, plantear si en esa negación lo que habla no es la lógica de lectura impuesta desde cierto arco del peronismo, que no vacilaba en tildar de degenerados a fauvistas, cubistas abstractos y surrealistas.

–El imaginario político-social del peronismo es inclusivo, pero el imaginario cultural es más complejo. “Si la única verdad es la realidad”, ¿se inscribe desde el comienzo una “alianza” implícita con el realismo y con “la opción política del escritor”, que obstaculiza o confronta directamente con la insolencia de la vanguardia literaria?

–Es cierto lo que decís. Puede que en la primera etapa del peronismo hasta ya estuviera funcionando, o comenzando a funcionar, en el plano político e ideológico, la lógica implacable del significante vacío. Pero en el plano cultural no parece, al menos en esta etapa, más complejo sino, al contrario, más rudimentario. Se lo ve aún muy complicado en la tarea de asimilación de la diferencia. No trabaja sobre el deseo sino sobre la necesidad. No sabe qué hacer ante la insolencia más que negarle entidad. Creo que esa incapacidad –esa impotencia– está íntimamente determinada por su dispositivo político y su pedagogía ideológica. Es casi una instancia transitivista, ligada a un lazo solidario primitivo, en que la táctica pedagógica se impone a través de una lógica de transposición imaginaria, donde el realismo draga el horizonte de lo real, cristalizando en realidad lo que es su propia verdad.

–¿Qué revistas serían herederas de Sitio, en tanto intentos de pensar a través de la literatura la “potencia de lo inútil”?

–Creo que Conjetural es una evidente continuación de Sitio, pero no una secuela. En ella lo literario entra lateralmente; el centro de la escena lo componen el psicoanálisis y la política. Si ese valor paradójico de la literatura ha sobrevivido es por la insistencia en una manera de leer que la crítica rosarina, de Nicolás Rosa a Alberto Giordano, no abandonó nunca. Lástima que, junto a ella, no se haya tenido la voluntad de sostener más función intelectual que la del intelectual “específico”.

–¿Por qué no hubo voluntad de sostener una función intelectual más “abarcadora”?

–En El revés y la trama traté de pensar el juego político que hay tras la ruptura con lo que se entendió por praxis intelectual. Quería enfocar, a través del trabajo de Viñas, una figura y una función que, desde la institución, ya se declaraba “naturalmente” difunta. La circunstancia última de esa defunción remitía a una cifra que condensa un fin de siglo que era impuesto como fin de la historia: 1989. Correlato del reemplazo de la política por la economía como significante amo, se retiraba al intelectual para imponer al especialista. La historia particular habilita, por cierto, matices: un degradé que va de la celebrada “pasividad activa” a diversos grados de complicidad pública o secreta con el establishment. El comienzo de De Sarmiento a Dios –libro de Viñas ninguneado y, así, ratificado por sus propios pares– señalaba justamente eso: especularidad sumisa, acomodos oportunistas, supeditación obediente.

–“Nunca la época es por completo homogénea respecto de la imagen que de sí misma se ha dado (...), la época sólo es capaz de decir su anomalía”, se plantea al comienzo de La conspiración de las formas. ¿Qué es lo que dice esta época de su anomalía y qué es lo que balbucea en sus textos?

–Durante la última década, una creciente estatalización de la esfera pública y una lamentable fetichización de una serie de resarcimientos y reivindicaciones históricas, sociales y políticas, justas y necesarias, han contribuido a cristalizar un imaginario humanista, burgués y bienpensante cuyos límites y miserias empiezan a evidenciarse. Ese imaginario “progre” –las cruzadas reaccionarias que lo resisten son tan responsables de su vigencia como de su necesidad– ha consolidado a su vez una demanda y un mercado que acorralan a la crítica en un círculo de baba, bajo el chantaje de imputaciones de hedonismo o descompromiso, y la instan a aferrarse a un contenido político predecible y políticamente correcto, que coincide con la oferta en que se sostiene el imaginario hegemónico. Los prisioneros de la torre, de Elsa Drucaroff, es un ejemplo claro: un libro necesario, escrito con buena fe, pero también ilustrativo de la obediencia a esa demanda, no tanto por la particularidad de sus enunciados –con los que se puede o no estar de acuerdo–, sino por lo que tras ellos hay implícito: la imposición y naturalización –casi extorsiva– de una supeditación de la literatura al semblante de una moral. Se lo ve en el recorte del objeto, en los límites del corpus, en las maneras de atribuir valor; pero también en la pedagogía de lectura contenidista y en la retórica “protestativa” y pueril con que busca sublimar sus limitaciones teóricas y metodológicas. Hay que evitar eso: salvar la integridad y la auténtica función política de la crítica poniendo en entredicho los sentidos naturalizados, sus valores y formas de legitimación. Para eso es preciso saltar la oferta inocente u oportunista –nadie está exento de la canallada– de los “contenidos políticos”, resistir la lógica continente-contenido para pensar la relación entre literatura y política, enfocar las operaciones políticas que los textos producen, incluso a veces contra lo que aparentan sus contenidos explícitos: probar si ahí no se abre una problemática que ahora está por completo fuera de la escena de la reflexión político-literaria. No estaría mal empezar pensando la lúcida anomalía que configura la obra de Carlos Godoy respecto de la etnografía y el costumbrismo que determinan la literatura argentina actual.

–¿Por qué es una “lúcida anomalía” la de Godoy?

–No es sencillo de explicar en dos palabras; es algo en lo que todavía estoy pensando. Godoy es el escritor más complejo y más interesante de mi generación. Trabaja con los residuos, con lo que queda pegado a la olla de los lenguajes. Con eso –el material es siempre una opción formal– apunta a una zona específica del imaginario político nacional, una zona de interferencia entre lo erótico y lo doméstico, donde lo político se liga a una fuerza que excede la razón del cálculo y el interés. Ahí el peronismo está detrás y delante del espejo, bastardo y activo, lejos de la fábula pero impreso en la ficción, encabalgado al deseo: es menos un dispositivo, una retórica o una moral que una función vital. La Escolástica peronista ilustrada pone al lector ante esta certeza: somos todos peronistas, porque el peronismo es esa pulsión que lo arrastra y lo fagocita todo. Pero también obliga a reconocer una verdad que el texto escribe entre líneas: “pienso donde no soy peronista; soy peronista donde no pienso”. Creo que la obra de Godoy, que felizmente crece a través de la infelicidad, balbucea una alternativa al callejón sin salida en que nos había dejado No habrá más penas ni olvido.

–¿Qué escritores piensan “en y a través de la escritura” hoy? ¿Quiénes defienden una ética de la escritura a partir de la moral de las formas?

–Hay autores cuya insistencia no ha menguado aún en las transformaciones de su proyecto literario. Luis Gusmán es, pienso, un ejemplo de lucidez e integridad poética y política. Actualmente, hay dos autores con proyectos absolutamente diversos que acaparan mi interés. Uno es Hernán Ronsino, quien poco a poco, por prepotencia de trabajo, está ganándose un lugar cardinal en nuestra literatura. Otro es el enigmático J. P. Zooey, cuya irrupción estamos aún tratando de procesar. Ronsino labra una escritura densa y reconcentrada, que parece desear una consistencia casi material; Zooey, en el absoluto despojamiento, compone y descompone textos en un collage de voces, registros y géneros, estimulando la dispersión. Son dos proyectos en contraste: uno se alimenta de la locura de los saberes bajos; el otro, de los delirios de la ciencia. Uno cava, silenciosa y obstinadamente, una lengua propia al interior de la lengua común, un Golem ganado al barro de esa patria que es la lengua; el otro ensambla un Frankenstein con restos de los lenguajes flotantes que pautan nuestro presente. Hacer literatura es eso: inventar formas de vida contra natura.

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