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Jueves, 12 de febrero de 2015
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Entrevista al escritor británico Hanif Kureishi

“Nuestra función es contar mentiras”

El autor de El buda de los suburbios habla de su novela más reciente, La última palabra, en la que presenta a un “personaje desagradable”: un escritor de origen indio que ha sido víctima del racismo en su juventud y luego decide abrazar la cultura de sus colonizadores.

Por Astrid Riehn
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Kureishi rechaza todo paralelismo entre él y sus personajes.

La identidad ha sido una constante en la obra del escritor británico Hanif Kureishi. Nació en Londres en 1954, hijo de padre paquistaní y madre inglesa. Sus novelas, cuentos, obras de teatro y guiones siempre estuvieron poblados de personas que, como él, buscaban hacer equilibrio en una Inglaterra de la que formaban parte pero que insistía en recordarles que su membresía no permitía el acceso a todas las instalaciones. Mamoon Azam, el protagonista de su más reciente novela, La última palabra (Editorial Anagrama), es un hombre de origen indio radicado en Inglaterra. En diálogo con Página/12 desde Londres, Kureishi asegura que con Mamoon se dio el gusto de escribir “un personaje desagradable, un provocador, un hombre despreciable”. No es para menos: a la vieja gloria literaria que puebla las páginas de su libro no le falta ningún condimento como para ser un tipo intragable. Endiosado por los diarios de derecha y amigo íntimo de Margaret Thatcher, la principal originalidad de Mamoon al inicio de su carrera había consistido en cultivar la incorrección política en tiempos en que el mundo se poblaba de feministas y revolucionarios de izquierda. Víctima del racismo en su juventud, había decidido abrazar la cultura de sus colonizadores, tomando el té con dictadores tercermundistas cuyos perfiles publicaba en revistas occidentales de renombre mientras que, en las librerías, sus novelas, cuentos y ensayos demostraban que el hombre tenía talento a pesar de sí mismo.

Sin embargo, a sus setenta y tantos, Mamoon se encuentra en problemas. Después de un largo período sin escribir nada sustancial, se le está acabando el dinero y con ello el único medio para mantener a raya a su segunda esposa, Liana Luccioni, una histriónica italiana capaz de enrostrarle a su marido que un ensayo sobre Tagore “no pagará la reparación del jacuzzi”. Pero la astuta Liana tiene un plan: contratar a un escritor en cierne para escribir la biografía de Mamoon, volver a poner el nombre del viejo en boca de todos y, de paso, reeditar sus libros. El encargado de la faena será Harry Johnson, un crítico literario que respeta y teme a Mamoon en dosis iguales y con el que comparte la pasión por las mujeres. Para escribir el libro, Harry se muda a la mansión del anciano, donde no sólo hurga entre sus manuscritos, toma café con su deprimida esposa e interroga a sus criados, sino que también intenta hablar con el esquivo autor. Un vínculo en el que muchos críticos ingleses vieron un retrato de la relación entre el Premio Nobel de Literatura de origen indio V. S. Naipaul y su biógrafo, Patrick French.

Es en ese contrapunto entre el insolente y mucho más joven Harry (siempre envuelto en algún lío de polleras y ansioso por escribir su libro consagratorio) y el tan magnético como revulsivo Mamoon (un viejo lobo retirado con un pasado en el que no faltan una ex amante despechada y una primera esposa muerta de tristeza) donde Kureishi hace gala de un humor cínico y desbordado que vuelve La última palabra uno de sus libros más divertidos. Los momentos más altos de la novela residen en las barbaridades que, una tras otra, escupe Mamoon en los pocos momentos en que Harry logra acorralarlo. Como cuando dice que George Orwell era un escritor en el que “ningún adulto que no fuera profesor perdería el tiempo con alguna de sus novelas” y Jean Rhys “la única escritora inglesa con la que uno desearía acostarse”. Así y todo, el anciano no deja de ser un intelectual, un hombre que dedicó parte de su vida a reflexionar sobre el amor, el sexo, la raza, la política y la religión, los mismos temas que, desde el espectro ideológico opuesto, también obsesionan a Kureishi. “El matrimonio domestica el sexo pero libera el amor. Como solución a las necesidades humanas es inadecuado, pero como sucede con el capitalismo, las alternativas son mucho peores”, sentencia Mamoon.

Como lector, es tentador presuponer que Kureishi echó mano de este escriba decrépito no sólo para divertirse, sino también para soltar, a través de una suerte de alter ego distorsionado, algunas de sus propias opiniones. Sin embargo, Kureishi lo niega de forma tajante. Acusado públicamente por su hermana Yasmin de haber tergiversado la historia familiar en su propio beneficio en novelas como El buda de los suburbios y hasta de haber traicionado a la madre de sus gemelos al contar su separación en la exquisita Intimidad, el autor británico rechaza todo paralelismo entre él y sus personajes. “Las visiones de Mamoon sobre todos esos escritores no son las mías en absoluto. Es apenas un personaje. En cierto sentido por supuesto que es parte mía, pero yo tengo mis propias opiniones”, dice. “Cuando escribís un libro creás antagonismos y provocaciones. La función de un escritor de ficción no es contar la verdad, sino contar mentiras. Cuando quiero expresar mis opiniones, escribo un ensayo.”

–Mamoon es un personaje tan imperfecto que parece creado para desmitificar la literatura. ¿Buscaba desacralizar a los escritores?

–Siempre es interesante la pregunta acerca de cómo juzgamos a las personas, su vida y su obra. Si pensás en el antisemitismo de Ezra Pound o de T. S. Elliot, la pregunta es cómo evaluar sus vidas, si pensamos su vida como parte de su obra o por separado. No es una pregunta a la que pueda responder. No hay una respuesta simple a eso.

–¿Pero no cree que en comparación con otras artes, como la música, la literatura sigue teniendo un aura especial, como si fuera algo casi sagrado?

–Sí, creo que idealizamos a los escritores. Pero desde cierto punto de vista creo que es una gran idea, ya que los escritores hablan por nosotros de forma muy directa a través de sus palabras. Y hay muchos escritores, artistas y periodistas, por ejemplo en Pakistán o China, que están encarcelados por sus palabras, y otros como Salman Rushdie, sobre los que pesa una fatwa. En un mundo en el que hay fascismo, silencio y opresión, la capacidad de hablar y la independencia política de un escritor son profundamente importantes.

–Mamoon compite en todo con Harry: en literatura, en mujeres, hasta en el tenis. Incluso parece hacerlo con escritores muertos. ¿Es posible escribir sin competir con otros?

–Todo escritor está en relación con la historia de su trabajo. Un artista como Picasso, por ejemplo, siempre estaba pensando en los artistas que lo precedieron. Necesitamos estar en relación con el pasado porque es nuestra historia, de donde venimos.

–¿Es más importante que estar en relación con los contemporáneos?

–Sí, porque en relación al pasado sabemos quiénes fueron esos grandes escritores, sus nombres y de qué hablaban. En el caso de los contemporáneos no conocemos la respuesta a esa pregunta. Esta tarde, por ejemplo, quiero leer algo sobre August Strindberg, ponerme a pensar en él: seré un escritor pensando en otro escritor hablando del pasado. Por eso la escritura es un constante diálogo.

–El tema de los amores crepusculares es un tema presente no sólo en esta novela sino también en varios de sus guiones de cine (ver recuadro). ¿Por qué?

–A medida que me hice más grande comencé a interesarme en la gente mayor. No quería escribir más sobre chicos de 20 años enamorándose y teniendo sexo. Me hubiera resultado aburrido. Cuando era adolescente, una persona de 40 años era una persona mayor. Y ahora tengo amigos de 70 años iniciando relaciones, casándose, volviéndose a casar e incluso teniendo hijos. El mundo cambió y me parece un tema interesante. Me gusta mirar a mi alrededor y descubrir temas de los que nadie está escribiendo. Eso me inspira. Cuando empecé a escribir sobre el fundamentalismo islámico nadie más lo hacía.

Kureishi no exagera. Su novela El álbum negro, publicada en 1995, seis años antes de los atentados del 11 de septiembre, contaba la historia de Shahid, un chico de origen paquistaní dividido entre la fascinación por el liberalismo londinense y la atracción hacia un grupo de jóvenes islamistas, uno de los cuales lo invitaba a entregarle sus discos de Prince para purificarse y al que éste le respondía afligido: “¡Ni los toques! ¡Algunos son de importación!” Su cuento “Mi hijo el fanático” reflejaba las preocupaciones de un padre por su hijo radicalizado. En El signo del arco iris, un impactante texto autobiográfico de 1986, Kureishi reflexionó ampliamente sobre lo difícil que fue para él en sus años de juventud lidiar con la doble incomodidad que sentía tanto cuando sus compatriotas lo discriminaban por “negrito” como cuando sus correligionarios lo instaban a odiar al blanco, colectivo del que formaba parte su propia madre: “Me volví frío y distante. Comencé a sentir que era muy violento, aunque no sabía cómo serlo. Si lo hubiera sabido, si me hubiera salido de forma espontánea o hubiera habido otros a los que seguir, entonces podría haber transformado mis constantes fantasías de venganza en realidad (...) Pero me limitaba a rondar por las librerías”.

–¿Pueden ser los libros un antídoto contra la violencia?

–El lenguaje nos une, nos vincula con otra gente. La violencia es una función de la impotencia y de la humillación. Cuando leés una poesía o un cuento o ves una película que te conmueve te sentís conectado con otros. En mi adolescencia me sentía muy aislado, incluso de otra gente como yo. Lo que me conectó con los demás fueron la literatura y en especial la música pop de los ’60 y ’70, que me hizo sentir menos vulnerable y solo. La literatura une simbólicamente a la gente, especialmente cuando hay dando vueltas racismo de cualquier tipo: antisemitismo, islamofobia, discriminación contra gays... la cultura nos conecta. Para eso tenemos una cultura.

–En una parte de la novela, Mamoon dice que los escritores ya no pueden criticar a nadie por miedo a que los asesinen. La frase suena muy actual tras el atentado contra Charlie Hebdo. ¿Sintió alguna vez miedo como escritor?

–Vivimos tiempos peligrosos en los que la gente puede morir, como pasó con Charlie Hebdo. El hablar o no es una cuestión de conciencia. Pero también creo que los artistas, intelectuales y escritores debemos vivir a lo largo de esa frontera entre lo que se puede decir y lo que no. Debemos hablar una y otra vez sobre sexualidad, política, democracia, dinero, las cosas que nos interesan a la mayoría. Una de las cosas que están pasando, por ejemplo en China, es que se puede tener dinero sin una democracia. Es decir, podés tener capitalismo con un alto estándar de vida sin la posibilidad de hablar libremente. Y creo que poder hablar libremente es tan importante como cualquier estándar de vida.

–Karim, de El buda de los suburbios, o Shahid, de El álbum negro, eran jóvenes de origen paquistaní, como usted, que amaban parte de la cultura inglesa, al menos su música. Ahora se habla mucho sobre los jóvenes que dan la espalda a la cultura europea y se vuelcan al radicalismo. ¿Qué pasó entre su generación y ésta?

–Muchos jóvenes se identifican con el Islam radical porque es revolucionario. Yo vengo de una época en la que muchos de mis amigos eran revolucionarios, maoístas o comunistas, por eso no me sorprende que muchos jóvenes se vuelquen al radicalismo. Por otro lado, muchas sociedades, como Francia, han sido bastante hostiles con las minorías. Los franceses no se mezclan mucho, son una sociedad muy racista y nacionalista. Muchos de esos chicos han sido aislados. En general, te sentís parte de una sociedad cuando conseguís un trabajo. La integración es una cuestión económica; es darle trabajo y educación a la gente y hacerle sentir que puede tener un lugar dentro de la sociedad. Ese es el motivo por el cual hombres como mi padre llegaron a Occidente, para ganarse la vida y tener éxito, no para vivir en un gueto. Y Occidente debe responder a esto.

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