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Domingo, 20 de agosto de 2006
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Tres miradas sobre la polémica

POR DANIEL DIVINSKY *.
No hay futuro, no hay futuro...

Soy editor de libros y no viudo de ninguna escritora célebre: por eso la ecuanimidad de mi respuesta deberá ser puesta en duda. Sobre el futuro de los derechos de autor, ante la controversia reciente relativa a los de Joyce y Borges, me siento tentado a contestar con el verso de la canción de Los Intocables: “No hay futuro, no hay futuro”. Como decía Mario Muchnik, editor osado e inteligente, Lo peor no son los autores (así se llama el primer tomo de sus memorias profesionales). Lo peor son los derechohabientes de los autores (uso la palabreja jurídica para no cargar las tintas sólo sobre cónyuges) y, eventualmente, los agentes literarios que los representan. Hubo supérstites –no daré nombres– decididos a extraer hasta la última gota de la savia monetaria de escritores muertos, que vendieron derechos sobre obras denostadas por sus autores. No sus listas de lavandería –como cuando Woody Allen las usa para analizar los cambios en el estilo de un escritor–, pero sí obras de juventud, bocetos inconclusos, todo lo que se pudo mercar por llevar la marca de un apellido. En el caso de Joyce, sus herederos introdujeron en el Ulises, a partir de sus manuscritos, un número de modificaciones, la mayoría nimias, suficientes como para que se considerara “obra nueva”, evitando que cayera en el dominio público. Entre los agentes literarios, una especie que no goza de mi simpatía, Andrew Wylie, el representante de la Kodama, conocido en confianza (ya que no afectuosamente) como “El Chacal”, dijo que si un agente recibe una liquidación de derechos de autor con saldo positivo se ha equivocado en el monto pedido como anticipo de esos derechos: es decir, no estrujó al editor por más de lo que generaría la venta real del libro de que se trata. Pienso que, desaparecido el autor, la pretensión económica o la oposición injustificada de familiares o representantes no debería impedir la difusión de sus obras. En caso de obstáculos no razonables, deberían ser los jueces (los jueces cultos, una especie poco difundida) quienes podrían autorizar las publicaciones, resguardando el cobro por aquéllos de derechos de autor usuales o fijados por árbitros. El derecho de propiedad intelectual como el de propiedad común tienen una función social y están limitados por las leyes que regulen su ejercicio. Y así como puede establecerse la expropiación de un inmueble por causas de utilidad pública –indemnizando al expropiado–, lo mismo debería regir, con menos requisitos, para los derechos intelectuales.

* Editor responsable de Ediciones de la Flor.

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POR MARTIN PRIETO *.
Borges para todos

La Argentina tiene una tradición de herederos bravos. El más bravo de todos: el hijo de Lugones. Y la puesta en página de su bravura: la hoja en blanco que, no recuerdo ahora si Eudeba o el Centro Editor dejó detrás del nombre del autor de Cuentos fatales en una antología del relato argentino, como una manifestación del conflicto entre el antólogo y los editores, que consideraban que Lugones no podía faltar en el seleccionado de los mejores, y la terquedad o ambición de su hijo y dueño de los derechos de la obra, que decidió no cederlos. En la lista podría agregarse a Mirta Arlt, que regula a gusto la publicación de las aguafuertes de su padre, y hasta a Ana Becciu, albacea de Alejandra Pizarnik, que rebotó la edición que hizo Nora Catelli de los diarios de la “pequeña náufraga” porque, suponemos, no le gustaba o no le era conveniente por alguna razón la imagen que de ellos se desprendía de su autora.

Pero nadie ha ido más lejos que la temible María Kodama.

Es cierto que su ambición por convertir en metálico todo lo que se llame Borges fue la que permitió que se conocieran masivamente El tamaño de mi esperanza, o la primera versión de Fervor de Buenos Aires, que el mismo Borges había expurgado de su bibliografía y que sólo conocían los académicos, investigadores y bibliófilos.

Pero ese beneficio secundario no justifica de ningún modo la autoritaria política de derechos de Kodama, que no contempla que la fama de Borges es producto del vínculo establecido entre su obra y, claro está, sus lectores. Hay un poema de Juan L. Ortiz en el que poeta se muestra entristecido por las primeras tardes de primavera, “tan celestes, tan puras”. Y luego de reflexionar sobre esa sensación que le promueve un paisaje sin embargo hermoso y transparente, llega a la conclusión de que su tristeza es un reflejo de la falta de dicha de todos los demás que no cuentan, como él, con el tiempo de la contemplación. Y entonces, convocando y desbaratando a la vez las convenciones del poema político, reclama: “La tarde para todos, compañeros”.

Si Kodama sigue ejerciendo el poder sobre la circulación de los textos de Borges, no tardará en llegar el tiempo en el que su último lector, feliz en la comunión con los ensayos de Discusión o los relatos de Ficciones se sentirá sin embargo triste por la falta de dicha de todos los demás lectores y entonces, como un refinado y ultrasensible Ortiz del futuro, se verá obligado a proclamar, políticamente: “Borges para todos, compañeros”.

* Poeta, crítico y profesor de universitario. Es autor de Breve historia de la literatura argentina (Taurus).

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POR EDUARDO BERTI *.
Derecho a la intimidad

Los herederos son los propietarios de la obra. La ley es clara: el/los herederos (más, eventualmente, el/los albacea/s nombrados por el autor) detentan los derechos hasta el 70º aniversario de la muerte del autor. Ellos disponen durante ese tiempo. Y, claro, ellos deciden: si un contrato se vence, deciden si renovarlo con la misma editorial o si buscar otra editora; también gestionan las traducciones (con o sin mediación de agentes) y responden a diversos pedidos (fragmentos de la obra para antologías, etcétera). Firman los contratos en lugar del autor y cobran en lugar de él. Siempre están los riesgos de los abusos por mala fe, por ignorancia o por la razón que sea. Personalmente, con respecto a la obra editada, me parece que un heredero no tiene el derecho de sacar de circulación algo que el escritor publicó en vida, salvo que éste se lo hubiese pedido especialmente. Así y todo, el caso no siempre es tan simple: la viuda de Céline, por citar un ejemplo extremo, se ha negado por años a que se reediten los panfletos antisemitas del autor de Voyage au bout de la nuit.

El asunto se vuelve menos claro con el material inédito. Yo distinguiría ante todo entre la obra propiamente dicha y el material periférico (cartas, diarios íntimos, etcétera). Luego, en cuanto a la obra inédita, distinguiría entre lo acabado y lo inconcluso. Y con respecto a lo acabado (que, ya se sabe, no siempre lo está del todo para un artista), trazaría otra división entre lo que el autor quería publicar y no se publicó por razones ajenas a su voluntad y, por otra parte, lo que el autor dejó deliberadamente en un cajón. Pienso que los herederos deberían impulsar la publicación de todo cuanto el autor habría querido ver publicado en vida. Hasta acá no tengo dudas. Lo siguiente se vuelve más complejo. ¿Cómo evaluar si lo descartado o lo inconcluso tiene valor? A menudo los familiares acaban llamando a un experto en el autor para que los ayude a tomar estas decisiones. Algo por el estilo hizo Ernesto Montequin, si no me equivoco, con la obra inédita de Silvina Ocampo. Si para un escritor es muchas veces difícil establecer un criterio entre qué sacar a luz y qué no de su propia obra, ni hablemos de lo arduo que es decidir esto en nombre de un muerto. Tan difícil que, a la larga, los herederos suelen ser tantocriticados porque publican cosas inéditas y lucran con “sobras”, como porque “escamotean” parte de la obra.

A veces el problema es que un ejército de herederos (muchos hijos o muchos hermanos, por ejemplo) no consiguen ponerse de acuerdo y traban la circulación de la obra. También hay, desde luego, casos de abuso por parte de los herederos: el hijo de Julio Verne llegó a inventar textos “inéditos” de su padre. La clave está en que los herederos o albaceas no traicionen al autor. Pero tampoco es tan simple: ¿Max Brod tendría, entonces, que haber acatado la voluntad de Kafka y no haber publicado a su amigo? Un libro de Kundera (Los testamentos traicionados) aborda este asunto, realmente apasionante. Por último, lo que yo llamo periférico (cartas, diarios íntimos) pertenece, según creo, a otra órbita. No fue escrito para ser publicado, salvo expresa indicación del autor (cosa que suele ocurrir, más que nada con los “diarios póstumos”, todo un género en sí mismo), y en muchos casos entiendo que pueda violar no sólo la intimidad del autor sino también la de mucha otra gente involucrada: amigos, familiares, etcétera.

A grandes rasgos (no conozco en profundidad el caso Shloss) creo que quienes detentan cartas de un autor muerto tienen todo el derecho del mundo a no entregarlas a los “investigadores”, por mucho que éstos invoquen el supuesto “interés” que habría en hacerlas públicas. El derecho a la intimidad me parece un límite, claro. Y también puedo entender que los familiares prefieran que ciertas cartas o ciertos diarios íntimos no sean publicados hasta que haya pasado cierto tiempo y las demás personas involucradas ya no vivan... De algo estoy seguro: aun cuando los biógrafos o ciertos académicos “investiguen” casi como detectives o policías, tampoco pueden pretender tener acceso a todos los documentos privados de un autor, incluidos esos que éste, en vida, seguramente tampoco les habría dado.

* Escritor, autor de Todos los Funes (Anagrama).

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