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Martes, 11 de junio de 2013
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Carlos Avalle trabaja como taxista, pero tiene una veintena de libros escritos

Resumen porteño bajo un techo amarillo

Taxi, fragmentos de vida de un taxista en Buenos Aires, el primer volumen que subió a Internet, muestra al autor como un cronista surrealista de los pequeños fenómenos de la ciudad.

Por Facundo Gari
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Avalle vive en Tortuguitas. Subió su libro a www.librotaxi.com.ar

Carlos Avalle tiene 60 años y vive en Tortuguitas, en el partido bonaerense de Islas Malvinas, con el sueldo que hace como taxista. A eso se dedica hace un lustro, tras haber pasado por más laburos que Sherezade noches. Toda su vida, o al menos desde que tiene conciencia de su paso, fue escritor. También es músico, pero aprendió a tocar la guitarra después, durante la adolescencia, en el tiempo en que se cruzó con Luis Alberto Spinetta en un bailongo de club. Hace tres meses puso en Internet su primer libro editado: Taxi, fragmentos de vida de un taxista en Buenos Aires. ¿Cuánto debería marcar el taxímetro de ese viaje? Difícil calcularlo. El reloj del sitio www.librotaxi.com.ar marca que más de 700 personas leyeron el libro, pero no tuvieron que pagar un céntimo a cambio de esa singular “panorámica” porteña, acuarela de reflexiones, poemas en prosa y relatos breves. Tampoco será necesario cotejar el cambio en la billetera o la cartera cuando, en breve, el taxista invite otra vuelta a la imaginación: veinte libracos 2.0 más, inéditos de décadas pasadas. Uno de ellos prologado por el músico Daniel Melero, que le destaca su capacidad para observar aquello que “parece no tener mucha importancia”.

En eso, Avalle logra lo que adeuda una parte del periodismo: hacerse cargo de su mirada. Es un cronista surrealista de los pequeños fenómenos de la ciudad; un dramaturgo a posteriori de coreografías de peatones, monólogos de pasajeros y escenografías de parques y arrabales con tendales de palomas y bocas de subte. Porque Taxi... no es un racconto de bizarreadas aurinegras sino un vistazo particular del mundo al volante (¿o al volante del mundo?), y con una señora paqueta atrás pidiendo ir más despacio. “¡Usted no habla de las cosas que todos buscan!”, le espeta. Y Avalle responde: “Ajá, bueno, ahora voy a hacer un libro para menos gente todavía. Me voy a poner más ultra, más a fondo”. Aprieta el acelerador bajo su concepción de “minoría”, con la que reniega de la homogeneización cultural.

La visión de Avalle sorprende a quienes esperan por todo taxista un “facho”. “El 90 por ciento de los tacheros es, más bien, complicado”, coincide a medias con el prejuicio el escritor. Teoriza, con el tino de un filósofo de cafetín, que se debe a un sentimiento de fracaso. “Lo digo sin pretender agredir a nadie, eh, pero la mayoría de los taxistas son tipos frustrados. Todo el tiempo necesitan demostrar que no lo son. ¿Cómo? Mostrando su inteligencia, dejando en claro que están ahí, pero que podrían ser gobernadores.” Por lo demás, afirma que el ambiente es un “carnaval” de perfiles; computa otros músicos, poetas y pintores entre los que estimulan GPS con oficio de cartógrafo. “Ojo, también el público es agresivo –punza ahora por el retrovisor–. Así como el taxista se siente inferior, el de atrás te ningunea permanentemente. A mí me pasa que, cuando se dan cuenta, parecieran no poder aceptar que soy escritor.”

Lo de percatarse de que uno está arriba de un “libro taxi” ocurre al descifrar que el ploteo en la luneta no es una publicidad cualquiera sino una que invita a ingresar a su sitio web. “El arte me alivia la vida, hasta en los momentos más tristes. Como todo el mundo, nunca pude vivir sin expresarme. El arte salva a mucha gente”, resalta Avalle. Evoca a propósito un momento del concierto “Troilo compositor”, un homenaje al maestro realizado por catorce bandoneonistas en el Maipo en septiembre del año pasado: “Anuncian a Leopoldo Federico. Aparece un tipo que no puede caminar, encorvadito. Lo traen dos personas. Le arriman una silla. Le ponen el bandoneón en la rodilla, las manitos en las correas. Me digo: ‘Imposible’. Pero cuando toca la primera nota es como si le hubieran puesto una moneda a un muñequito de caja musical. La música te salva la vida. Parece cosa de bruja lo que digo, pero es verdad. Un buen disco es medicina”.

Las melodías son fundamentales en Taxi...: además del Flaco (cuya muerte está llorada con tinta), tienen presencia Chet Baker, Baden Powell, Roberto Goyeneche, Manal y Atahualpa Yupanqui, entre otros. “Hablan de mi forma de ser. Es más: no leo mucho para escribir. Escuchar es mi fuente.” Sin discos a mano, sintoniza una FM de Saavedra por la que pasan jazz. Es la única emisora que le gusta, a diferencia de muchos otros del rubro que oyen la misma AM. “La radio te genera conceptos prearmados y corro el riesgo de tomarlos. ‘El día es lindo’, te dice, por ejemplo. ¡Dejame decidirlo a mí! Es muy difícil ser un tipo de pensamientos propios escuchando datos perfectos, estilo ‘esto es así’.” También está esa gran verdad de la página 23: “Cada tanto un viaje en total silencio es reparador”. Al llegar a casa, Internet, que brinda “libertad para expresarse”. “Y nunca sabés adónde vas a terminar”, sonríe. El, que es de una generación que conseguía jeans en barcos portuarios, decidió involucrarse con el universo virtual bajo tres influencias: la de su hija, empleada en una multinacional de software, que le decía que todo el mundo está en la web; su periodista amigo Juan Carlos Diez, a quien encontró allí promocionando Martropía, conversaciones con Spinetta (Aguilar); y un cúmulo de comentarios de pasajeros anónimos acerca de un libro que ya no falta. Ni sobra: “Me encanta que me manden dos líneas personas que nunca vi, que me digan que es bueno, que es una mierda. Con que alguien reaccione, ya está”.

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