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Lunes, 2 de julio de 2012
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Leopoldo Brizuela y Una misma noche, su nuevo libro

“Es una indagación sobre qué se sabía o qué se sabe”

La novela ganadora de la última edición del Premio Alfaguara atraviesa “capas y capas de culpas y silencios” provocados por la última dictadura. Pasado y presente se cruzan a través de experiencias que permiten reflexionar sobre responsabilidades no tan visibles.

Por Silvina Friera
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“Todavía es complicado hablar de lo más normal que sucede durante una dictadura: tener miedo.”

El soplo del lenguaje ensambla los pedazos reticentes que componen el mundo de un chico de doce años; retazos auditivos y emocionales que no sabía que estaban escondidos en las estanterías mentales. Y que de pronto se sueltan, se liberan en Una misma noche, la novela de Leopoldo Brizuela que ganó el Premio Alfaguara. Toda la oscuridad de la dictadura cívico-militar se cuela por las junturas de la gramática y la sintaxis: “zona liberada”, “nos entraron”, “se los llevaron”.

El acto de recordar en la escritura se rige por la lógica de la no correspondencia entre presente y presencia. Una madrugada de marzo de 2010, Leonardo Bazán, un escritor platense que vive con su anciana madre, observa desde la ventana de su casa un patrullero de la Policía Científica con dos policías adentro en actitud de alerta. Antes, cuando sacó a pasear a su perrita, vio a un tipo de unos treinta años, con gorra de visera, musculosa y arito, esperando a alguien. “Por suerte no me han visto. No seré su testigo. Puedo seguir mi vida”, quizá pensó este ciudadano “más o menos anómalo, que no reprime sus excentricidades, pero que en modo alguno representa un peligro”. La vida continúa, claro. Al día siguiente se entera de que les robaron a los vecinos de la casa de al lado. Eran unos ladrones “muy educados”, que sabían bien lo que hacían. A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos, se dirá parafraseando a Borges. Un grupo de tareas, armado con Itakas, irrumpió en el hogar de los Bazán, en 1976. El objetivo no era secuestrar a su familia. Querían entrar a la casa de al lado, donde entonces vivían las Kuperman. Una de ellas, Diana –la secretaria de Jaime Goldenberg, “mano derecha de David Graiver”–, cargaba con la sospecha de ser integrante de Montoneros. Bazán padre –un marino formado como cadete en la ESMA en los años ’30– acompañó a la patota en la empresa de cruzar la medianera. Leo tocó el piano en el living, como atrapado o detenido en un instante de hipnótica gravitación, ingrávido en un tiempo de puro terror.

“Se dice que somos los relatos que nos contamos sobre nosotros mismos –advierte Leonardo Bazán, el narrador de Una misma noche–. Pero también somos aquello que no podemos expresar en ningún relato.” El narrador –que alterna la experiencia pasada con el presente– intuye los límites del lenguaje cuando se propone capturar fragmentos evasivos de una historia que sondea el comportamiento de la sociedad durante la dictadura. Un personaje de suma importancia para la contención inicial de Leo es Miki, militante peronista y kirchnerista, hijo de un guerrillero asesinado en el ’76. Miki se despliega como el interlocutor “ideal” ante las dudas, resquemores y desasosiegos que acechan al protagonista durante la pesquisa. En el horizonte flamea el juicio de los otros, los lectores: cómplices y colaboracionistas son atributos que espantan. “Desde la propia táctica de que el narrador se me parezca, lo que la novela está planteando es que cada lector puede ser cualquiera de esos tres personajes –el padre, la madre, el hijo–, y preguntarse qué hubieran hecho”, subraya Brizuela en la entrevista con Página/12. Bazán confesará que siempre quiso escribir sobre esa noche del ‘76, pero nunca pudo. Acaso el énfasis en el heroísmo de ciertas crónicas o ficciones sobre la dictadura lo paralizó. Pero ahora la simetría, la repetición, lo alienta a “declarar” a través de la escritura de una novela. El relato de esos recuerdos –o la reconstrucción– se modifica en tiempo presente en el mismo instante en que reflota el caso Papel Prensa, que reaviva con una intensidad extraordinaria el asombro y la perplejidad de Leo. “Durante treinta años he vivido así, en el miedo; o peor, en el miedo al miedo”, revela Lidia Papaleo, viuda de Graiver; pensamiento que calibra con los ambiguos sentimientos de Leo desde aquella noche del ’76, cuando mutiló del escenario de su memoria el momento en que él se puso a tocar el piano.

–“Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo.” Así empieza la novela. ¿La escritura es un modo de “declarar” o “confesar” cuestiones muy íntimas, pero de incidencia en la esfera de lo público, que tal vez generan vergüenza o pudor?

–Cuando el narrador dice “si lo hubieran llamado a declarar”, está pensando en las novelas policiales. No piensa en la realidad. Lo más importante es que Leo tiene como referencia la literatura, que es donde los personajes declaran. Hay un deseo o una fantasía de declarar, pero el narrador tiene terror a declarar. Imaginar que la declaración es posible también es un terror espantoso porque va a estar solo delante de la policía. El terror no es simplemente que te pase algo cruento sino que tiene que ver con esa cosa más kafkiana de quedar envuelto en la burocracia. Y eso me pasó una vez. Mis viejos vivían en una casita, y una persona que quiso entrar a robar les rompió el alambrado. Por primera vez fui a la comisaría simplemente para pedirles que pusieran a alguien que mirara, porque les habían querido entrar a robar a dos viejitos. Entonces me plantearon que la denuncia sólo la podían tomar como rotura de alambrado. ¿Qué me importa el alambrado? “Usted tiene que hacer la denuncia”, me dijeron. Hice la denuncia y estuve como tres años yendo a la comisaría. Al final prefería dejarla caer, pero no podía. A veces quedás entrampado en una maquinaria burocrática un poco kafkiana. En cuanto a declarar lo íntimo, el narrador quiere entender por qué están sujetos por el miedo, ¿no? La novela es una indagación sobre qué se sabía o qué se sabe. Son esas experiencias muy pequeñas que te revelan, aunque sean muy pequeñas, que te tenés que cuidar porque van en serio las cosas. Y que podés caer en cualquier momento. Esto le pasa a este chico, que a través de una sospecha, o de un sueño, se da cuenta de cómo está la noche por debajo del día...

Los vaivenes que pone en juego la ficción de Brizuela inscriben huellas en las entrañas de los países vecinos. Ya estuvo de gira por Chile, Paraguay y Uruguay. “Me impresionó que tomaran Una misma noche como si fuera una historia paraguaya, uruguaya y chilena. Un periodista uruguayo me contó cómo estando en la escuela de un pueblito, en primer grado, de golpe entró la directora: ‘Miren gurises, salgan lo más rápido posible; cada uno se vuelve a su casa’. Estaban por atacar una casa al lado, donde había tupamaros. El chico era del campo, no se podía ir, así que se quedó solo, en el colegio vacío. Puede ser pueril esta anécdota, pero te enseña una dimensión del mundo de golpe. Que es lo que le pasa al personaje de mi novela. Yo mismo no sabía por qué me parecía tan siniestra la escena del piano. El narrador atisba o conoce un miedo mucho más profundo que cualquier otro: ese refugio que tenés de chico se puede romper y se puede volver otra cosa. Eso es lo siniestro: tu padre puede no ser tu padre, tu madre no es tu madre y vos mismo no sos vos mismo. Ese miedo se aprehende para siempre”, postula el escritor.

–Pero es un miedo más sobre lo que se sabe, no sobre lo desconocido. Siempre se ha insistido sobre el desconocimiento de la sociedad civil, que no sabía lo que sucedía durante la dictadura. Y sin embargo, el chico Bazán percibe un montón de cuestiones, aunque tal vez no les pueda poner en palabras.

–Es cierto. Lo más apasionante del desafío de escribir la novela era recobrar qué sabía ese chico, qué sabía cada una de las personas. Una de las respuestas más fáciles era decir que no se sabía nada o que se sabía todo, que no es verdad porque obviamente pocos sabían que había campos de concentración. Pero también hay otra manera de saber. Hay una ensayista extraordinaria, Inés Vásquez, de la Universidad de las Madres, que habla de las formas del saber y de los signos que se traducían en determinados saberes. Algunos de esos saberes aparecen mencionados en la novela: no poder salir sin documentos, no pasar por la vereda de los edificios públicos, cosas que el narrador sabe. Mi interés era presentar la dictadura instalándose en un mundo con personalidades constituidas. No es un huevo que cae en medio de la gente, que lo mira como se mira caer un ovni. Todos responden a la dictadura con la historia que tienen detrás. Eso es lo inquietante. La manera de responder del padre no me parece que sea muy diferente de la que habría tenido cualquier persona que hizo el servicio militar. La corrección política tiende a plantear que el padre en esta novela es un monstruo, que es un demonio. Pero me parece que es mucho más complejo.

–Tal vez quienes vivieron dramas mayúsculos, como Kuperman en la novela, tenían “autoridad” para cuestionar los miedos de aquellos que no padecieron la tortura. Habría una suerte de gradación ante el terror, como si hubiera víctimas “indirectas” que sienten culpa y no pueden hablar porque sus miedos son menores o insignificantes en comparación con los secuestros y las torturas, ¿no?

–Totalmente. Hace mucho tiempo, una hija de desaparecidos me decía, en una entrevista que le hice, que ella había vivido una aristocracia del sufrimiento. Ella misma afirmaba que se había convertido en una especie de “monstruo” porque les decía a sus amigas: “¡Qué me venís a contar el drama con tu novio si a mí me desaparecieron a mi mamá!”. Eso es algo que pasa y es totalmente lógico porque es parte del duelo. Algo que siempre me pareció grandioso de las Madres es que pudieron hacer otra cosa con el duelo. Es muy humano que los demás se sientan culpables, ¿no? Yo mismo no contaba historias como la de esta novela tal vez por pudor, por pensar que me hago pasar por víctima. Como si ser víctima fuera un privilegio, cuando es un horror. La novela está dominada por la culpa. Y no sólo del narrador. Diana Kuperman –que está hecha en base a un montón de personajes y declaraciones reales, sobre todo del grupo Graiver– dice que se siente culpable, que en realidad no la torturaron o la torturaron poquito, que no estuvo desaparecida o que estuvo sólo dos días. Le da pudor. Isidoro Graiver dijo que no lo torturaron cuando lo tuvieron esperando cuarenta y cuatro días sin comer y beber. El que sobrevivió tiene culpa de haber sobrevivido. El familiar tiene culpa de no haber estado preso o haber muerto. Y la comunidad tiene culpa por no haber estado en el lugar de los familiares. Son como capas y capas de culpas y silencios.

–La culpa que siente el narrador en la novela, ¿está asociada al hecho de que el padre estudió en la ESMA y que está muy próximo a los torturadores?

–Sí, pero no es nada exótico haber estudiado en la ESMA. En ese momento, si llegaban los militares a la casa de un varón tradicional argentino tipo Luis Sandrini, ¿qué hacía? Les decía: “Pasen por acá”. Esto ahora no lo va a decir nadie porque da pudor. Me cuidé mucho de las versiones heroicas, aunque seguramente existieron situaciones heroicas. Los relatos heroicos –“yo me jugué el pellejo”, “salvé gente”– son los relatos que podemos escuchar. No me parece que sean una mentira, una maldad, ni mucho menos; pero tenemos que empezar a escuchar otras experiencias, ¿no? Todavía es complicado hablar de lo más normal que sucede durante una dictadura: tener miedo. Supongo que tiene ver con la herencia de las virtudes militares, ahora que lo pienso. ¿Por qué es tan traumático decir que uno tuvo miedo? Porque el miedo no es una virtud militar.

–“La verdad es que no puedo entender la lucha armada –le dice Leonardo Bazán a Miki–. Es decir, puedo entenderla teóricamente. Todas esas teorías sobre la violencia de arriba que genera la violencia de abajo. Y sobre la necesidad de ‘hacerse cargo de la Historia’... Pero no puedo ponerme en el lugar.” ¿Le pasa lo mismo que al personaje?

–El desafío de la novela es meterse en las cabezas de esa época. Lo que yo no entiendo es esa situación tan extrema, para eso escribí la novela: para tratar de entender. Cada uno elige la idealización que más lo proteja y tiene derecho a hacerlo. Leonardo Bazán, cuando es chico, presencia el asalto a la casa de al lado. Después elegí a Kuperman, que no la pueden torturar porque si la torturan, se muere; entonces la ponen a escuchar. Y luego elegí el caso de un militante que no logran que “cante” y le traen a una nena para que lo escuche, una hija de él. Están Kuperman, él y su hija escuchando el horror. Es como si la novela estuviera focalizada en qué se hace con lo que uno escucha, más que en sufrirlo. En ese sentido, me parece un aspecto que no había sido pensado. Cuando elegí ese caso real, que a un militante mientras lo torturan le ponen a su hija al lado, lo único que pensaba es qué hizo la nena con todo eso. Qué hace con eso que vio, que escuchó, con ese saber.

–¿Qué se hace con lo que se escucha? ¿Qué respuesta da la novela?

–No sé... me preguntaron en España qué hubiera hecho con los recuerdos de esa época si no hubiera escrito la novela. Y la verdad es que no sé, porque es tan orgánico en mí escribir... Pero me dejó pensando qué hace la gente que no escribe con todo eso que escuchó y vio. Y me dije que para eso está la literatura, que nunca se sabe bien para qué sirve y desde el fondo de los tiempos está unida a la poesía. ¿Qué se hace con lo que se escucha? Se lo cuenta, se lo declara.

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