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Sábado, 9 de septiembre de 2006
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ENTREVISTA AL ESCRITOR JOSE MARIA BRINDISI

“En los ’90 tenía onda decir que uno no creía en política”

Su tercer libro, Frenesí, aborda con melancolía una historia de amistad y fracaso sellada en tiempos del menemismo.

Por Angel Berlanga
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Brindisi ganó con esta novela corta el Premio Casa del Escritor.

Argos era un gigante de cien ojos, un muchacho ideal para ver qué pasa todo el tiempo, porque siempre mantenía algunos abiertos. Su recuerdo viene a cuento por dos o tres cosas: en principio, así se llama el bar de Colegiales en el que José María Brindisi habla de su tercer libro, Frenesí, una historia sobre la amistad cuando se anda cerca de los veinte años y esto coincide con el comienzo del menemismo, 1991, pero vista desde la perspectiva de los bordes de los treinta. Por este enorme bar de billares y mesas viejas y techo alto y piso ajedrezado y dueño español pasaron, en una de las tantas paradas de su recorrida frenética por aquel Buenos Aires tan encandilado por los jingles del consumo, los cinco amigos que durante un viaje que hicieron por Europa se hicieron una promesa: “Vamos a vivir a fondo, siempre, con toda la desmesura que seamos capaces de soportar, vamos a llevar las cosas al extremo, a no dejar que el tiempo nos humille, vamos a ser más rápidos, más fuertes, más despiertos, vamos a ser siempre los mismos”.

Pero no: el tiempo suele empeñarse en voltearlos para siempre. Luego de quince días a toda máquina, uno de aquellos pibes se estrella con un auto y queda al borde de la muerte; zafa, pero el accidente relativiza la potencia de la promesa. A este bar de la esquina de Alvarez Thomas y Lacroze tampoco parece quedarle mucho para que lo voltee El Progreso. Al mismísimo Argos, famoso por no dormirse nunca, le llegó el final con una jugada infalible que le hizo Hermes: le contó historias tan aburridas que no le quedó ojo sin apoliyarse. El modo de contar de Brindisi, lo escrito en Frenesí y lo dicho en el lugar que evoca al pobre gigante decapitado, anda afortunadamente con intenciones y resultados opuestos a los de Hermes aquella vez. Este escritor de 37 años pone a narrar desde el principio a un tipo que tiene su edad y está golpeado. Un hombre melancólico, frente al tiempo que fue socavando unas amistades que alguna vez parecieron indestructibles. Un tipo que tira los hilos entre qué fueron en el ’91 y qué son en el ’99, distancia a la que se suma la perspectiva adicional de mirar desde hoy, 2006. Hay una clara intención de signar, en ese quinteto, a una generación que atravesó sus veinte durante el menemismo, cuando se instaló como normalidad “descreer de todo y especialmente de la política”. Este libro ganó el premio de novela corta Casa del Escritor, de Cultura de la ciudad; Brindisi ya había conseguido en 1996, con los cuentos de Permanece oro, el primer premio del Fondo Nacional de las Artes; en el medio publicó la novela Berlín. “El eje de Frenesí está en el diálogo a través del tiempo con ese pacto que hicieron de querer vivir al mango, no perder un segundo y elegir siempre lo que van a hacer en su vida –dice Brindisi–. Es una promesa que se hacen cuando son pendejos y pueden pensar seriamente que van a cumplirla; diez años después, ya no pueden pensar eso. Cuando ven que no pueden cumplir les cuesta encontrarse, aunque no lo decidan conscientemente, porque hacerlo implica reconocer el fracaso de ese pacto.” “Habíamos querido detener el tiempo –dice el narrador– y lo único que logramos fue envejecer de golpe.”

–Hay un contraste notable entre la cadencia de la escritura y la intensidad que implica ese pacto. ¿Había contado con esa carga de melancolía al momento de proponerse contar esta historia?

–Sí, totalmente. Yo no estaba tan seguro del resultado, pero sí de la búsqueda. No sé si la palabra es contraste; sí busqué un diálogo entre el frenesí temático de la novela, esa desesperación de estos tipos por vivir a fondo, y el modo en que eso está contado. Fue algo muy consciente para mí, pero no sé hasta qué punto se lograba o podía ser pesado: trato de sostener la mirada y la tensión, pero contando con distancia. Yo traté de manejar una primera del plural constante, sin abusar, que de alguna manera lo sacara de una mirada individual, más allá de que es la visión de un tipo que cuenta de su grupo; esa distancia melancólica tiene que ver con algo de ambición, que no sé hasta dónde se llegó a plasmar, de hablar de cosas que nos pasaron a gente como nosotros, en cuanto a que a principios de los ’90 era casi horrendo decir que uno creía en ciertas cosas. O hasta por la contraria: tenía onda decir que uno no creía en política, y toda esta serie de estupideces. Yo creo que estos tipos no se hubieran hecho esta promesa en el ’85, porque quizás había un sueño colectivo. Ni hablar del ’71. La melancolía es un sentimiento que adoro y tiene que ver con este deseo de mostrar una visión un poco colectiva, en la que hay un poco de reproche y un poco de afecto.

–¿Cómo es la amistad cuando se tiene esa edad y en qué se convierte luego?

–La novela trata sobre esa transición, cómo soportar que no se pueda tomar en serio lo que fue una promesa. Cambia la amistad; uno no tiene el tipo de amistades que arrancan en la adolescencia... Por suerte, yo mantengo unas cuantas de esa época. La amistad a esa edad tiene un punto de anclaje más profundo y uno perdona todo, o pretende que le perdonen todo: los amigos son como hermanos. En mi caso particular, también tiene que ver con que no tengo a mis viejos desde los 17; la novela, de todas formas, refleja una visión general y no mi experiencia personal. Tenía la necesidad y el deseo de mostrar cómo uno soporta el paso del tiempo con ese tipo de amistades profundas, en las que se ha llegado a decir “el día que no puedas tocar el timbre de casa a las cuatro de la mañana, es que palmé”. Después entiende que no. Y es doloroso.

–El tema es bastante universal, ¿no? Porque con variantes, ocurre generación tras generación.

–Por eso contaba de la primera del plural, de la intención de sacarla de lo individual. Yo tengo cada vez más firmemente la idea, como proyecto, de tratar de anclar en lo individual de las historias, pero ver hasta dónde puedo arrastrar al lector al que le estoy contando una aventura general. Con el peligro de que puede implicar de identificación de contexto, sí, pero no emocional. No por nada está anclado en esa época; hay que recordar el momento de desolación estúpida que uno vivía, ¿no? Me acuerdo de una tapa de El porteño del ’88: “La militancia yogur”. Y eso tenía onda. Uno ganaba minas si no creía en nada.

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