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Lunes, 14 de diciembre de 2015
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El escritor Oliverio Coelho y Bien de frontera, su nueva novela

“El desarrollo también compone un monstruo urbano”

El autor de Un hombre llamado Lobo da cuenta de las transgresiones y peripecias de un personaje que incorpora el fantasma de su padre a través de la estafa. “Uno inventa una biografía que es meramente literaria y también introduce ucronías”, señala.

Por Silvina Friera
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Coelho le atribuye a su personaje, Sauri, una partida de ajedrez con Bobby Fischer.

Las cenizas de una promesa se desvanecen en el aire. ¿En qué momento el gran futuro de Sauri, ese niño prodigio del ajedrez que a los 12 años le ganó una simultánea nada menos que a Bobby Fischer, se echó a perder? Los retazos de su biografía apenas suministran “pistas” de una pesquisa más enrevesada. Ese adolescente de Laprida –a quien le recomendaron mudarse a la ciudad porque “un entorno rural podía interrumpir el desarrollo de su talento natural”– comenzó a militar en la izquierda revolucionaria en la década del 70, se enamoró de una militante chilena exiliada en Buenos Aires desde el golpe de Augusto Pinochet, que lo alojó en su casa “para instruirlo en todos los campos del placer y el marxismo”. A los 18 llegó la paternidad –nació su hija Malena– y fue secuestrado en una esquina de la calle Corrientes cuando iba al encuentro con un camarada. En el centro clandestino reconocieron su nombre por la memorable victoria frente a Fischer y se comunicaron con sus padres para liberar a “ese subversivo que no le quiso dar a la patria su genio ajedrecístico”. A fines de los años 90, cruzó la frontera entre Argentina y Paraguay para preludiar el acto de su metamorfosis inaugural: Alvaro Lara, primer nombre de una seguidilla de identidades apócrifas –Gastón Huertas, Jacobo Indiana, René Barbosa y Armando Ojeda, entre otros–, que instauran el mito del estafador perfecto, “el hombre de los mil nombres”. Oliverio Coelho explora en Bien de frontera (Seix Barral), novela de composición formal extraordinaria, las transgresiones y peripecias de un hombre que incorpora el fantasma de su padre a través de la estafa.

“La novela surgió de un clima asfixiante de provincia que quedó de Un hombre llamado Lobo, clima con el que podía explorar distintas épocas de la sociedad, como si cada época fuera una capa y estuviera intacta en nuestro presente –comenta Coelho a Página/12–. Empecé la novela en un pueblo del interior, tratando de contar un policial a partir de un hallazgo de papeles misteriosos del padre que revelan una identidad casi ludópata. Descifrar ese legado podía ser el punto de partida para desplegar un enigma centrado más en un personaje que en la trama. Entonces aparece Sauri, ‘el hombre de los mil nombres’, y la relación inconclusa entre un padre y un hijo. Y ahí empezó a tejerse su biografía, su relación con el ajedrez y la militancia, que van a acompañarlo durante 70 años”.

–¿Por qué la paternidad es una deuda que no se resuelve en Bien de frontera?

–Uno va encontrando hilos temáticos que permiten conducir una estética. La paternidad es el hilo que se me presenta para escribir y para mantener una pulsión. En ese asunto hay una voluntad de realismo que relaciona a los personajes con la tierra y con la sociedad actual. Aunque Sauri es un hombre clandestino en su futuro, es una pieza de nuestra sociedad; permite ver una composición que puede ser de clase, pero que también es una composición vinculada a nuestro futuro; es decir el crecimiento de las ciudades, lo que ese crecimiento produce en el entorno, porque este personaje permite identificar cómo el desarrollo, llamado progreso, compone un monstruo urbano. Y se ve tanto en la triple frontera, que es en un área del libre comercio sin ley, como en una Buenos Aires semi abandonada, donde hay una zona exclusiva y una zona que ha quedado a la sombra.

–Cuando Sauri regresa a Buenos Aires, la Villa 31 de Retiro no está más y se encuentra con un cementerio para las clases altas. Ese futuro cercano muestra una ciudad que excluye y desplaza, donde la pobreza se oculta debajo de la alfombra del bie- nestar de unos pocos...

–Sí. Imaginé que podía haber un desplazamiento. Si bien no hay ningún intento predictivo, es un desplazamiento lógico que obedece a lo que viene pasando en la ciudad. La tendencia en las grandes ciudades es ocultar a los desplazados. Hace poco vino un amigo de Estados Unidos y para él no había villas en Buenos Aires. Entonces tomamos el tren que sale de Retiro y no podía creer que esa “ciudad invisible” estuviera ahí. Imaginé que la ciudad de Buenos Aires, en un futuro cercano, podía adoptar esa topografía y ciertas zonas cercanas al río podían recotizarse; pero es simplemente una especulación.

–¿Qué le interesaba explorar en la condición de la clandestinidad de Sauri?

–Me interesaba el contraste, cómo en la juventud hay una clandestinidad tal vez política y romántica, que a medida que el hombre se pudre deviene clandestinidad impune. Y no hay una causalidad, simplemente la intención es formular una pregunta: ¿cómo pasó esto con este hombre? Uno suele preguntarse esto cuando lee noticias y se encuentra con el caso de un estafador que a los 70 años cae en la triple frontera, un estafador muy buscado que logra escaparse. Como siempre llevaba dinero encima, cuando lo atrapa la policía entrega su botín a cambio de la libertad. Ante esa noticia, por ejemplo, uno se pregunta cómo este hombre llegó a eso. La pregunta no encubriría un juicio moral; es una pregunta por el destino. Uno inventa una biografía que es meramente literaria y también introduce ucronías, como la de atribuirle a un personaje como Sauri una partida con Bobby Fischer.

–Hay una zona de novela que trabaja con la idea de documentos, cuando aparecen las “denuncias policiales”, el prontuario de Sauri con distintos nombres y estafas. ¿Qué pretendía con esa aproximación documental?

–Me interesó introducir en lo documental un lenguaje castrense que a la vez fuera elíptico. Esta fue una idea tardía que me surgió escuchando en una lectura a Rodrigo Rey Rosa, que leía casos de un libro que salió hace unos años en el que documenta desapariciones en Guatemala. Cada caso está documentado con total frialdad. El lenguaje castrense es inhumano, pero a la vez servía para poner al personaje frente a un prontuario que lo decepciona. El protagonista al leer su propia historia esperaba un poco más de épica o heroicidad, pero se da cuenta de que en el fondo es un delincuente común para la ley.

–¿Por qué espera un poco más de épica?

–Me gustaba la idea de que el personaje trasladara esa especie de competencia que hay en el ajedrez, que genera una épica porque un ajedrecista es un deportista de alto rendimiento, a la estafa. Que la estafa fuera una representación de la inteligencia. En cada estafa juega una partida de ajedrez. No me acuerdo el número, pero cuando él hace la cuenta tiene 50 partidas ganadas y ninguna perdida. Recién al final de su vida se encuentra con la derrota. Sauri está muy atravesado por la noción de eficacia; en el fondo este estafador es un empresario, pero es un empresario de un solo hombre que no funciona como sociedad. Ese tipo de empresas solitarias pueden darse muy fácilmente en la triple frontera, en una zona donde la ley se desborda porque hay un cruce de factores y donde todo se contrabandea.

–Hay también un contrabandista de libros en la triple frontera.

–Esa es una humorada inspirada en teorías recientes que analizan la desaparición del libro. Si bien este futuro cercano no es un futuro tecnologizado, avala que ciertos objetos aparezcan como únicos. Ciertos tipos de muñecas, ciertas primeras ediciones, son las excentricidades del mercado. Ya vemos que hay un mercado de bienes excéntricos donde ciertos objetos no tienen valor porque dependen de una demanda dirigida a una clase alta, una minoría poderosa. Se me ocurrió eso pensando en el retorno del vinilo. De pronto hay primeras ediciones que valen fortunas, por ejemplo Artaud de (Luis Alberto) Spinetta.

–¿Por qué el mundo futuro que propone Bien de frontera no está tecnologizado?

–Mi intención era que ese futuro no fuera un futuro prospectivo, ese futuro es nuestro pasado; crear una ilusión de circularidad. No hay una proyección de nuestro presente. Hay una idea de retorno; entonces ese retorno un poco neutraliza la presencia de la tecnología. La novela se desarrolla por el lado de un futuro retro: cómo en el pasado se imaginó el futuro. Me siento más familiarizado con ese paisaje que con lo que podría haber encontrado echando mano a las herramientas de la ciencia ficción. El desafío era empezar una novela en el pasado y terminarla en un futuro que pueda ser el pasado: el pasado de nuestro futuro, ¿no? Como si transcurriera en una dimensión paralela a esta y no por eso fuera fantástica o especulativa.

–¿Su literatura tomó distancia de la ciencia ficción y está más cerca de un realismo distorsionado?

–Sí, a partir de Ida hay una exploración de la realidad que produce distorsiones, pero son distorsiones originadas en la mirada de los personajes. La exploración es realista, aunque el resultado no sea realismo. No podría definir el resultado, para mí es un misterio. Sé que disfruto esa composición; es como si la novela misma instalara pequeños laboratorios de género y a la vez no pudiera encasillarse en un género. En cada uno de esos pequeños laboratorios hay residuos de influencias y de fascinaciones que van decantando. No son muy identificables, pero pueden tener que ver con la literatura como con el mundo audiovisual. Yo creo que las series en la última década impusieron universos nuevos y los escritores fuimos permeados por la perfección de esos universos decimonónicos, como Los Soprano, Six feet under, The Wired, Fargo, True detective; son universos híbridos, heterodoxos. En esa especie de heterodoxia entra la inventiva del escritor y son posibles todas las libertades, sin pasar a la literatura experimental o al objeto vanguardista. Ya no podemos hablar de alta literatura ni de pulp, este tipo de clasificaciones se desvanecen ante la interferencia del mundo audiovisual en el arte del siglo XXI. En las artes visuales se nota mucho más, pero la literatura no es ajena a esa interferencia. Veo muy difícil que en el siglo XXI surjan escritores altamente literarios como Daniel Sada; ese tipo de empresas descomunales cada vez van a ser menos comunes, pero van a posibilitar escritores con universos más inclasificables. Tal vez César Aira sea el primer escritor de esos, aunque tiene precursores en el mismo sentido como Copi.

–En su literatura hay un trabajo muy intenso sobre la lengua y el lenguaje. ¿Cómo lo definiría?

–Me parece que es un trabajo que es parte de mi genética. No lo decido, no puedo escribir de otra manera, y tiene que ver con mi formación, yo me formé leyendo. Los nuevos escritores del siglo XXI a la vez que leen acceden a un mundo audiovisual muy profuso. Yo me formé leyendo y casi no veía la televisión. Por eso ese trabajo con la lengua tiene que ver con un acervo de lecturas que quedaron en el inconsciente.

–Quizá sea complejo definir el trabajo que hace con la lengua, pero suena levemente barroco. ¿Está de acuerdo?

–Yo creo que hay un punto levemente barroco ahora y que antes era evidentemente barroco porque había todo tipo de homenajes a escritores que a los veinte años leía sin parar, porque había descubierto la maravilla del castellano a través de (José) Lezama Lima, (Jorge Luis) Borges, Virgilio Piñera. La búsqueda de cierto tipo de frase que no puede ser distinta, encontrar la frase que combine con el pulso de la narración, muchas veces sin que lo decida, me obsesiona. No es una virtud, es una manía que proviene de haberme iniciado mucho antes en la lectura, porque el mundo audiovisual llegó más tarde a mi vida. Las series de hoy, el cine que se hace ahora, cambian no la lengua pero sí la funcionalidad de la lengua. Entonces no se da esa relación jerárquica con la lengua. No digo que tenga que darse, creo que se da una relación más horizontal en la que la anécdota se jerarquiza, en la que la historia se jerarquiza, que ya vemos en la narrativa norteamericana de los 70. Y se puede jerarquizar con mucha elegancia, como en el caso de (John) Cheever, incluso en el caso de (Ernest) Hemingway. No estoy tomando partido, es más bien una reflexión, un panorama que puede ser caprichoso.

–Algo que llama la atención es que la relación de los personajes femeninos con sus madres también está escamoteada. Las mujeres que aparecen hacia el final de la novela, Bárbara y Katia, son como versiones malogradas de Malena, la hija de Sauri. ¿Coincide?

–Nunca lo pensé, pero tal vez haya una hipótesis subliminal según la cual en la zona de la triple frontera la institución familiar tiende a descomponerse. Y también en esa ciudad derruida que en el 2035 es Buenos Aires, donde vuelven los conventillos y donde tranquilamente podría caber la voz de (Carlos) Gardel. Tal vez esa haya sido mi intención: un futuro en que Gardel todavía sonara contemporáneo. Lo que está proyectado es la descomposición social y de la familia. Hay un trabajo con mis afecciones actuales, creo que observo una descomposición de la familia y no porque reivindique a la familia como institución. Es una descomposición propia del capitalismo tardío y no sé qué viene después. En realidad la pregunta es: ¿cómo sigue la historia después de que el pasado es futuro?, ¿cómo puede reinventarse una sociedad, si no está dispuesta a alienarse?

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