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Lunes, 29 de septiembre de 2014
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Entrevista al escritor israelí Nir Baram

“Mi libro es lo opuesto a la idea de la banalidad del mal”

Comprender la condición humana con sus luces y sombras, con sus ambigüedades y contradicciones, es el propósito de Las buenas personas, novela concebida para polemizar con el corpus de ficciones sobre el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

Por Silvina Friera
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Baram participó en el Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba).

Las manos de Thomas Heiselberg y de Aleksandra –Sacha– Weissberg, los protagonistas de Las buenas personas (Alfaguara), de Nir Baram, no están manchadas de sangre. El no es un perverso criminal nazi que ha perdido la cuenta de los cadáveres que acumula. Ella no encarna a la siniestra comisaria política de la NKVD soviética. No son monstruos ni marionetas movidas por los hilos del miedo, aunque colaboran con las maquinarias totalitarias. Son jóvenes con ambiciones en circunstancias en que el vertiginoso eclipse del paisaje conocido es un abismo que se abre al pie de los destinos imaginados. Desde Berlín y Leningrado, a partir de 1938 cuando inician sus respectivas peripecias, hasta la invasión a la fortaleza de Brest (1941), Thomas y Sacha surfean los principales acontecimientos de la trama bélica europea: la noche de los cristales rotos, el pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética, la posterior invasión de Polonia, la deportación de judíos polacos al primer campo de exterminio y el clima de terror desatado por Stalin con la deportación de miles de personas al gulag. “Las cartas falsificadas han jugado un papel fundamental en la historia de Europa –le dice Thomas a Sacha–: la Iglesia Católica se sirvió durante siglos de una falsa carta supuestamente escrita por el emperador Constantino I al Papa en el siglo IV (...); también los protocolos de los hijos de Sión son falsos, y sin embargo la masa los cree verdaderos, y como siempre, el ejemplo más flagrante nos lo brinda la historia eslava... con Dimitri El Falso, un hombre embustero donde los haya y que llegó a zar. Cuando el mundo te abandona y no cree en tus sueños, no te queda más remedio que hacerte un mundo falso a tu medida.”

La provocación no quedó extraviada en el museo de las buenas intenciones literarias o en el archivo de las palabras que se desgastan tanto que parecen fantasmas erráticos en un diccionario inútil. Baram, que participó en el Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), no es un provocador de corto aliento. El escritor mira a los ojos a su interlocutora y habla con un entusiasmo excepcional de su compromiso político y su apuesta por un futuro sin muros ni guetos. El narrador israelí rechaza el facilismo de perpetuar la imagen del judío como víctima de la Historia con mayúscula. Comprender la condición humana con sus luces y sombras, con sus ambigüedades y contradicciones, es el propósito de Las buenas personas, novela publicada en 2010, y concebida para polemizar con el corpus de ficciones sobre el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial. “Cuando uno escribe una novela histórica se convierte en una criatura especial que te exige considerar el pasado, el presente y el tiempo que media entre esos dos tiempos –plantea Baram a Página/12–. Una de las cuestiones que hay que evitar es limitarse sólo al aspecto histórico. Quiero que se pueda ampliar el horizonte de la visión sobre la colaboración, no ceñirse a la cuestión del colaboracionismo desde una perspectiva meramente histórica. El tema del libro tiene que ver con estos personajes que salen al mundo con sus valores, pero de pronto se encuentran con fuerzas que son ajenas a ellos, como la burocracia. Y en ese encuentro algo pasa. Este también es el drama de nuestro tiempo.”

–¿En qué sentido?

–Hay personas de mi generación que creen en ciertos valores éticos y en ciertas ideas políticas. Cuando se enfrentan al mundo, dan sus talentos a cambio de lograr una movilidad social, una carrera, dinero. Muchos de mis amigos venden sus talentos a diferentes fuerzas, aun cuando esas fuerzas tienen como resultado la destrucción. Hay una división entre las convicciones políticas y la carrera profesional. Pensé en estas nociones cuando escribí la novela. Mi intención fue crear una novela universal sobre la colaboración y no específicamente sobre casos que la restringen al Holocausto o al genocidio. En el siglo XX la colaboración se la tiene que ver como el curso natural de los acontecimientos. Mi intención no es juzgarla, sino entenderla por dentro.

–Quizá sea necesario analizar el rol que tuvo la apatía política en torno del colaboracionismo. Si hubiera habido menos indiferencia, ¿cree que no hubiera habido nazismo?

–No necesariamente. No creo que la Alemania nazi sea un caso de apatía política. Todo lo contrario. El ciudadano alemán estaba muy activo y participaba en la ideología nazi. Cuando tratamos de entender lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial, nos quedamos en compartimentos estancos como el de la banalidad del mal o el de la indiferencia política; en mi opinión ninguno explica todo. En la novela exploré la euforia de la gente en la era nazi. Leí muchas entrevistas a personas que vivieron durante el nazismo, no necesariamente a criminales nazis, y muchas de ellas sostenían que esa época había sido la mejor de sus vidas. Esto es muy importante, porque no se trata de un grupo de idiotas o de burócratas que eran llevados de las narices por la ideología nazi. Para nosotros resulta más fácil encasillarlos de esa manera, ¿no? Mi propósito fue inyectar nuevos personajes para que haya un espectro más amplio del que se presenta habitualmente cuando se escribe sobre la Segunda Guerra Mundial, de manera que nos podamos plantear diferentes interrogantes.

–Uno de esos interrogantes podría ser por qué no hay tantas novelas que exploren la perspectiva de judíos que terminan trabajando para la maquinaria nazi o estalinista, ¿no?

–Hay novelas con colaboradores como Las benévolas, de Jonathan Littell, cuyo personaje principal es un criminal, o Mefisto, de Klaus Mann, en la que un actor comunista colabora con los nazis. Pero en estas novelas veo un problema: no hay complejidad cuando se aborda un personaje nazi alemán. El clisé es que son personajes obsesionados con la muerte y la perversión sexual. En cambio, mi propuesta consiste en distanciar al lector de estos personajes. Quería llevarlos a otra arena, a otro lugar. Yo defino mi novela como un libro de personas jóvenes que llegan al mundo con toda la pasión, con todas las ideas, con toda la libido. Pero llegan a un mundo con dictaduras y burocracias asesinas. Estos personajes son brillantes, son inteligentes, son críticos, pero no tienen eficiencia ideológica, algo que resulta interesante para nuestra época. ¿Qué es una entidad no política? Yo no creo que exista una entidad así.

–¿Qué implica romper con ese mecanismo de identificación tan fuerte en la construcción de la novela?

–Bertolt Brecht dice que no quiere que el lector se identifique con los personajes y que vea el mundo a través de sus ojos. Quiere que piensen más en vez de sentir. Creo que es una idea muy radical para una novela, pero tiene que existir una brecha entre los ojos del personaje y los ojos del lector. No es la misma mirada, debe haber una distancia crítica. Cuando perdemos esta distancia crítica y el lector llora con el personaje y siente todo lo que el personaje siente, entonces, ¿qué es lo que pasa? El lector pierde la capacidad crítica de ver lo que el personaje dice, siente y piensa. La literatura tiene que ampliar el paisaje de los interrogantes en vez de clausurarlos. No quise escribir una novela sobre el mal. A mí no me importa tanto el mal. Por eso adopté la actitud de ir contra la corriente para entender este período. Thomas Heiselberg es ambicioso, tiene metas y refleja más cómo vivía la gente en Alemania que esa ciencia ficción del nazismo que se presenta muchas veces en algunas novelas. Hay millones de páginas escritas sobre la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué puede hacer una novela? Mis personajes sacuden un poco ese corpus, porque no actúan ni piensan como ninguno de los personajes que uno encuentra habitualmente en esos libros. A Thomas Heiselberg lo veo como un virus.

–¿Por qué un virus?

–Thomas es un personaje alemán que cree más en el individualismo que en la ideología nazi, pero está dispuesto a enfrentar riesgos para poder llevar adelante sus planes. El se vale mucho más de la maquinaria de lo que la maquinaria nazi se vale de él. Thomas le da una gran cuota de pasión al debate. No se trata de oportunismo; es mucho más que eso. El se vale de cualquier mecanismo, burocracia o ideología que le permita avanzar en esa especie de investigación existencial que realiza. Al hacerlo, a su vez, es el responsable de la muerte de millones de personas debido a los modelos que concibió. Cuando voy a distintos lugares a presentar esta novela, me dicen que mi libro es sobre la banalidad del mal. Cada página de Las buenas personas es totalmente lo opuesto. La banalidad del mal es un compartimento estanco al que se apela por pereza intelectual.

–¿Cómo fue recibida la novela en Israel?

–Hay una obsesión con la historia, porque Israel es un estado nuevo y con nueva ideología. Entonces la literatura ha tenido una visión realista sobre lo que pasa. En Israel no tenemos ciencia ficción, no tenemos fantasía ni historias de detectives. La primera pregunta que se planteó cuando publiqué Las buenas personas fue: ¿Qué cuernos estás haciendo? ¿Qué es esto? ¿Cuál es la conexión de este libro con la literatura israelí? Se produjo un gran revuelo cuando salió la novela. Yo creo que con el paso del tiempo se ha ganado un lugar y ya no se puede concebir el Holocausto o la Segunda Guerra Mundial sin considerar esta novela. Siempre digo que no es un libro sobre el Holocausto y esto es muy difícil de comprender para los israelíes. Un escritor tiene que escribir acerca de lo que quiere, debe tener libertad. Uno puede escribir del colapso del Imperio Romano o del futuro de aquí a mil años. Uno no necesita más que la imaginación. Muchas cuestiones que suenan naturales en la literatura argentina son menos naturales en la literatura israelí. Mi última novela se llama World shadow y es sobre la etapa final del capitalismo; comienza en la década del ’80 y termina en un futuro cercano.

–¿Aparece el conflicto con los palestinos por la Franja de Gaza?

–Sí, hay una parte en la novela que se concentra en la industria de la paz en Israel y da una visión totalmente diferente del proceso. Pero me resulta difícil escribir sobre el conflicto, porque estoy tan comprometido con este problema que es complejo generar esa distancia siempre necesaria para poder escribir. Siento una gran frustración política y aún no encontré la manera de canalizar esa frustración en una novela.

–¿Cómo explica esta frustración?

–Yo creo que la ocupación israelí es una pesadilla que no solamente destruye la sociedad palestina, sino la sociedad israelí. Israel debería ser el estado para todos los israelíes, como Argentina es el estado para todos los argentinos o Francia para todos los franceses. Pero Israel se define como un Estado judío y yo no creo en esa entidad. Israel debería ser el estado para los ciudadanos israelíes. Si uno habla de la economía, ¿qué es lo que hace Israel? Implementa el neoliberalismo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher desde la década del ’80, una política que daña el entramado de la sociedad. Yo integro una minoría desde el punto de vista político y eso me hace sentir frustrado.

–¿Cuál cree que es la solución: un estado que incluya a los palestinos o dos estados separados?

–En Israel nadie piensa en el futuro. Nadie se plantea si dentro de veinte años va a haber un estado o dos estados. Hay tres posibilidades: una es el estado actual de los acontecimientos, que no es válido pero sigue. Nunca hay que subestimar el statu quo, y no estoy diciendo que sea positivo. El problema de los dos estados es que el ideal principal es la separación. Y la separación es un gran error; no creo que exista semejante oposición y que seamos enemigos mortales. Mi abuela era una judía árabe y mi abuelo también; llegaron a Israel y hablaban en árabe. No creo en esos muros de separación, pero tampoco creo que en esta etapa la idea de un único estado sea una buena idea. Este es el motivo por el cual estoy participando en un grupo de negociación integrado por palestinos e israelís, Ramallah Tel Aviv Iniciative, en el que estamos intentando crear un modelo sorprendente de dos estados sin separación, con total libertad de movimiento. Quizás en la Argentina no sepan que a los palestinos les importa la libertad de movimiento, que ellos puedan visitar a sus familiares. Los palestinos hablan mucho más de la capacidad de trasladarse y moverse que del estado palestino. Ese es el motivo por el cual dos estados separados, bloqueados con una frontera, no es una buena solución. Si uno piensa en un lugar que hay solamente judíos y hay paredes, estamos separando a los judíos de otras personas. ¿Qué es lo que uno obtiene? Un gueto judío. Y yo no quiero vivir en un gueto judío.

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