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Miércoles, 3 de julio de 2013
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Publican dos libros sobre el escritor Mario Levrero

Los mágicos e hipnóticos silencios de un artista total

Un silencio menos (Mansalva) reúne las entrevistas más interesantes que concedió el escritor uruguayo entre 1977 y 2004, mientras que La máquina de pensar en Mario (Eterna Cadencia), los más significativos trabajos críticos y ensayísticos que se escribieron sobre él.

Por Juan Pablo Bertazza
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Levrero reveló que un escritor también se alimenta de la música, el cine, las historietas, los vínculos y las experiencias cotidianas.

Cruzado. A veces, las múltiples acepciones de una palabra resultan suficientes para definir vida y obra de un escritor. En el caso de Mario Levrero, que nació en Montevideo en 1940 y murió en la misma ciudad en 2004, las postulantes son muchas, muchísimas. Pero la que mejor se le ajusta es “cruzado”.

Levrero lo es, en muchos sentidos. Lo es de manera deliberada y lo es a pesar suyo. Lo es en el sentido en que lo entendió el crítico Angel Rama, incluyéndolo entre esos raros escritores uruguayos que empezaban a asomar su singularidad en un medio bastante hostil y engolado como lo era, por entonces, la crítica literaria de su país. Toda una tradición involuntaria que se insinúa, acaso, con Lautréamont y se resuelve con Felisberto Hernández, José Pedro Díaz y Armonía Somers. Una tradición involuntaria de la que, sin lugar a dudas, abrevó Levrero incorporando leves matices de surrealismo y patafísica rioplatense.

Levrero cruzó el charco a mediados de los años ’80 para vivir en Buenos Aires, motivado sobre todo por acuciantes problemas económicos que, ni por asomo, le permitían vivir de sus libros (publicados inexorablemente en editoriales chicas) y que ni siquiera sus múltiples ocupaciones de librero, fotógrafo y coordinador de talleres literarios ayudaron a mitigar. Luego volvió a cruzar el Río de la Plata y se instaló en Colonia para cerrar el círculo y regresar nuevamente a Montevideo.

Pero lo cruzado de Levrero tiene que ver con que fue uno de los primeros escritores en salir de la endogamia de las letras; y avisar y aclarar y revelar que un escritor no se alimenta exclusivamente de la literatura, sino también de la música, el cine, las historietas, los vínculos, las relaciones, las experiencias cotidianas, de la misma forma que nada haría pensar que un fabricante de quesos tuviera que comer solamente queso. Tal como lo contó en alguna oportunidad, Levrero solía escuchar música cuando escribía. Así, por ejemplo, escribió La ciudad con Los Beatles de fondo, y el extraordinario Caza de conejos mientras escuchaba vals de Strauss.

Al igual que sucede con Boris Vian, Cortázar, Kafka y hasta el propio Onetti (con el que Levrero mantuvo una ambigua relación de desinterés, primero, y admiración después), su literatura, sin ser autobiográfica, es profundamente biográfica: remite a la vida, transpira, sangra, se ríe, se erotiza, busca la trascendencia. Incluso cuando parece evadirse de la realidad mantiene incólume su ancla en la experiencia. Es decir, lejos de aquellas obras que transcriben una vida, la literatura de Levrero parece evolucionar con el propio pulso de su experiencia. Así se da una especie de sintonía entre un pasaje que va desde lo introvertido hacia lo extrovertido en su personalidad con la propia evolución de su obra desde la trilogía involuntaria –y, podría agregarse, impersonal– compuesta por La ciudad, París y El lugar hasta la clara exteriorización de un yo en sus propuestas más ambiciosas de La novela luminosa y El discurso vacío.

Ahora parece una obviedad, un imperativo, algo poco novedoso, pero hay que tener en cuenta lo difícil que era ecualizar con tanta naturalidad, por ese entonces, lo alto y lo bajo: Levrero fue, desde siempre, un escritor en serio, un escritor obsesivo entusiasmado con casi todos los géneros populares: devoraba las novelas policiales, como así también las historietas (era especialmente fanático de La pequeña Lulú, pero también de Batman y del Pato Donald), y en su obra, además de las novelas y los cuentos, hay espacio también para los folletines, uno de los cuales fue publicado en Página/12 a pedido de Osvaldo Soriano con el título de La banda del ciempiés.

Ese vaivén, ese entrecruzamiento, marca y determina el empleo de seudónimos, otra característica que lo une, por ejemplo, a Armonía Somers. Jorge Varlotta (que es, de hecho, su verdadero nombre), Tía Encarnación, Lavalleja Bartleby (con el que firmaba en la revista Superhumor), Sofanor Rigby son algunos de los más recurrentes.

Pero, sobre todas las cosas, Levrero es un cruzado porque entre sus múltiples trabajos fue redactor en jefe de Cruzadas, una revista de crucigramas y juegos de ingenio que le posibilitó el único trabajo en blanco que tuvo a lo largo de toda su vida. Según contó en entrevistas, la confección de los crucigramas, en los que incluía palabras como Faulkner y Dostoievski, le demandaba como mínimo dos horas de tiempo.

A punto de cumplirse diez años de su muerte, ya canonizado por una crítica que tardó demasiado en reconocerlo y mientras su número de lectores se expande más que nunca, aparecieron dos libros que ponen en palabras lo que, hasta ahora, era silencio y dispersión. El primero es Un silencio menos (Mansalva), en el que su amigo Elvio E. Gandolfo compila las entrevistas más interesantes que, entre 1977 y 2004, concedió un escritor que, según el mito, odiaba dar entrevistas, incluyendo un imperdible autorreportaje (a la manera de Maradona en La noche del Diez) que se publicó originalmente en el libro El portero y el otro.

Da la casualidad de que muchos de los entrevistadores terminaron forjando una carrera notable en las letras, como es el caso del propio Gandolfo, Eduardo Berti, Jorge Warley o Carlos María Domínguez, uno de los escritores más interesantes de la literatura uruguaya actual. Los diálogos tienen en común, en primer lugar, el escenario: los distintos domicilios de Levrero en la Argentina y Uruguay, que lo muestran como un anfitrión algo incómodo y poco adepto a las reglas de protocolo. Lo curioso es que, pese a eso, los entrevistadores siempre quieran volver. Así como Levrero es de esos escritores de los que no se lee únicamente un libro, de los que leer una obra significa abismarse en el resto, quienes tuvieron la posibilidad de conversar con él se transformaron en algo así como habitués, conversadores que reinciden en esas conversaciones hipnóticas.

Resulta notable que todos los que se acercan a su casa con grabador en mano, desde los más eximios críticos hasta los redactores de una revista literaria desconocida, viven esa experiencia como algo mágico y movilizador. Y al igual que sucede con algunos de los temas que se van repitiendo a lo largo de sus libros, las respuestas de casi todas las entrevistas tienen muchísimos elementos en común. Levrero explica sus influencias literarias indiscutibles como Philip K. Dick, Lewis Carroll y Kafka, a quien dice haber casi plagiado para escribir La ciudad, mientras da los argumentos por los cuales detesta a escritores como Ray Bradbury y Paul Auster. Da cuenta de su imperiosa necesidad de cajonear durante algún tiempo sus textos para recién ahí empezar a corregirlos y darles forma definitiva. Menosprecia el abuso de las técnicas literarias. Cuenta su obsesión por perseguir el pequeño éxito que significa, por ejemplo, la risa de un amigo. Se despega de la ciencia ficción y aclara que lo incluyeron en ese género sólo por haber publicado en revistas como Minotauro. Expresa su fascinación por lo que Jung llama “la segunda mitad de la vida”, la que uno tiene que vivir al revés de la que vivió anteriormente, como por ejemplo el hecho de que “el introvertido en la segunda mitad de su vida tiene que conquistar también el mundo exterior”, aunque enseguida aclara que Jung no lo dijo así exactamente. Revela insospechados guiños entre su vida y obra que desembocaron en un fanatismo tal por la parapsicología, que terminó escribiendo todo un manual al respecto. Destaca como elemento principal de su obra el erotismo, pero el erotismo entendido como un camino religioso ya que, según Freud, “la perversión llega a ser patológica sólo cuando sustituye al acto sexual, no cuando abre caminos para llegar a él”.

En una de las innumerables anécdotas que depara la lectura de este libro que, incluso, podría servir como una ideal puerta de acceso a su obra, se destaca la de un grupo de periodistas uruguayos que perdieron su chance de publicar una entrevista con Levrero, porque al momento de comenzar a desgrabar advirtieron que su voz susurrante, para adentro, apenas se distinguía del ruido ambiente. Interesante porque esa voz baja, sin resonancia de las cuerdas vocales, mucho tiene que ver con lo que significó la literatura de culto de Levrero, un silencio mágico, hipnótico, kafkiano, apenas interrumpido, que resultó fundamental para la escritura de La ciudad. “No tenía un lenguaje de-sarrollado, había palabras que no me venían a la mente, entonces ponía entre paréntesis la descripción del objeto y luego buscaba en los diccionarios, preguntaba y rellenaba esos agujeros.”

Con selección y prólogo de Ezequiel de Rosso, La máquina de pensar en Mario (Eterna Cadencia), que toma título de su extraordinario libro de relatos La máquina de pensar en Gladys, reúne los más significativos trabajos críticos y ensayísticos que se escribieron sobre Levrero, a lo largo de todos estos años. El mensaje político de una obra que aparenta vivir de fuga en fuga, las estrategias de un escritor consciente de sus máscaras y seudónimos y la construcción de una ciudad, París, de la que escribió antes de haberla conocido, son algunos de los tópicos más destacados en esta obra en la que participan el propio Gandolfo, con el comentario crítico acerca del libro Gelatina publicado originalmente a fines de la década del ’60, su compañero de ruta y de rarezas José Pedro Díaz, Martín Kohan y Juan Carlos Mondragón, entre muchos otros.

Además del valor documental de algunos de estos textos, y de la lucidez que se desprende de muchas de sus propuestas, La máquina de pensar en Mario constituye casi un gesto de reparación y, al mismo tiempo, de esperanza. La reparación de aquella crítica que, según contaba el propio Levrero, cuando no lo trataba con indiferencia le ponía palos en la rueda. A tal punto que ante la recurrente pregunta acerca de cuál era su obra preferida, él ine-xorablemente respondía, casi como un grito de guerra, Desplazamientos, que fue precisamente el libro más vapuleado por la crítica. La esperanza que trae La máquina de pensar en Mario es la posibilidad de que eso, en parte, empiece a estar cambiando.

Gandolfo, hilo conductor de estos dos libros, consultado por Página/12 acerca de la vigencia de Levrero, ensaya una respuesta clara y contundente: “Creo que lo que nos atrajo a tantos en su época de Levrero es lo que sigue funcionando hoy. Más que un escritor era un artista en general, fuera de las discriminaciones culturales convencionales: todo tenía la misma importancia para él. Hay zonas enteras por desenterrar: por suerte está ya afirmada la de dibujante y guionista de historietas (en ese sentido es muy completo un reportaje a Lizán, su dibujante, que apareció en revistatonica.com.). Pero está la de humor directo (en la revista Misiadura), el par de films que hizo, alguno en broma filmado en Colonia, y las al menos tres películas que se hicieron sobre textos de él, en Uruguay y la Argentina, increíblemente autoborradas (cuesta encontrarlas en Internet, y casi no se proyectaron), sobre Los muertos (de Guillermo Casanova, de 1992), Nuestro iglú en el Artico (“El hombre de Walter”, de Carlos Ameglio y con Gustavo Escanlar, 1995), y Desplazamientos (de Guillermo Stockl, de 2009, en la Argentina). También su colaboración con diseñadores (Alvarez Cozzi) o bailarines: siempre estuvo impulsando, con curiosidad y entusiasmo”.

“Estuvo y está esa multiplicidad, y también el modo en que se retiró, como si lo hubiese decidido así”, continúa Gandolfo. “No sólo escribió la monumental La novela luminosa, sino también un libro de cuentos semioculto, Los carros de fuego, que está entre lo mejor que hizo. Dejó hecha una versión larga de La banda del ciempiés, y hasta un texto autobiográfico final sobre su período de Burdeos, el menos conocido, que está por aparecer junto a El diario de un canalla. También dejó designada a su albacea, Alicia Hoppe, y claras instrucciones acerca de qué hacer si había una operación con riesgos –dejarlo ir, y eso se hizo–. Todo eso sería sólo anecdótico si su obra no siguiera siendo tan múltiple, tan generadora y tan cargada de humor y erotismo, tan divertida y profunda de leer. Hasta incluye algunos textos flojos o pesadamente experimentales, para que se aleje el peligroso fantasma de la perfección.”

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