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Viernes, 9 de octubre de 2015
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La periodista bielorrusa Svetlana Alexievich, de 67 años, ganó el Premio Nobel

“Vivo con el sentimiento de derrota”

La decimocuarta mujer en recibir el premio de la Academia Sueca dedicó buena parte de su obra a la realidad y el drama de mucha de la población de la antigua Unión Soviética: “Yo estudio a la gente real y trasmito su experiencia”, señala.

Por Silvina Friera
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Alexievich dijo sentirse orgullosa de estar en una lista de escritores a la que pertenece Boris Pasternak.

El problema no es que sea una autora desconocida con cinco libros periodísticos publicados –en más de veinte idiomas– y uno solo traducido al castellano, Voces de Chernóbil, disponible hasta ahora únicamente en e-book. El minucioso montaje de los testimonios y las voces en una crónica, por más bien escrito que esté, se mueve en las aguas de la actividad periodística. Un periodismo que está siempre en explícito cortocircuito con el territorio de la ficción como “antropología especulativa”, en los términos formulados por Juan José Saer. La periodista bielorrusa Svetlana Alexievich, de 67 años, ganó el Premio Nobel de Literatura –dotado con 8 millones de coronas suecas, algo más de 860.000 euros– por “sus escritos polifónicos, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo”, según anunció ayer Sara Danius, secretaria permanente de la Academia Sueca desde Estocolmo, donde la ganadora recibirá el galardón el próximo 10 diciembre. La cronista bielorrusa –la decimocuarta mujer en ser premiada, la primera periodista– ha retratado, en lengua rusa, la realidad y el drama de gran parte de la población de la antigua Unión Soviética, así como los sufrimientos de Chernóbil, la guerra de Afganistán y los conflictos del presente en una región tan compleja como conflictiva. “Es maravilloso recibir este premio”, reconoció Alexievich al canal sueco SVT, y añadió que se sentía orgullosa de estar ahora en una lista de escritores a la que pertenece Boris Pasternak, a quien en su momento las autoridades soviéticas le impidieron recoger el Nobel de Literatura.

El grupo Penguin Random House, que publicó en formato digital el único libro traducido al castellano, Voces de Chernóbil, anunció que en noviembre lanzará una edición de papel y en diciembre La guerra no tiene rostro de mujer; Los chicos de latón para el 2016 y Los últimos testigos en 2017. “Respeto el mundo ruso de la literatura y la ciencia, pero no el mundo ruso de Stalin y Putin”, afirmó Alexievich durante una conferencia de prensa en la sede del PEN Internacional de Minsk, la capital bielorrusa. “Tampoco me gusta ese 84 por ciento de rusos que llama a matar ucranianos”, dijo la periodista que se mostró convencida de que con su campaña de bombardeos en Siria, el presidente ruso, Vladimir Putin, está llevando a su país a “un segundo Afganistán”.

De padre bielorruso y madre ucraniana, Alexievich nació el 31 de mayo de 1948 en el oeste de Ucrania. Su familia emigró a la vecina Bielorrusia, donde ella ejerció como profesora de Historia y de lengua alemana. Pero pronto eligió dedicarse a su verdadera pasión: el periodismo. En 1972 se licenció en la Facultad de Periodismo de Minsk y trabajó como redactora en diversos diarios de su país. En La guerra no tiene rostro de mujer, el primer libro que escribió en 1983, inauguró su itinerario crítico al cuestionar el heroísmo soviético. Recién en 1985, de la mano del proceso de reformas conocido como Perestroika, pudo publicar este libro que todavía permanece inédito en castellano. Ese mismo año se estrenó la versión teatral de aquella crónica descarnada en el teatro de la Taganka de Moscú, estreno que marcó un hito en la apertura iniciada por Mijaíl Gorbachov. Influida por el escritor Alés Adamóvich, al que considera su maestro, Alexievich despliega la técnica del montaje documental. Su especialidad –informan quienes la leyeron en su idioma– es dejar fluir las voces en torno del las experiencias del “hombre rojo” o el “homo sovieticus”. En Los chicos del zinc (1989) –conviene aclarar que al no estar traducido el título aparece con variantes como Los muchachos del zinc o Los chicos de latón– aborda la guerra de Afganistán, hecho que precipitó la desintegración soviética, desde el punto de vista de los veteranos y de las madres de los caídos en esa contienda. “En la Unión Soviética nos enseñaban a morir por el país, pero no a ser felices. Nuestra experiencia vital es la de resistirnos a la violencia”, advirtió la cronista.

“La URSS fue un intento fallido de crear una civilización alternativa”, planteó la autora bielorrusa en una entrevista con el diario El país de España hace dos años. Luego de haber residido varios años en Alemania, volvió a la capital bielorrusa y confesó sentir “un gran vacío”. En Minsk fue ignorada por los medios de comunicación del régimen de Alexander Lukachenko –que ejerce el poder desde hace más de veinte años– y mirada con frialdad o desconfianza por los nacionalistas locales por escribir en ruso y no en bielorruso. “Vivo con el sentimiento de derrota, de pertenecer a una generación que no supo llevar a cabo sus ideas”, admitía Alexievich en la misma entrevista. “Nadie quería el capitalismo, queríamos el socialismo con el rostro humano. En los años noventa éramos muy ingenuos y muy románticos, creíamos que existía una nueva vida y que éramos capaces de crearla, que la culpa de nuestros males estaba tras los muros del Kremlin y era de los comunistas, no nuestra. ¿Y qué tenemos más de dos décadas después?: un líder medio bandido y autoritario y un entorno provinciano en Bielorrusia”.

En otra entrevista que concedió a la agencia AFP en 2013 agregó: “Vivimos bajo una dictadura, hay opositores en la cárcel, la sociedad tiene miedo y al mismo tiempo es una vulgar sociedad de consumo, la gente no se interesa por la política”. Cuando regresó a Minsk, se asombró porque Lukachenko detuvo el tiempo. “La dictadura hace que la vida sea primitiva”, reflexionaba. “En Rusia el tiempo se mueve pero en una dirección inquietante”. De viaje por ese país, tras una ausencia de varios meses, se sorprendió al encontrarse con “gente que se habían transformado de repente en patriotas, que llevan enormes cruces y se creen muy importantes”. “En las provincias rusas han surgido grupos agresivos, ortodoxos, nacionalistas, de jóvenes fascistas”, comentó la cronista que en los noventa salió a la calle para hacer caer la estatua de Félix Dzherzhinski –el fundador de la Cheka o policía soviética–, y expresó su perplejidad ante “los jóvenes rusos que idealizan la Unión Soviética.”

Quienes han leído Voces de Chernóbil (1997) subrayan que es uno de los libros periodísticos más impresionantes que se han escrito sobre el tema, una investigación exhaustiva de las consecuencias de la catástrofe nuclear sobre la población ucraniana y bielorrusa. No fue fácil para Alexievich localizar a los afectados porque fueron repartidos por todo el territorio soviético –“divide y reinarás”–, para evitar que se unieran y reclamaran cualquier tipo de compensación. Alvaro Colomer opina en un artículo publicado en El mundo de España que este libro de la ganadora del Nobel “cae como una losa sobre el llamado Nuevo Periodismo”. “Su autora jamás hizo alarde de la tremenda labor emprendida para confeccionar dicho volumen, su autora no se convirtió en la protagonista de la historia narrada, su autora no pretendió ser más importante que aquello que contaba. Alexievich cedió su estilográfica a los testigos directos de la catástrofe y convirtió sus voces en un documento estremecedor que, de alguna manera, nos recuerda no sólo el dolor que todavía padecen las víctimas de la explosión nuclear, sino el silencio que continúan obligándolos a mantener”. Y pone como ejemplo uno de los capítulos, “Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida”, en el que ella narra cómo fue su trabajo: “Este libro no trata sobre Chernoyl, sino sobre el mundo de Chernobyl. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma”.

En 2013 salió El tiempo de segunda mano. El final del hombre rojo, publicado en ruso y en alemán. En este nuevo documento la cronista bielorrusa se propone “escuchar honestamente a todos los participantes del drama socialista”, según cuenta en el prólogo. Alexievich señala que el “homo sovieticus” –nomenclatura que responde al laboratorio “experimental” del marxismo–leninismo– sigue todavía vivo en Rusia, Bielorrusia, Turkmenistán, Ucrania, Kazajistán y el resto del territorio de la resquebrajada Unión Soviética. “Creo que conozco a este hombre, que lo conozco muy bien, que he vivido con él muchos años. El soy yo, yo y mis conocidos, amigos, padres. (...) Ahora vivimos en distintos Estados, hablamos en distintas lenguas, pero no nos puedes confundir con nadie. Nos reconocerás enseguida. Somos la gente del socialismo, iguales y diferentes del resto de la gente, tenemos nuestro léxico, nuestras ideas del bien y del mal, de los héroes y los mártires, tenemos una relación particular con la muerte (...) estamos llenos de envidia y de prejuicios. Venimos de allí donde existió el Gulag...”, escribe en el prólogo esta autora que ha recibido varias distinciones: el Premio Ryszard Kapuscinski de Polonia (1996), el Premio Herder de Austria (1999), el Premio Nacional del Círculo de Crítico de Estados Unidos por Voces de Chernóbil (2006), el Premio Médicis de Ensayo en Francia por Tiempo de segunda mano (2013) y el Premio de la Paz de los libreros alemanes (2013), entre otros premios. La periodista reveló que quiere “mucho” a Ucrania y recordó que estuvo en la revolución que tuvo lugar el año pasado en Kiev –la capital ucraniana– en la que fue derrocado el presidente Víktor Yanukóvich.

No le importa que la etiqueten como “escritora soviética”. “Soy investigadora de aquel período y tanto yo como mis héroes hemos pasado de aquella época a otra nueva”, aclaró la flamante premio Nobel de Literatura. “Escribo en ruso, mi país es Bielorrusia y he vivido una simbiosis que ha afectado a muchos en este país, donde el 90 por ciento de la población habla en ruso. La identidad bielorrusa no se ha formado y está bajo gran presión de la identidad rusa, y yo estudio a la gente real y trasmito su experiencia”.

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