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Lunes, 21 de diciembre de 2015
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La producción literaria argentina de 2015 sintetizada en 25 libros

Los ecos de las ficciones que marcaron un año intenso

La elección admite la posibilidad de establecer otros links y armar un itinerario diferente. De todos modos, puede arriesgarse que la publicación de Años de formación, el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia, fue uno de los acontecimientos del año.

Por Silvina Friera
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El lenguaje, “esa frágil y enloquecida materia sin cuerpo” –diría Emilio Renzi–, es una hebra delgada que enlaza pequeños acontecimientos que se repiten y se expanden. Quizá haya que empezar la modesta tentativa de un balance por los restos de la lectura, por las frases que persisten y titilan en la memoria. En Años de formación, el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, una de las maravillas de este año, el joven escritor en ciernes registra la arremetida del entonces presidente Arturo Frondizi contra la escuela pública en 1958. “¿De dónde viene esa decisión? De una pose ‘modernizadora’ que en la Argentina ha sido siempre el argumento de la derecha. Modo de enterrar una cultura y hacer otra, más ‘realista’, más ‘moderna’ y sobre todo más cínica.” En tiempos en que la derecha y las poses vuelven y el cinismo político está a la orden del día, los ecos de las ficciones con sus frases “anticipatorias”, que se encarnan después en el cuerpo social a la manera de un “eterno retorno”, como sucede en el mundo de la Isla Kump del Delta Panorámico en la extraordinaria Algo más (Páprika) de Marcelo Cohen, atraviesan de una estocada el corazón de los lectores.

Los palitos de la lengua

Los jirones de la experiencia de lectura componen un itinerario sensible por los 25 libros elegidos por Página/12. Si Aristóteles plantea que la filosofía comienza con el asombro, el bahiense Luis Sagasti, escritor rizomático, afirma que la literatura consiste en frotar los palitos de la lengua hasta encender las palabras en Maelstrom (Eterna Cadencia). Sus libros son constelaciones en movimiento que hilvanan pensamientos poéticos y despliegan infinitas ventanas ante la mirada extasiada del lector en ese umbral donde el aguijón de la perplejidad empuja a dar el gran salto. En Paso de baile (Adriana Hidalgo), los poemas de Diana Bellessi invitan a participar del estado de fascinación. Que ande la parca merodeando por la vida y por los poemas como dos caras de la misma moneda no convierte a este libro en una textualidad fúnebre y lacrimógena: “Te adoro, vida,/ con tus congos negros/ y jilgueros cantando por detrás/ parece siempre poco/ alabar/ tu repetida belleza/ que suscita un asombro nuevo/ hasta el más mínimo/ clavo en la madera”. Monasterio (Libros del Asteroide), del guatemalteco Eduardo Halfon –un nómada de cultura bifronte, árabe y judío, que se siente extranjero en todas partes–, es una nouvelle sobre dos hermanos que viajan a Tel Aviv por el casamiento de su hermana con un judío ortodoxo. El movimiento, el desplazamiento, alienta la reflexión crítica de un escritor al límite, sin concesiones en lo que implica agitar ideas.

El murmullo del poeta encandila la infancia del mundo con el inventario de un prodigio: el cuchicheo de sus tías sicilianas, las niñas-nietas, Olivia y Lucía, el abuelo “afantasmado fauno”, “la pena de nombrar”, “la alegría de visitar/ todo de nuevo”, la inocencia incontrolable, vocecitas que pican el compás de un ritmo... La sorpresa escondida en la sorpresa de cada uno de los poemas: “Soy el puentecito de juncos entre el tiempo/ y el dolor; la ignota lumbre de una exigua luz/ que la memoria involuntaria reclama./ El arte de la poesía vive donde vivimos; donde la vida cuidadosa identifica a los que amo”, se lee en Vigilámbulo (Adriana Hidalgo), la magnífica obra reunida del poeta Arturo Carrera. Otro gran tesoro del 2015 es El libro de los divanes (Adriana Hidalgo), de la poeta Tamara Kamenszain. “¿Escribir y asociar libremente/ tienen algo que ver?/ Se lo tengo que preguntar a la que seguramente hoy/ se va a quedar callada./ Lo primero que hago cuando me acuesto/ es quejarme quiero que me tenga lástima/ pero cuando sintonizo otra frecuencia y un poco salvaje/ un poco naïf ella concluye/ ‘esto que dijo es para escribirlo’/ ya sé que lo que destella en el diván/ sobre la página va a dar vergüenza ajena”, confiesa esta voz del poema en primera persona que no deja de interpelarse con cierta saña. En Memoria del tiempo (1962-1969), el primer tomo de la poesía reunida de Horacio Salas publicado por editorial Lisboa, hay unos versos que repiquetean en este presente como si amplificaran el drama existencial que se avecina: “Angustiado/ por este amplio dolor de estar viviendo/ en la dura ciudad de la tristeza,/ donde se quiebra el mundo; donde la voz se aplasta...”

Identidades diluidas

El país del diablo (Edhasa) de Perla Suez es una novela (Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2015) que va al hueso de una compleja cuestión: la violencia y la barbarie impresa –aunque no siempre vista– en los presupuestos civilizatorios. Lum, una niña mestiza de catorce años –hija de mapuche y padre blanco–, atravesó el rito que la convirtió en machi (protectora de su pueblo) y salió del trance para descubrir que su aldea ha sido aniquilada. La toldería fue arrasada por una compañía de soldados que representa el “proyecto civilizatorio”, eufemismo del genocidio de la Campaña del Desierto en la segunda mitad del siglo XIX. En sintonía con las identidades diluidas, cómo no celebrar Del vodka hecho con moras (Libros del Zorzal) de Ana Arzoumanian, un texto bello y desgarrador, una suerte de novela lírica que estalla en los cuerpos sin nombres de un ex soldado armenio y una mujer argentina. La novela negra Cobayos criollos de Flaminia Ocampo, publicada por la editorial Aquilina en la colección Negro Absoluto, retrata el lado sombrío de una sociedad disciplinada por prácticas contemporáneas de vigilancia, espionaje y control sobre los cuerpos. Hasta que te conocí (Edhasa), trepidante y anómala novela policial de Luis Gusmán con un título que podría sonar a tango o bolero, despliega la maquinaria narrativa del escritor y psicoanalista en su versión paranoica, donde el enredo de la trama es el mejor anzuelo para mantener en ascuas a los lectores.

El hilo de una misma sensibilidad política conecta a madre e hijo: el interés por las historias de las personas que se volvieron invisibles. Catalina, personaje memorable de Desmonte (Adriana Hidalgo) de Gabriela Massuh, una de las novelas más intensamente políticas del 2015, tiene que escribir –para el suplemento cultural de un diario– un artículo sobre la escena literaria actual con su “banalidad de cabotaje”, mientras espera el regreso de su hijo, un joven que pone literalmente el cuerpo en la causa de una comunidad originaria de Orán (Salta), confinada a una intemperie brutal al ser desalojada sistemáticamente de sus tierras. En La tensión del umbral (Edhasa), Eugenia Almeida deconstruye el impacto que tiene la compleja maquinaria del terror y la apropiación de menores durante la dictadura militar. Las fuerzas de seguridad y la policía, operando siempre en las sombras y con la ayuda indispensable de algunos medios de comunicación en la instalación de eufemismos como “confuso episodio”, sigue matando y sumando víctimas.

Miradas perplejas

Los libros de María Negroni son cajas de sorpresas imantadas por el deseo y la fantasía. Ella arroja en la escena literaria sus pequeñas criaturas anfibias –ensayos con aliento lírico, poemas narrativos lanzados contra el sentido unívoco–, un vasto almacén de variedades que por obra y gracia de su imaginario funciona como células clandestinas de una potencia extraordinaria, como sucede con La noche tiene mil ojos (Caja Negra). El terror que suscita un horizonte fúnebre es el inquietante tejido que despliega Las esferas invisibles (Entropía), de Diego Muzzio, tres nouvelles o cuentos largos –ambientados durante el brote de fiebre amarilla que diezmó a la población porteña en 1871–, que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense. Samanta Schweblin, una de los mejores cuentistas argentinas, lleva más lejos su agudeza y su sensibilidad para explorar lo extraño en un registro próximo a la realidad en Siete casas vacías (Páginas de Espuma). Habría que arrojar las etiquetas por la ventana a la hora de hablar de la intensa y extraña nouvelle La habitación del Presidente (Eterna Cadencia) de Ricardo Romero. No es literatura fantástica ni de fantasmas, mucho menos “realismo” a secas. La voz en primera persona de un niño solitario que no deja de interrogar no sólo lo que ve y siente, sino también lo que imagina, configura una narración que les hace jaque mate a las convenciones.

El efecto de una bomba con la mecha encendida a punto de estallar. Eso produce la radical prosa de Ariana Harwicz. Un vértigo sin tregua despliega novela tras novela, como si fuera una suerte de escritora desaforada de la literatura argentina que escribe en el campo de Francia, a dos horas de París, donde vive hace ocho años. En Precoz (Mardulce), madre e hijo viven como dos desadaptados sin límites, puro deseo y erotismo en los márgenes, durmiendo a la intemperie, robando en los supermercados y perdiéndose en los bosques. El vértigo de ir a fondo convierte la oscura avalancha de cavilaciones de Alma-Dorothéa, una joven francesa que tiene entre 20 y 25 años, en una voz radical y desesperada, una versión femenina y contemporánea del pesimismo de Thomas Bernhard en la novela El olvido (El cuenco de Plata) de la narradora francesa Frederika Amalia Finkelstein.

La vida en los márgenes

El bibliotecario Juan Quiroga deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca. A fines de diciembre de 1937, en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. “Mi enfermedad es el tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido”, se queja el personaje, como si estuviera caminando por la cuerda floja de un final anunciado. En Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una eterna condena fluvial. La vida no es una bella promesa para Ovidio Jordiel Balan, un santafesino que sobrevive en los márgenes del mundo laboral, al filo de la legalidad. Necesita dinero y procura obtenerlo sin importarle que sea como amante de una peluquera, vendiendo lotes inundados, engatusando a una anciana que fue su profesora de inglés en la escuela secundaria, robando cables de cobre, como responsable de un hotel alojamiento. La noche litoral (Adriana Hidalgo), novela de Carlos Bernatek, mete la cuchilla afilada hasta el fondo de una lengua que se construye en el dilema del aburguesamiento penoso del asalariado o en las desventuras próximas al delito. Un pariente literario cercano, otro personaje que se desvía del rumbo trazado, es Sauri, niño prodigio del ajedrez que a los 12 años le ganó una simultánea nada menos que a Bobby Fischer que se transforma en un estafador perfecto, “el hombre de los mil nombres”, en Bien de frontera (Seix Barral), novela de Oliverio Coelho.

Ricardo Piglia, Marcelo Cohen, Arturo Carrera, Perla Suez y Samanta Schweblin publicaron títulos notables este año.

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