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Sábado, 30 de agosto de 2014
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A PARTIR DE MAÑANA, Página/12 OFRECE LA BIBLIOTECA ANTONIO DAL MASETTO

“En mis novelas siempre reflejo el mundo que viví”

Su primera novela, Siete de oro, inicia la serie que le hace honor al gran narrador nacido en Italia y marcado desde siempre por el desarraigo. La colección seguirá luego con Fuego a discreción, Bosque y Sacrificios en Días Santos.

Por Silvina Friera
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“Yo arranqué temprano viendo cosas que no son agradables de ver. A los siete años vi fusilar”, dice Dal Masetto.

La cabeza de Antonio Dal Masetto se inclina en cámara lenta como si se apoyara contra el vidrio invisible de un tren. El viaje empieza en su escritorio, en este taller donde concibe sus textos con la obsesión de un infatigable orfebre. “Justificá el día”, reza un cartel, especie de consigna existencial fetiche, un modo de no olvidar que la escritura es un oficio como cualquier otro, un hilo de luz imperativa que lo alumbra cotidianamente cuando emerge alguna que otra vacilación. El desplazamiento está en el principio, cuando tenía doce años y junto a su familia dejó Intra, su pueblo natal en el norte de Italia, para instalarse en Salto, al norte de la provincia de Buenos Aires. El huraño y solitario protagonista de Siete de oro, tan similar a su creador, emprende un viaje al Sur en una suerte de vagabundeo iniciático, confiando a su manera en el porvenir. “La memoria tiene la forma de una estría donde sigo arrojando cosas rotas”, dirá el personaje en un futuro no tan lejano –el monólogo en bastardilla del capítulo dieciocho–, cuando la espuma de la esperanza se tiña por un nuevo fracaso y otra separación más en un itinerario donde quedan “chispas girando sobre las piedras”.

El bello cuadro de la mujer desnuda de Modigliani le confiere a este pequeño espacio una materialidad enigmática. El cuerpo parece escucharlo todo, como si alcanzara el imposible más allá de pensamientos, una suerte de silencio sin memoria de palabras. Su primera novela, Siete de oro, inicia la Biblioteca Antonio Dal Masetto que Página/12 lanzará mañana, primer libro que se podrá adquirir a 35 pesos. Cada quince días, siempre los domingos, los lectores podrán completar esta colección con Fuego a discreción (14 de septiembre), Bosque (28 de septiembre) y, finalmente, Sacrificios en Días Santos (12 de octubre). “Me gusta mucho que parte de mi obra salga por el diario. Hay una familiaridad que conservo porque estuve quince años escribiendo contratapas en Página, hasta que un día me cansé de la obligación de escribir semanalmente, además de que empecé a viajar varios meses a España porque tengo a mi hija Daniela viviendo allá”, cuenta el escritor.

–¿Qué significa Siete de oro para usted? ¿Es la novela que funda los principios de su narrativa?

–Yo creo que sí, fue la primera novela que publiqué; es una novela escrita como se escribe a los veintipico, cuando uno intenta ver si puede, por dónde, cómo. Siete de oro es muy autobiográfica; todo lo que ocurre ahí sucedió en la realidad, tanto el viaje como ese mundillo con el que el personaje se encuentra en Bariloche, ciudad que evidentemente no se nombra. Yo viví tres años en Bariloche, del ’65 al ’68, fui de paracaidista, de aventurero. Primero fui solo, después vino la mujer que estaba conmigo en ese momento –en la novela es Bruna– y teníamos un chiquito. El accidente que le ocurre a Pedro en la novela, el chico que casi se ahoga, le sucedió a mi hijo; estaba flotando, como lo cuento en el libro. Yo no sabía nada de salvataje, me encontraba a medio camino del cerro Otto con un cuerpito que estaba flotando en un pozo. En alguna parte había leído más o menos rudimentariamente cómo se hacía una respiración boca a boca. Que había que soplar, aspirar y apretar. Resultó y se salvó, sin ningún tipo de consecuencias. En el primer libro que uno escribe no solamente quiere poner las experiencias personales que uno tiene más a mano, sino todo lo que uno cree que sabe (risas). Me fui de Bariloche con una libreta gorda, llena de apuntes; escribía una frase acá, otra allá, otra arriba de una escalera porque sobrevivía pintando paredes, dejaba el pincel y anotaba. La novela se publicó en 1969 por Carlos Pérez editor. Alcanzaron a salir un par de notas, tuvo buena acogida la novela y llegó a Bariloche. Un diario de allá, una vez por semana, entrevistaba a uno de los supuestos personajes de la novela.

–¿Tan reconocibles eran los personajes?

–No... Como todo tipo que escribe, me alimentaba de lo que me rodeaba, de personajes que conocía, de un personaje hacía dos, pero no es que haya querido retratar a las personas que conocí en Bariloche. Lo cierto es que cuando la novela salió, el diario entrevistaba a los personajes. El título general era: “Fulano de Tal, uno de los Siete de Oro...” Era como Los siete magníficos, una cosa así (risas). La primera pregunta que le hacían era: ¿usted se reconoce como personaje de la novela? Todos decían que sí. Todos hablaban peste de la novela. Uno que era montañista consideraba que mi mirada de la naturaleza era equivocada, desviada. Otro decía que ciertas historias que había contado en el libro me las había contado él en un bar. Lo cierto es que nadie dijo: “Yo no tengo nada que ver”. Todos querían aparecer, opinar y ser protagonistas de algo. El periodista Francisco Juárez, que viajaba mucho a Bariloche, me trajo un paquete con los recortes periodísticos. En ese momento yo estaba trabajando en la revista Confirmado; había entrado por Miguel Briante.

–En Siete de oro se despliega algo que se iría a dar en la mayoría de sus novelas: el personaje en tránsito que no sabe bien qué quiere o qué busca. ¿Cómo explica este aspecto que es central en su narrativa?

–En cuanto a lo que busca, supongo que tiene que ver con mi propia personalidad, con mi mirada de la vida y mi posición existencial frente al mundo. Lo de estar en tránsito tal vez tenga que ver con el hecho que me marcó: el desarraigo a los doce años de mi pueblo natal en Italia a América y después de un pueblo venir a la ciudad, siempre moviéndome y buscando algo. A lo mejor lo que buscaba era volver al pueblo donde nací. Inevitablemente vuelvo sobre el tema del tránsito, aun cuando el personaje ni siquiera es masculino, como gata que viaja para venir y para volver. Esta idea del movimiento está siempre presente. Puede ser también una forma de vivir, de sentir que uno no está arraigado en ninguna parte. Uno trata de conservar los orígenes porque en el fondo es un salvavidas, lo que te alimenta, donde encontrás algún sentido, algún color. Cuando me doy cuenta de que ando perdido con la escritura, cosa que ocurre bastante a menudo, me repliego y busco por ahí, y siempre aparece algo. La experiencia me dice que si me suena auténtico, a los demás les va a sonar auténtico también porque no es algo inventado, creado ficticiamente; es algo que está. Y al estar se va expresar a través de palabras muy sencillas que llegan.

“Sólo la belleza podrá salvarnos”, la frase de Bruna podría conectar la primera novela del Tano Dal Masetto con la segunda: Fuego a discreción, publicada en 1983. Pero esta frase es el sonido de un deseo que se estrella contra el pavimento de la dictadura militar, los desaparecidos, las derrotas y los fracasos de un protagonista que, para colmo de males, en su vagabundeo etílico siente culpa por el hecho de estar vivo. “Fuego... también es bastante autobiográfica pero con una intención –aclara el escritor–. Hay una realidad política y social que me propuse contar a través de esta suerte de metáfora de una ciudad agobiada por un verano, que me pareció la más apropiada para describir el mundo que estaba viviendo la gente que me rodeaba y yo mismo a fines de los ’70: un deambular sin saber adónde ir, sin objetivos, porque es gente que se mueve porque ha perdido el rumbo y el mundo que creía conocer se ha dado vuelta. Esta novela fue escrita a los tropezones porque estaba pasando por un momento muy complicado, un poco como lo cuento al comienzo del libro. Andaba sin trabajo, me acaba de separar, y me habían prestado un departamento en Flores, en Yerbal y Nazca, una planta baja que estaba destruida. Además de muebles antiguos, había una vieja máquina de escribir que ni siquiera era Olivetti, una máquina de esas cuadradas y grandotas que hacen mucho ruido. Ahí empecé las primeras páginas de Fuego a discreción. Mirá lo escaso que estaría que cuando la terminé, había conseguido un editor, que era Folios, que estaba dispuesto a publicarla y me decía: ‘¿Cuándo me traés la copia?’. Yo demoraba en llevarle la copia porque no tenía dinero para sacar fotocopias. Eso me da la medida de lo pobrecito que estaba en esa época.”

–¿Qué cambia a partir de Fuego a discreción?

–Tenía un plan literario y una estructura más clara. Una de las primeras cosas que aprendí en este trabajo es que la escritura es un oficio como cualquier otro, en el sentido de que hay que dedicarle horas, disciplina, voluntad. Sin eso, no hay caso. No es que uno dice: “Ando volando con los pajaritos y de pronto me inspiro, tengo un día bueno, escribo diez páginas y al otro día no escribo nada”. Bien o mal, estuviera en las condiciones que estuviera, me levantaba a la mañana, conseguía pedazos de papel de donde fuera y escribía. Después le presté más atención a trabajar un estilo prolijo, cuidar mucho la palabra. A partir de Fuego... empecé a leerme a mí mismo lo que escribía en voz alta. Cuando consideraba que estaban prolijas unas páginas o un capítulo, me sentaba solo y empezaba a leer. Leía como si estuviera escuchando música. De vez en cuando aparecía algo que no funcionaba, algo que sobraba o que faltaba. Yo fui aprendiendo sobre la marcha, en ese sentido puedo decir que fui autodidacta, que aprendí de los libros que leí. Cuando tenía dudas sobre alguna página, párrafo o capítulo entero, significaba que algo estaba mal. Pero cuesta mucho trabajo tirar lo tuyo porque te costó hacerlo; estas dos páginas me costaron, las trabajé, las elaboré, las pensé, ¿cómo las voy a sacar? Yo las sacaba provisoriamente, las ponía aparte y leía el texto. Obviamente que nunca más volvían. Hay cosas que no te las enseña nadie porque uno las va asimilando a medida que trabaja.

–Aunque sus novelas no son plenamente policiales, tienen algo del género, ¿no?

–Es cierto, no las calificaría de policiales, aunque algunos críticos las definieron como policiales, sobre todo Siempre es difícil volver a casa y Bosque. En mis novelas reflejo el mundo que viví, el mundo que le tocó a mi generación tal como yo lo veo; un mundo complicado, espantoso en cierto sentido. Esta suerte de caparazón policial, de cosa pueblerina, en el fondo está contando lo mismo: éste es nuestro mundo y es el mundo que la novela trata de condenar. Un pueblo no es nada más que la representación de algo más grande, de una ciudad, de un país o del mundo entero. El pueblo de Bosque es un pequeño infierno, bastante parecido al que estamos viviendo en este momento, si miramos alrededor.

–¿Por qué los protagonistas de sus novelas tienen una mirada más bien escéptica, son un poco descreídos y distan de ser optimistas?

–Me cuesta ser optimista, no lo soy por naturaleza y esto tal vez me venga de herencia. Cuando digo herencia, no me refiero a mis padres, que ellos sí fueron optimistas. Yo arranqué temprano viendo cosas que no son agradables de ver. A los siete de años vi fusilar gente, algo que se menciona en Siete de oro y que vuelvo a contar en Oscuramente fuerte es la vida. A lo mejor la visión de mi mundo quedó marcada por ese hecho, pese a que debo decir que mi niñez fue espléndida, más allá de la guerra y las dificultades de mis padres. Yo no sabía que vivía en un lugar paradisíaco, un lugar de montañas, de lagos; nadaba, pescaba, escalaba. Pero al mismo tiempo, estaba esa amenaza. Supongo que hay cosas difíciles de olvidar, aunque uno no las recuerde todo el tiempo.

–¿Cómo explica la violencia y la crueldad que emergen en novelas como Bosque y Sacrificios en Días Santos?

–La violencia está siempre, ése es el tema de estas novelas que se desarrollan en el pueblo de Bosque y completan lo que es esa sociedad, que apareció por primera vez en Siempre es difícil volver a casa, con la misma crueldad e hipocresía, y la distancia absoluta de todo lo que sea caridad y compasión. Siempre sentí que tenía una deuda que saldar con ese mundillo que había conocido, no me estoy refiriendo sólo al mundillo de Bosque como pueblo. Esa deuda era contar lo que vi para que se sepa cuál es mi visión de esta gente tan aparentemente pacífica y amable, que sin embargo en el fondo es un volcán de crueldad; basta que le enciendan un fosforito o le den la oportunidad de expresar todo lo peor que tiene adentro, pero sin comprometerse. Poder dañar sin que puedan señalarlos. Cuando terminé Siempre es difícil volver a casa, se la mostré a Osvaldo Soriano. Me hizo algunos comentarios y me dijo: “Los mataste a todos –se refería a los cuatro chorros–. Hubieses salvado a uno, a Cucurucho, que es tan simpático”. A lo mejor porque se sintió identificado con Cucurucho, se parecía a él (risas). “Osvaldo, si salvo a uno se pierde el sentido de la novela; tienen que morir todos”, le dije. Con el tiempo me quedé pensando en ese comentario y de ahí surgió la idea de hacer una segunda parte reivindicatoria y así llegó Bosque. Si bien inicialmente no hay una intención de reivindicar nada, lentamente el personaje se va involucrando en esta suerte de hacer justicia. La crueldad es inherente al ser humano, pero tiene esencialmente que ver con ciertos personajes. En Sacrificios, la idea es que las pequeñas comunidades siempre necesitan un chivo expiatorio, alguien a quien castigar, a quien torturar y aplicar el sadismo. El carpintero con su oveja era un personaje ideal, sobre todo cuando alguien se toma el trabajo de crear un clima que hace que parte de la población se pliegue gustosamente porque no tiene otra cosa que hacer. Hay mucho de aburrimiento en todo esto, además de la capacidad de hacer daño y de gozar con el sufrimiento de los demás.

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