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Domingo, 25 de mayo de 2014
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RODRIGO FRESAN HABLA DE LA PARTE INVENTADA, SU ULTIMA NOVELA

“Ahora cada vez hay más escritores, pero duran menos”

El narrador argentino radicado en España concibió una ficción tóxica, una maquinaria adictiva cuyo engranaje son los escritores, la creación, los lectores, los libros. “Creo que es lo que más me interesa y de lo que más sé”, señala.

Por Silvina Friera
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“A partir del momento en que reflejás hábitos, gestos y posturas de tu tiempo, es difícil no ser un escritor pop.”

“Del polvo de nuestras historias venimos y al polvo sobre los libros volvemos.” Algunos lectores juntan frases como quien intenta atrapar puñados de arena con la mirada. El artefacto de la novela vibra en ondas concéntricas, expulsando material radiactivo. En el centro de ese universo magmático está El Escritor, que consagró su vida a la literatura –nunca se casó ni procreó, “no quiere dejar viudas sueltas o hijos firmando memoirs resentidas sobre lo mucho que sufrieron”– y que decide desaparecer, dejar de escribir a cambio de poder seguir leyendo. Si la mejor manera de contar una historia es a través de cuatro momentos –como suscribe El Escritor–: principio, medio, final y deslúmbrame, Rodrigo Fresán vuelve a deslumbrar con La parte inventada (Literatura Random House), una ficción tóxica, una maquinaria adictiva cuyo engranaje –tema y trama– son los escritores, la creación, los lectores, los libros. El exceso y la desmesura como virtud volcánica; la ambición del aliento decimonónico, como un objeto extraviado que pocos esperaban reencontrar y de repente es recuperado a la manera fresaniana; una imaginación sin fondo ni fronteras que perfecciona la mentira y el modo en que se toma algo de la realidad para invertirlo en la ficción. El genoma Fresán en estado de ebullición. El título viene a cuento de un comentario que Gerald Murphy –inspiración para el protagonista de Tender is the Night– le escribió a Francis Scott Fitzgerald: “Sólo la parte inventada de nuestra historia –la parte más irreal– ha tenido alguna estructura, alguna belleza”.

Partes inventadas y partes reales surfean la corriente torrencial de 566 páginas en las que conviven La hermana loca de El Escritor, que dice haber bebido la leche de una vaca verde y haber sido embarazada por su novio en coma; El Chico que realiza un documental sobre la desaparición de El Escritor y él también desea ser escritor –le gusta más ser que escribir, menudo dilema– para conquistar a La Chica; Tom, un músico amigo de El Escritor que se dedica a musicalizar noticias; Ikea y sus metamorfosis: primera escritora de éxito luego escritor también best seller que anda por el mundo explicando lo que escribe; y los “borradores mentales” del Escritor con una seguidilla de posibles principios para “un libro que fuese no vanguardista sino retaguardista: la parte de atrás de un libro, su backstage y making-of, su how to en código a la vez que piezas sueltas a las que hay que atrapar”. En España, La parte inventada salió con una faja promocional. “Cuando la vi, me corrió un escalofrío por lo que decía: ‘Rodrigo Fresán ha escrito la novela total’. Después pensé que podía ir con un lapicito y libro por libro poner: ‘Rodrigo Fresán ha escrito la novela total de Rodrigo Fresán’. Para hacer más precisa esa frase. Mis libros tienen siempre escritores, así que me dije que iba a escribir un libro con escritores ultimate, definitivo, para no tener que escribir otros libros con escritores; cosa que es imposible porque ya estoy escribiendo el próximo y tiene escritores. Creo que es lo que más me interesa y de lo que más sé”, plantea Fresán a Página/12.

–La desmesura es una palabra que se ha dejado de lado en la literatura. La mayoría de los escritores no aspira a escribir grandes novelas...

–No sé si se ha dejado de lado porque cada tanto aparecen libros desmesurados, generalmente en contraposición a los otros, que los ayudan a ser desmesurados por comparación. Hay una relación de fuerzas armónicas o complementarias. Pero también es cierto que la cuestión pendula entre el atractivo de la miniatura perfecta y el impacto de un monstruo amorfo-expansivo. En ningún momento me dije: voy a sentarme a escribir un gran libro en cantidad de páginas. De hecho los siete segmentos o secciones del libro estaban abiertos al mismo tiempo. No es que terminaba uno y pasaba al otro; todo se iba escribiendo como si fueran naipes de una jugada que vas cambiando. Tenía la idea de que el libro fuera un gesto que conectara con otro libro mío, La velocidad de las cosas, al que sentía un siamés lejano. Probablemente dentro de veinte años escriba un tercero que se llame La palabra justa y cierre la idea. Son libros laboratorios, libros-manual de instrucciones o libros summa teológica creativa.

–Hacia el final de la novela, hay una frase-mandato muy reveladora: “¿Por qué no te vas a escribir?”, que los padres le dicen al niño. Instaura un principio “inverso”. Casi siempre en el origen de un escritor hay alguien que quiere escribir pero los padres no suelen entender ese deseo.

–Yo no tuve ese problema. Una de las premisas que tenía era inventarme un momento en donde hubiera decidido ser escritor, mi big bang íntimo. Desde que tengo memoria quiero ser escritor, pero ahora para mí es cierto. La paradoja es que a falta de un origen verdadero al haberlo puesto por escrito es la versión oficial. Se acabó el problema. De todas maneras, El Escritor no soy yo. Hace poco estuve en Nueva York y me traje la biografía de John Updike, un escritor que me gusta mucho y que trabajó con lo autobiográfico. Hay una frase de él que dice: “No hay nada más verosímil que lo que sucedió elegantemente falsificado”. Y es cierto.

–En La parte inventada hay cosas elegantemente falsificadas que logran que los lectores ya no se estén preguntando qué es inventado o no.

–Sí. Pero en un momento hay una reflexión sobre esto cuando El Escritor se refiere a los que le preguntan todo el tiempo qué es verdad del libro, como si la gente necesitara saber dónde le mentís y dónde le estás diciendo la verdad. Que parecería que se ha convertido en un problema, cuando para mí es un placer que alguien me mienta. Quizá por cierto boom con la crónica y la no ficción, la gente considera más respetable la idea de la historia verdadera. Una cosa que me sirvió mucho es lo que hago en las contratapas de Página/12; en lugar de ser corresponsal extranjero me convertí en español para contar la vida de los españoles. Me parecía más interesante ese tipo de ejercicio de falsificación. El otro día sacaba cuentas y ya llevo más tiempo de escritor édito en el extranjero que el que pasé en la Argentina. Y el libro está un poco imbuido de esa idea de extranjeridad, del afuera y del alien. Para mí es un privilegio. Sé en el lugar que estoy, pero me parece un lujo que la gente no sepa muy bien en qué lugar estoy. Esto trae muchos conflictos, incluso sobre la percepción que se tiene de mí como escritor. Hay un personaje muy extraño que se hace llamar Frefán –como fan de Fresán–, que me envía toda mención que sale de mí en la prensa, en Facebook, en Twitter. Cada tanto recibo esos mails pero trato de no verlos. A veces me da cierta curiosidad porque el gran misterio es que no sé si lo hace con maldad o benevolencia (risas).

–En esos informes, ¿qué encontró que le llamara la atención?

–Yo soy un problema en el sistema: yo no soy ni mediático, ni planetario, ni narrativista puro... me gusta esa dificultad. Los escritores que más me gustan producen esa dificultad. La parte inventada es un poco eso: cómo ser o no ser un escritor. Cómo funciona la cabeza de un escritor mientras no saben qué hacer con él.

–La cabeza de un escritor, al menos en esta novela, no deja de funcionar nunca.

–Nunca deja de funcionar. Pero creo que les pasa a todos los escritores. Y creo que todos somos escritores en algún momento de nuestras vidas y muchos deciden no serlo, ¿no? El otro día estaba viajando en tren de Madrid a Barcelona y de repente por los altoparlantes escuché la voz del guarda del tren que decía: “Les recordamos a los señores pasajeros que está terminantemente prohibido fumar en este tren, especialmente en el baño del vagón ocho”. Y me dije: es un genio. Saqué la libreta y lo anoté. La gente tiene todo el tiempo estos momentos de alta concentración literaria y de contar algo de la mejor manera posible. Mucha gente incluso fantasea con ser escritor, pero las cosas son un poco más complicadas.

–Esto conecta con una especie de estribillo que se reitera en la novela: “cada vez me gusta más escribir, pero me gusta menos ser escritor”.

–Eso lo comparto. De las aseveraciones categóricas del personaje de El Escritor podría decir que comparto un cincuenta por ciento. Otras pertenecen al personaje. El trabajo que hice con el personaje de El Escritor a la hora de formarlo –que no me parece ni épico ni heroico, sino bastante triste, patético y melancólico, en el peor sentido de la palabra– es pensar en qué me podría haber convertido yo de haber abrazado esa pulsión adolescente cuando se dice: “No voy a tener hijos, voy a tener libros; no voy a tener parejas, voy a tener musas”. Es la idea de alguien que no tuvo un hijo, entendiendo al hijo –para todos, pero especialmente para los escritores– como pararrayos, como cable a tierra y como rayos, las tres cosas al mismo tiempo. Los hijos te ubican y te centran mucho más. Si no es como estar escuchando el canto de las sirenas todo el tiempo. Que es muy peligroso. Los personajes reales del libro, que son (William) Burroughs, Bob Dylan, Ray Davies, de los Kinks, Scott Fitzgerald y Pink Floyd, están todos narrados en un momento de limbo en que no saben cómo seguir con sus carreras o sus trayectorias. Que es lo que le pasa a El Escritor.

–¿Por qué cada vez parece que hay más gente que escribe, más escritores?

–Cada vez hay más escritores, pero duran menos. Ahora me parece que ser escritor es como un app: vamos a ver qué pasa, si funciona, si me divierto, cuántos comments y cuántos I like tengo...

–¿Cómo explica el tono rabioso contra las nuevas tecnologías y el libro electrónico que hay en la novela?

–Eso está exagerado y es del personaje. Yo necesitaba que El Escritor en la situación que está, que es una situación de desconcierto, cierta cobardía y cierto temor, se buscase un enemigo tonto. No un enemigo implacable. En lugar de estar preocupándose sobre cómo traer el aliento novelístico del siglo XIX al siglo XXI, está insultando y puteando contra las nuevas tecnologías. Toda esa parte gruñona de él me causa gracia. Me parece que en algún momento se va a desmoronar todo por una cuestión de saturación de la electricidad en el aire. No puede estar el aire tan lleno de electricidad. Nos vamos a electrocutar todos. Algo va a pasar, ¿no? Me parece que con que costara diez centavos de peso cada Twitter la gente lo pensaría un poquito mejor.

–El Escritor, en la novela, plantea que cada vez se lee peor. ¿Coincide?

–La literatura goza de buena salud y los grandes libros tienen los mismos lectores e incluso más, porque demográficamente somos más. O sea que habrá cuatro lectores más que van a leer el Ulises de Joyce que hace cinco años. Pero los best sellers son cada vez peores. Y eso me parece preocupante porque en el terreno del best seller uno aprende muchísimo como escritor. Con los buenos best sellers, con un Stephen King, aprendés mecánicas narrativas, aunque después no te interese narrar de ese modo. La gente que lee best sellers lee cada vez cosas peores; los best sellers ahora no te conectan a otros libros, cosa que antes sí. Y ahí hay un peligro. Antes leías a Jack London y llegabas a Jack Kerouac, por una cosa tan ridícula como el mismo nombre o por el camino o por la idea del joven que viaja, y entonces Kerouac te llevaba a (Ernest) Hemingway. La última novela de escuela de vampiros te lleva a la próxima novela de vampiros. Y nada más.

–¿Por qué en La parte inventada hay una mirada sobre el escritor y la escritura que es bastante romántica?

–Yo soy el último romántico, como Nicola Di Bari (risas). Siempre quise ser escritor, es mi vocación original. Nunca tuve un plan B ni tuve ninguna opción. La historia se las arregló siempre, incluso complicándome las cosas, para que no pudiera ser otra cosa que escritor. Para la ley argentina soy un semianalfabeto: sé leer y escribir, pero no tengo terminado el colegio primario. Tengo una idea muy romántica y muy infantil, no en el sentido de infantiloide, sino por siempre infantil, como peterpánica. No sé si eso me mantiene joven, pero sí con ganas de seguir escribiendo sobre escritores. Cuando los escritores se ponen a escribir sobre libros, escritores y escritura, el humor no suele ser una pieza del ecosistema. Lo que me redime a mí es el humor.

La etiqueta de “escritor pop” la ha sobrellevado con más o menos gracia según pasan los años. “Una de las cosas más nobles que me dijeron es que Rodrigo Fresán ‘es un Borges pop’. O algo por el estilo. Borges era tan pop como Jane Austen. A partir del momento en que estás reflejando hábitos, gestos y posturas de tu tiempo, es muy difícil no ser un escritor pop”. Fresán cuenta que le parece un poco rara la figura del escritor “viajero eterno”, casi de gira permanente. “Cada tanto hay que salir, saludar con la manito y después te volvés a meter adentro por unos cuantos años”, proclama.

–Pero la figura de escritor que prevalece es la del que va de feria en feria, de festival en festival.

–¡Que sean todos muy felices, que la pasen muy bien! A mí me cuesta mucho salir de mi casa porque la paso muy bien. Hay escritores que sé que viven con la maleta hecha, listos para esperar la próxima llamada. Me alegra que a otros les guste porque me eximen de la obligación (risas).

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