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Martes, 27 de octubre de 2015
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El escritor cubano Marcial Gala y La catedral de los negros

Caleidoscopio en clave caribeña

En la novela que obtuvo el Premio Alejo Carpentier en 2012 hay conexiones con la realidad cubana e incluso uno de los puntos de partida es un crimen que ocurrió en la ciudad de Camagüey. Aparece el tema del racismo, en una historia que esquiva toda corrección política.

Por Silvina Friera
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Marcial Gala, narrador, poeta y arquitecto cubano que vive en Cienfuegos.

Punta Gotica es “un barrio de negros olvidados y de blancos desamparados”, según revela la voz de Rogelio Roca Cueva, el arquitecto que diseñó el famoso templo inconcluso de Cienfuegos “como una mano abierta para que todos la estrechen”. A ese barrio marginal llega una familia de Camagüey: Arturo Stuart, el líder carismático que convocará a la edificación del templo –y que será asesinado por dos de sus hijos, David King y Samuel Prince–, y su mujer Carmen Alvarez, víctima y testigo de ese crimen ritual. Un coro conformado por veinticinco voces reconstruirá en tres actos los dimes y diretes de esta tragedia. La catedral de los negros, extraordinaria novela del escritor cubano Marcial Gala con la que obtuvo el Premio Alejo Carpentier en 2012, acaba de ser publicada en la colección “Archipiélago Caribe” de la editorial Corregidor, con un prólogo de Celina Manzoni. “Todos una que otra vez queremos matar a nuestros padres, pero usted lo hizo, joven Prince, por eso está aquí hasta que se muera, y nadie quiere saber de usted, nadie, está embarcado, joven Prince, (...) ¿a quién se le ocurre matar a su madre o a su padre, que es más o menos lo mismo?”, interpela una voz hacia el final de la novela.

Gala (La Habana, 1965) cuenta que La catedral de los negros es una ficción que tiene algunos puntos de contacto con la realidad cubana. “Antes de que el período especial acabara con muchos sueños, se intentó hacer la Primera Central Electronuclear de Juraguá en Cienfuegos, que quedó como un monumento a la nada porque no terminó de construirse, pero sin embargo se hizo la estructura donde se guarda el uranio. Todo eso de lejos parece una inmensa catedral bizantina”, explica el escritor cubano a Página/12. “El otro punto de partida es un crimen real que ocurrió en la ciudad de Camagüey, pero algunas consideraciones me hicieron trasladarlo a Cienfuegos. Hay dos tipos de religiones de origen africano: la religión del palo y la de los orishás. La del palo es animista y cree que cada objeto tiene un espíritu y que para que trabaje a favor hay que hacerle sacrificios. Un padrino del palo les dijo a dos hermanos que eran practicantes que el único modo de quitarle el sida a uno de ellos era haciendo un sacrificio empleando la sangre de la persona más cercana a ellos, o sea los padres. Pudieron hacerlo con el padre, pero la madre logró escapar. De toda esta amalgama parte el núcleo inicial de mi novela”, agrega el narrador, poeta y arquitecto cubano que vive en Cienfuegos y es autor de los cuentos Escuchando a Miriam H (2015) y la novela Monasterio (2013), entre otros títulos.

–¿Cómo pensó la arquitectura de la novela?

–Es un coro de voces de múltiples significados. Las voces tienden a edificar algo que es casi imposible: la reconstrucción de un pasado sin un narrador. El texto es como un castillo de arena que si tú lo haces muy cerca de las olas, entonces construyes una parte y el mar se va comiendo otra parte. Eso hace que el castillo sea cambiable como un poliedro, ¿no? Estas voces tienen la cualidad de caleidoscopio. Cuando tú mueves el caleidoscopio, siempre hay otra visión del universo efímero que se forma dentro de él. Traté de que una voz se contradijera con la otra para enriquecer el texto. La primera idea fue hacer una novela estilo A sangre fría, de Truman Capote; irme a Camagüey y reconstruir exactamente lo que había pasado. Pero no me atraía hacer una novela sin ficción, sino que quería ficcionalizar lo máximo posible. Trato de hacer pasar por testimonio lo que es completa y absolutamente ficción. Ese crimen no pasó en Cienfuegos, en realidad no existe un barrio Punta Gotica, donde el tremendismo llega a ser tan fuerte; tampoco se edificó nunca la llamada “catedral de los negros”. Muchas cosas que se narran en la novela son ficción, pero están narradas como una forma testimonial, como si los personajes estuvieran rindiéndole cuentas a alguien.

–Aunque no sea un tema central en la novela, ¿un escritor cubano no puede esquivar el tópico del racismo?

–En Cuba la cercanía a la clase dominante muchas veces está fijada por el color de piel. Mientras más claro, más cerca estás del poder. Es una cosa que, a pesar de los años de república y de revolución que hubo, ha sido muy difícil de variar. Recuerda que (José) Martí decía en el siglo XIX que el cubano es “más que blanco, más que mulato, más que negro”. A pesar de esa frase, que hasta cierto punto es muy significativa y trata de crear una especie de arquetipo de lo que es ser cubano, todavía existe mucho racismo. Cuando tú haces una novela que trata de huir de lo que es políticamente correcto, entonces chocas con lo importante que es para muchos cubanos establecer la línea de color entre ellos.

–Hay un trabajo magnífico con la oralidad. Los personajes hablan en cubano y con expresiones propias de Cienfuegos. ¿Qué importancia tiene la oralidad en su escritura?

–La única forma de construir una identidad literaria es mediante el lenguaje. En El arco y la lira, Octavio Paz decía que siempre que nace un escritor se reconstruye el idioma. La cubanidad fue fundamental a la hora de concebir esta novela. No es lo mismo leer una obra en un español universal lavado, que leer una obra en argentino, en cubano, en la vertiente del español que sea. Es increíble cómo recurre el cubano a la expresión. Cuando la gente le debe algo al otro le dice: “éntrame por Infanta y llégame a Trocadero” porque en ciudad de La Habana la calle Infanta y Trocadero son calles de bancos. Entonces cuando tú ibas a pagar al banco, tenías que entrar por la calle Infanta y desembocar en la calle Trocadero. La picaresca es muy importante en Cuba. Una de las primeras gentes que llegaron con los españoles a Cuba eran los famosos negros curros, que eran andaluces. La llamada guapería cubana tiene su origen en estos negros curros. Y con el negro curro llegó el judío converso, la persona que para poder irse a la América y que no lo siguieran hostigando en España se hacía pasar por católico viejo. En una nación donde existió la esclavitud, imagínate cuánta gente se haría pasar por libertos para poder ir a las ciudades y desempeñar un oficio.

–En la novela también aparece la cuestión del desgarro que viven los personajes que se van de Cuba. ¿Qué análisis hace sobre el impacto que tuvo esta escisión entre “los que se quedaron” y “los que se fueron”?

–Durante mucho tiempo parecía que había un puente roto que era insalvable volver a reparar. Ahora por primera vez quizá ese puente no estará reparado por completo, pero al menos tiene dos pedacitos de madera que permite a la gente, haciendo equilibrio, pasar de un lado a otro. Todo cubano tiene la familia y los amigos que viven en otros lugares. Cuba tenía un concepto de fortaleza sitiada: el que se había ido no tenía nada que ver con el que estaba adentro; era como un enfrentamiento entre las dos orillas de la cubanidad. Por suerte eso parece que va disminuyendo y se va entendiendo más que cada cual tiene derecho a elegir el lugar donde vivir por preferencias de cualquier tipo.

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