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Lunes, 22 de abril de 2013
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Alejandra Laurencich reunió sus relatos en Lo que dicen cuando callan

“Los cuentos están nutridos por lo que está silenciado”

Las mujeres son protagonistas principales de este volumen que incluye los dos primeros libros de la autora, Coronadas de gloria e Historias de mujeres oscuras, más uno nuevo. Casi todos los personajes se atreven a mirarse en espejos poco complacientes.

Por Silvina Friera
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“Me gusta poner una especie de lupa en el interior de las mujeres”, sostiene Laurencich.

“La felicidad consiste en no desear nada y de ese modo ser libres.” Una ex docente y rectora jubilada, madre de dos hijos que viven en Chicago y Alemania, vuelve sobre esta frase de Epicteto –filósofo de origen griego que fue el primero en distinguir entre la soledad y la vida solitaria–, como si leyera una recomendación que desea cumplir al pie del cañón, aunque intuye que no podrá. Tiene que acostumbrarse al lenguaje técnico –las computadoras, el correo electrónico, Internet–, si no quiere quedar aislada del mundo. Cristina es una maquinaria de pensamientos intempestivos, acelerados por la espera de un mensaje, un llamado, al menos algo. Envidia a su gata “por la capacidad de desprenderse del instinto materno sin consecuencias”. Lo familiar puede ser un sentimiento agudizado por la intemperie de lo cotidiano. El “hogar, dulce, hogar”, puesto en jaque, declina en nido vacío; es un lugar donde las luces de ese espacio de contención se eclipsan ante las sombras de lo que ya no admite disfraz, maquillaje, cobertura. El espanto está al alcance de la mano, rozado por una vacilación o viejos temores que regresan como “malditos mandatos”. Cuando la fragilidad ya no puede ser maniatada ni exorcizada, los excesos son más la regla que la excepción en el universo literario de Alejandra Laurencich. Las mujeres, protagonistas principales de sus cuentos reunidos en Lo que dicen cuando callan (Alfaguara) –que incluye sus dos primeros libros, Coronadas de gloria e Historias de mujeres oscuras, y uno nuevo que da título al volumen–, se atreven a mirarse en espejos poco complacientes con una lentitud premeditada. Como si pretendieran emitir una versión ralentizada, a cámara lenta, de sí mismas, en el preciso instante en que se abre la grieta y se produce un antes y un después.

“Cuando veas a una mujer en silencio, detrás de esa apariencia hay un montón de palabras por decir. O por callar, porque son cosas que no se dicen nunca”, subraya Laurencich en la entrevista con Página/12. “Me gusta poner una especie de lupa en el interior de las mujeres, en lo que están pensando cuando están calladas, cuando no dicen. Si tengo que definir lo que escribo, es lo que dicen cuando callan. Los cuentos están nutridos por lo que está silenciado.”

–¿Qué pasa con la maternidad en estos relatos, según pasan los años?

–El tema de la maternidad me obsesiona. Siempre pienso en el costado oscuro de la maternidad, el traer un hijo al mundo y saber que a partir de ahí sos casi una esclava de esa persona, de ese amor. Que por un lado es lo más grande que hay, como dicen, por lo menos tengo esa sensación con mi maternidad. Pero por otro lado, está ese pavor ante la responsabilidad tremenda y definitiva. Cuando te regalan un perro o un gato y lo aceptás, lo primero que te preguntás es si lo podrás cuidar. El que ama a los animales sabe que las vacaciones se transforman, que todo cambia en su vida. Una mascota, como mucho, dura veinte años. Cuando uno trae un hijo al mundo es la vida entera. Y después vienen los hijos de esos hijos. La maternidad es una cadena perpetua a la que una se somete o se ve atada de golpe. Pero también es una maravilla constante, ¿no? Muchos de los personajes de mis cuentos pusieron todo en la maternidad y les exigen a sus hijos una devolución. Y ahí me parece que está el error. Todo lo que te dan tus hijos y lo que implica tener hijos no tiene que pagarse de ninguna manera. Si vos pretendés que lo que das te sea devuelto, estás en la lona (risas). Y eso es lo que le pasa a la protagonista de “Bajo un cielo de invierno”. Es triste su lugar porque hace todo para ser reconocida. Pero los hijos tienen su propia vida. Todo el libro puede ser una reflexión sobre la maternidad, siempre me preocupó mucho el tema.

–¿De dónde viene esta preocupación?

–La historia del cuento “Lo que ha comenzado” me pasó cuando tuve a mi primera hija (ver recuadro). Tuve esa sensación de que podíamos estar separadas: ella allá y yo acá. Yo me ducho y ella duerme. Y esto, al principio, me resultaba incomprensible. Ya no la puedo proteger más; es alguien que empieza a vivir. Tenía 23 años cuando tuve a mi primera hija. Me llenaba de extrañeza saber que no podría ampararla. Y después viene el saber que todos tus dolores van a empezar a ser centuplicados por los dolores que puedan pasar tus hijos. Una quisiera para sus hijos una vida de felicidad perpetua, pero sabés que no va a ser así. Siempre se habla de la felicidad de ser madre, pero los primeros tiempos de enfrentar la maternidad son los que deprimen a las mujeres. Y de eso no se habla mucho. Si me vuelven a ofrecer la posibilidad de ser o no madre, elijo ser madre con todos los riesgos, con todos los dolores que se me van a venir encima. Vuelvo a ser madre porque es una de las mejores cosas que me pasó en la vida. Y, sin embargo, también se sabe que la maternidad tiene un costado terrible.

–Las esquirlas de la dictadura también aparecen en algunos cuentos. ¿Qué significa esta marca para usted? ¿Cambia a través del tiempo?

–La marca se va viendo cada vez con más distancia, pero no cambia. Para los que fuimos adolescentes en la dictadura, quedó el “mejor no hables”, “mejor no digas”, “mejor no pienses”. Esta es una marca que no te la sacás nunca de encima. Los tiempos cambiaron y ahora uno ve a los chicos en las calles, la fuerza que tienen, la confianza y las ganas de expresarse, pero uno ya quedó marcado. Cada vez se ve con más distancia cuánto nos jodieron. A la distancia se ve claramente lo que hubiéramos merecido y no tuvimos como ciudadanos. Supongo que la gente que atraviesa una guerra también queda marcada. Mi abuela vivió la guerra del ‘14 y tenía 70 años y seguía hablando de ese momento como lo peor que vivió. No se le iba la carga sobre el tema y era muy angustiante escucharla. Ella estaba bien en otro país, había construido su vida. Y, sin embargo, esa marca permanecía. La dictadura marcó a mi generación; hay un miedo que te queda adentro.

––Un miedo que se proyecta en “Cuando den las nueve en el barrio de jardines”, por ejemplo.

–Ese cuento está dentro de la dictadura y es justamente el tema de dos chicas; es muy autobiográfico en el sentido de que en ese momento yo era chica y estaba con mi hermana en los bares, charlando de cosas que nos preocupaban, mientras el peligro estaba latente y cada vez se acercaba más. Quise escribir un cuento con una estructura coral: los personajes como actores que participan en la escena previa a lo que podría ser una tragedia. Hay una trabajadora, una cocinera, que veía lo que pasaba y estaba en contacto estrecho con las “fuerzas del mal”, encarnada en su hermano. Desde ella vemos la perturbación de ese tipo y la historia: la infelicidad de su infancia, la falta de la madre... No es perverso porque sí. El tipo tiene una historia trágica y la vuelca en cualquier lado.

Un silencio late como un sonido lacerante. De pronto Laurencich resopla aliviada, como si encontrara el punto de equilibrio para neutralizar los remolinos de sus inquietudes. “Por suerte están los cuentos para abordar mis obsesiones. La relación padres-hijos es tan rica, tiene tantos matices, encierra tantos contrastes. Por un lado es la plenitud, pero también hay un dolor inconmensurable. Todo lo que me perturba sale en los cuentos –admite–. Mi hija leyó uno de los pocos cuentos de pareja que tengo, ‘Suerte o desgracia’, y me dijo que es muy triste. Y para mí es un relato cómico.”

–Es un cuento tragicómico, ¿no?

–Sí. En el fondo es terrible, pero fue divertido escribirlo. Me imaginaba a esa mujer inventando modos para mantener la juventud y el deseo. Uno de los ejes de estos últimos relatos es enfrentarse a la juventud que se va, a lo que ya no sos: la plenitud se acabó y hay que asumirlo. Y se ve en que los hijos crecen, los padres mueren y con el marido ya la cosa no funciona como antes. Esos esbozos que había en los primeros cuentos de algo que se podía estar perdiendo en estos últimos ya está asumido: esto se perdió y ése es el conflicto ahora. ¿Qué se hace con esa pérdida y qué se hace cuando te das cuenta de que estás ante esa pérdida? Muchas de las protagonistas de los cuentos no se dieron cuenta todavía. La madre de “La caída de las torres” es la más evidente. Me acuerdo de una entrevista a Abelardo Castillo en la que decía que él tuvo la sensación de ser joven hasta un día que se miró al espejo y se dio cuenta de que ya no era más joven. Pero hacía mucho tiempo que él no tenía la edad que pensaba que tenía. Veo a muchas mujeres que se miran al espejo y se siguen viendo como adolescentes y creen que desde la adolescencia hasta ahora no cambiaron nada. Y, sin embargo, en la calle hay una respuesta distinta: le dicen veinte veces “señora”, y al final tiene que asumir que nunca más le van a decir “flaca”. Para las mujeres que fuimos rebeldes o tuvimos una adolescencia bardera es duro que te encasillen en un lugar donde ya no podés hacer ciertas cosas.

–Hay momentos donde emerge eso que se podría llamar “malos pensamientos” o pensamientos que no se suelen decir en voz alta, como la escena de la hija con la almohada en la mano, convencida de que puede matar al padre para aliviarle el sufrimiento. Es algo que aparece mucho en sus relatos, ese tipo de incorrección o desvío, llevado al extremo...

–Este tipo de pensamiento está en la cabeza de cualquiera que tiene a un familiar que se está muriendo. Tiene que ver más con la humanidad, no tanto con el ser bueno o malo. No hay que inventar mucho para ver el horror dentro de lo que nos rodea. Hay que mirar un poco y enseguida encontrás laberintos de horror con los que uno convive todo el tiempo. Son pensamientos que sabés que no los podés llevar a cabo. O que ni siquiera te permitís decirlos. Pero están. El ser humano se enfrenta a esa clase de actos terroríficos que por momentos significa salvar una situación o evitarla. El tema de un familiar que se está muriendo te coloca siempre en ese lugar: por qué está sufriendo, no se merece este final esta persona que tuvo tanta vitalidad; y vos querés ser un poco el Dios que lo salvás del sufrimiento. Visto desde ese lugar es un pensamiento lógico porque está tratando de salvar a alguien. Pero sí es terrible desde otro lugar, ¿no? El horror es algo cotidiano que está en todos lados.

–¿Qué aprendió en estos veinte años de escribir cuentos?

–Poder decir más cada vez con menos cosas. Ir a lugares donde quiero ir sin tener que arrastrar escenarios o escenas que antes me sentía obligada a contar para llegar a esos niveles más íntimos. Ahora es muy fácil para mí llegar a un nivel más íntimo y la escena viene sola. Me siento más cómoda en la escritura y con más herramientas para ir a niveles de interioridad que me obsesionan. Antes me preocupaba mucho porque el lector viera lo que yo quería exactamente decir y llevarlo casi a un registro visual. Ahora eso me preocupa mucho menos. Y sin embargo, me doy cuenta de que lo consigo mucho más. Me fijo nada más en qué elementos pasarle al lector para que pueda entender esa escena o lo quiero decir de esa escena. Y todo lo demás no me preocupa.

–¿Por qué le preocupa explorar más en la intimidad?

–Creo que es un viaje más hacia adentro, a cosas más sutiles. Como si se pudiera ver por un microscopio la cantidad de pensamientos que pasan por la cabeza de los personajes. Voy poniendo lentes de mayor aproximación. En dos cuentos de mi primer libro, “Felicidad” y “De rodillas”, hay una lupa puesta en micro pensamientos que pasaron fugazmente por la cabeza de alguien y cambiaron todo. Y con esta misma actitud es como ahora me muevo en casi todos los cuentos. No es el conflicto lo que me interesa, es algo más allá y más adentro. Cada vez quiero mostrar más la intimidad de lo que dicen cuando callan.

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