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Sábado, 20 de abril de 2013
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Página/12 OFRECE A SUS LECTORES EL TITULO GANADOR DEL PREMIO NUEVA NOVELA

Crimen de pueblo para comerse las uñas

A partir de un hecho policial, la obra del joven escritor Celso Lunghi se abre a diferentes recursos y ofrece un recorrido nunca previsible, que atrapa al lector entre misterio y misterio.

Por Liliana Viola
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“Relato fantástico fuera de catálogo, novela de terror con sordina”, dijo el jurado sobre la novela de Lunghi.

En las primeras líneas, un caso policial. O mejor dicho, un caso de carne picada relamida por la prosa de un periodismo amarillo; o mejor, una calamidad, consecuencia última de la fe ciega, la peor estampita del misticismo religioso; o menos, la historia doméstica de una niñez sometida al sopor de habitar una casa –¡con esos padres!– en los confines de un pueblo pequeño. Esta serie de rectificaciones buscando “el mejor decir” es apenas uno de los reflejos que provoca la obra ganadora del Premio Nueva Novela Página/12 (2012), que como dijo el jurado en su fallo “se lee a la antigua, comiéndose las uñas entre misterio y misterio”, y donde todo lo que se dice vuelve a ser dicho y desdicho por el personaje que irrumpe en la página siguiente.

Cartas, notitas, responsos, diálogos que sólo las paredes oyen, hojas sueltas de un libro de investigación escrito por un periodista de poco vuelo y menos ética, fluir de inconciencia de un cura cínico si no humorista, una niña que “se comunicaría con la Virgen” y otra que escucha pasos, la novela se articula sobre un pilón de documentos, páginas sueltas ordenadas y servidas frías como una venganza por una mano que podríamos llamar, provisoriamente, el perverso narrador. Mudo, manipulador y sobre todo fiel mayordomo del género en el que se justifica a sí mismo y al artefacto que ofrece: terror agazapado, sin vísceras, sin zombis, con chusmerío de pueblo, disparate, y la correspondiente catástrofe a causa de las verdades que llegan tarde. Finalmente, aquello que si llegara a faltar malograría el conjunto: los fantasmas que corren por cuenta de quien esté leyendo esta novela. Su habilidad, sostener un pacto de lectura extraño, siempre al borde de que una de las partes haga valer la desconfianza que patearía el juego mientras va construyendo, otra vez citando al jurado, “un relato fantástico fuera de catálogo, una novela de terror pero con sordina. Hacía tiempo que las grandes tradiciones de la literatura argentina no convergían en una trama tan hipnótica y desmedida”.

Me verás volver, que este diario ofrece mañana a sus lectores, comienza así: “El miércoles 21 de marzo de 1990, en Tábano, un caserío al Oeste de la provincia de Buenos Aires, se produjo el único suicidio en masa del que se tenga registro en la historia criminal argentina”. Pero esta “noticia gancho” queda en suspenso y no se volverá a ella hasta muchísimo más tarde. Sí, cuando sea tarde, espada sobre la cabeza de los lectores y de los personajes más vulnerables hasta el final, o más allá. En esta elección que hizo el jurado integrado por María Moreno, Sandra Russo, Aurora Venturini, Juan Ignacio Boido, Juan Forn, Alan Pauls, Guillermo Saccomanno y Juan Sasturain, es muy probable que el lema altamente ambiguo y desorientador de “Nueva Novela” haya inclinado la balanza más que hacia la estricta originalidad (vaya a saber qué es eso y cómo se mide) a la osadía, al riesgo que se toma este proyecto entrando a un territorio tan poco surcado por estas pampas, librado a un desamparo crítico y académico.

Además, ni Clive Barker, ni Albernon Blackwood, ni Peter Straub, ni Ramsey Campbell son las pisadas que sigue el autor. A modo de homenaje o advertencia, cada parte de la novela se abre con un epígrafe de Silvina Ocampo, Beatriz Guido y Stephen King. Más que citar, este escritor desmiembra, extirpa de sus lecturas lo que le conviene y lo combina cumpliendo, eso sí y prolijamente, con los mandatos del canon. De Silvina Ocampo, su voz intempestiva y tan autodisculpada de tener que estar dando explicaciones alienta el tono monocorde de los personajes, con sus voces indiferenciadas –de espaldas al oído de Manuel Puig–, salvo por el objeto de su obsesión. De Beatriz Guido, su aire de caserón y de maldita familia, con una original lectura en clave de terror donde entonces sus libros, sobre todo los pasados a cine Piel de verano, Piedra libre o Paula cautiva (basado en su cuento “La representación”), se vuelven trampas macabras donde quien pretendía salvarse se encuentra con su propio esqueleto, o los muertos sirven para un simulacro menor. Del maestro King, no sólo la perversión rural sino imágenes completas, sobre todo de Desesperación (también transcurre en un pueblo y trata acerca de una posesión), y en especial el goce y la celebración de la zozobra. De Manuel Puig, el respeto, se diría que religioso, por la estructura.

Cuenta el escritor colombiano Jaime Manrique, en su libro Maricones eminentes, que en los talleres de escritura que daba Manuel Puig, en la Universidad de Columbia, “lo primero que nos dijo fue que no le interesaba para nada leer nuestras autobiografías sino que todos los escritores tienen que aprender estructura, así que nos pidió que nos metiéramos dentro de la estructura de obras terminadas. La primera tarea que sugirió fue ver la película Carrie. El único consejo que daba y lo daba constantemente era: ‘Hazlo poético’”. El autor de Me verás volver, Celso Lunghi, 24 años, nacido y criándose en Pehuajó donde trabaja como corrector en el diario local, no presenció estas clases en los ’80 ni conocía la anécdota. Pero siguió al pie de la letra el consejo. La estructura, con su eficacia asentada en lo endeble, en acciones individuales que sólo cobran sentido al contrastarlas por capricho, las caídas salvadoras en el humor maligno, van armando lo que perturba y anima a acelerar.

Lunghi, en uno de los momentos más poéticos del texto, reproduce casi textual el episodio de la menstruación que aparece en el film Carrie basado en la novela de Stephen King; y las citas siguen. Los misterios y los milagros, las imágenes de yeso o incluso esa comunicación con un más allá que implica el ejercicio de la oración, son de por sí un material básico para los malos pensamientos (el género del terror) y esta novela los aprovecha con elegancia, sin caer tampoco en la tentación de convertir todo esto en una denuncia o señalamiento de creyentes y mercenarios de la fe. El enigma o los enigmas difícilmente consigan una solución y el narrador invisible se las arreglará para que nadie le eche la culpa. El lector que creyó que era todo muy simple, quedará desconcertado. Quien no es cínico en esta historia es víctima, y además ha matado a alguien.

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