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Viernes, 23 de septiembre de 2016
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DANIEL GUEBEL HABLA DE EL ABSOLUTO, SU OBRA MAESTRA

“Siempre hay una apuesta a una utopía que termina mal”

El escritor da cuenta, en su notable nueva novela, de una ambiciosa genealogía que comienza en Rusia con el tatarabuelo de la narradora. “Tardé siete años en escribir este libro y otros siete años en decidirme a publicarlo”, sostiene Guebel.

Por Silvina Friera
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Guebel construyó una novela extraordinaria y desaforada, extravagante y vanguardista.

La desmesura puede transformar el rumbo de la literatura argentina. Daniel Guebel, una especie de genio canibalesco que acaba de cumplir 60 años, publica su obra maestra, El absoluto (Literatura Random House), una novela intensa y extensa de 558 páginas que narra las peripecias de seis generaciones de artistas que logran cambiar la música, la ciencia, la mística y la política. “En nuestra familia de locos pagamos el precio de la demencia para ascender a los cielos de los genios”, confiesa la narradora que se encierra a escribir la genealogía de la singularidad familiar, que comienza en Rusia con su tatarabuelo, Frantisek Deliuskin, “un libertino sifilítico que en su soberbia soñó con ser un artista adelantado a su época y murió cornudo y ciego”, dice el hijo de esa narradora, que hace su aparición en la última parte de la novela, agregando su perspectiva para continuar el legado, a la par que cuestiona esa reivindicación y consagración de sus ancestros. La saga continúa con Andrei Deliuskin –“una mota extraviada en los jeroglíficos de la mística cristiana y la campaña oriental napoleónica”–, Esaú Deliuskin –“un rústico que ancló su vida a las arenas del desierto buscando realizar las fantasías utópicas de su padre”–, Alexander Scriabin –compositor y pianista ruso, el único personaje “real”– y Sebastián Deliuskin, “un virtuoso de provincias, un pianista fracasado”.

El absoluto es una novela extraordinaria y desaforada, extravagante y vanguardista, un elogio a un tipo de literatura que se construye desde la ambición y el exceso en tiempos en los que se objeta o rechaza este tipo de propuestas. “La música es matemática en el tiempo. Lo que ocurre con el personaje de Scriabin es que aplica las matemáticas para producir un efecto físico en el espacio y evitar la catástrofe universal. No soy un especialista en ninguno de estos temas, claramente soy un archivero de saberes que me exceden y que he olvidado apenas terminé el libro”, cuenta el escritor en la entrevista con Página/12.

–¿Por dónde empezó la novela?

–El absoluto empieza por una pregunta que se hace Stravinsky: “¿Quién es Scriabin? ¿Quiénes son sus antepasados?”. Esa pregunta la leí en la contratapa de un disco de composiciones de Scriabin tocadas por Vladimir Horowitz, que escuché a eso de los 17, 18 años. Scriabin me produjo un efecto de una singularidad extrema. Esa pregunta me quedó flotando y treinta años más tarde me siento a escribir El absoluto. Cuando empiezo a leer biografías de compositores, sobre todo para armar la parte de Frantisek y la parte de Scriabin, me entero de que la mamá de Stravinsky no disfrutaba de las obras de su hijo porque ella era fanática de Scriabin. Lo cual explica esa pregunta irritada de Stravinsky. Esa pregunta de Stravinsky me resuena de tal manera que me pongo a contarle a Stravinsky quiénes son los antepasados de Scriabin, un músico y teósofo post chopiniano, que prefigura la música atonal. Scriabin me servía para condensar ciertas cuestiones que tienen que ver con el apocalipsis, que es un asunto que aparece en mis libros: el ideal extremo que deriva en una catástrofe. Siempre hay una apuesta a una cierta utopía que termina mal, ¿no?

–¿Por qué aparece cierta persistencia por los pianistas entre los músicos?

–No sé por qué… porque ni sé leer música. Tengo un piano en casa que no toco, lo compré para que practicara mi hija, si quería. Tomó clases durante un año y después no lo usó más. El piano es el instrumento de los instrumentos. Después que terminé El absoluto imaginé estudiar composición musical y no lo hice. Pero no pierdo las esperanzas. Los japoneses dicen que cuando una persona cumple 60 años entra en una segunda vida, abandona todas sus preocupaciones y problemas y se convierte en una especie de alegre senil irresponsable que se va de viaje, usa camisas floreadas, pantalones cortos y sandalias. Habiendo cumplido 60 años, tal vez me dedique a estudiar gramática, griego y latín. Y a estudiar música, ¿no? Para despedirme alegremente (risas).

–Hay un trabajo con lo verosímil, por ejemplo con la teoría y la composición musical que no tiene nada de disparatado.

–No hay nada disparatado; hay un montón de información tomada de lecturas. Lo que pasa es que no hago mi diario, no anoto lo que leo, no voy haciendo mi cuaderno de bitácora. Pero habré leído unos 100 libros y 10.000 artículos por Internet. La parte del tramado histórico o es verdadera o está construida con verosímiles ligados a la cuestión especulativa de lo posible. En mi novela escribo que Lenin estuvo en la universidad de Lovaina y leyó en clave política las anotaciones de un personaje imaginario sobre Ignacio de Loyola; lo cierto es que hay un momento en la vida de Lenin en que se desconoce qué hizo y se supone que estuvo en la universidad de Lovaina con los jesuitas. Por lo tanto está sostenido sobre una base de posibilidad. La campaña de Napoleón en Egipto la tomé literalmente, después interpreté episodios. En la novela aparece que Napoleón mandaba cartas a Francia en las que puteaba al primer ministro Talleyrand y cartas de amor a Josefina, y que las publicaba la prensa inglesa para cagarse de risa de él. Todo en la novela está tramado de tal manera que ya no puedo afirmar puntualmente qué es verdad y qué es mentira. Pero la historia del personaje Esaú, que quiere poner en práctica el legado revolucionario de su padre, también está tramada con la biografía de Trotsky.

–¿Por qué el fracaso no es algo negativo en El absoluto?

–El fracaso es una consecuencia de la práctica. De hecho, Scriabin no fracasa, no es un éxito de marketing, como no lo es mi literatura; pero son obras consumadas. Es decir, Frantisek hace la obra que hace, le va mal en la vida ¿y qué hay?, ¿a quién le va divinamente?, pero hace la obra que tiene que hacer. Andrei tiene una vida envidiable, deslumbrante, que después la mayoría de sus libros desaparezcan es una consecuencia natural, pero algo de su obra permanece, produce efectos en la realidad y construye el legado de su hijo. Su hijo también hace obra y pone en tensión la relación entre utopía y la distopía de cualquier práctica realizada y construye también su obra. Yo purgué toda mi pasión semítica por el fracaso, la queja, el llanto, en Derrumbe; lo convertí en una hipérbole cómica. Y la verdad no hay nada que lamentarse.

–¿La desmesura que tiene El absoluto como novela viene de la idea de fracaso?

–Yo creo que es al revés; que , es decir cuando yo era pre púber y me identificaba con los superhéroes quería ser Superman porque me fascinaba la fortaleza de la soledad y el mundo bizarro, me parecía que ahí estaba condensada toda la metafísica. También quería ser Linterna Verde porque no tenía vida sexual, pero imaginaba que si yo hubiera sido Linterna Verde –que podía cambiar las dimensiones–, hubiera tenido a voluntad los miembros viriles de distintos tamaños para darles satisfacción a todas las mujeres del universo. ¡Suponer que un hombre puede con una mujer ya es de una vanidad suprema! Trasladado a la literatura, se proponen cosas que exceden la posibilidad de la experiencia humana. Excepto la narradora, que simplemente quiere contar la historia de su familia. Y cuenta la historia de su familia, desde una presunción indemostrable: que son genios. Al final, el narrador dice que no son los genios que había imaginado. Yo no permanecí ajeno a esa vacilación en la escritura de mi libro. Todo el tiempo estaba pensando si no estaba escribiendo un libro que excede por completo mis posibilidades, soñando con ser mejor de lo que soy. Y escribiendo para alguien que es mejor lector que yo escritor. Esa tensión, que además es lógica y propia de cualquier escritor, ahí se me agudizó.

¿Qué escritor, salvo aquel que es mercantilista y despreciable, escribe menos bien de lo que puede hacerlo? ¿Cuándo alguien no da su mayor esfuerzo? Una vez una amiga mía fue a la librería de Francisco Garamona porque quería conseguir unos libros míos y estaba Fogwill. A medida que Garamona iba bajando mis libros, Fogwill hacía la quema de libros como en el Quijote. Cuando bajó La perla del emperador, Fogwill dijo: “Ahí Guebel quiso escribir un best seller y no le salió”.

¡Viejo pelotudo, por qué imaginarme avieso y lleno de intenciones espurias! Fogwill era arbitrario y malevolente; aplicó su política de las intenciones del marketing a la obra de otro autor.

–¿Por qué tardó tanto en publicar la novela?

–Yo tardé 7 años en escribir este libro y tardé otros 7 años en decidirme a publicarlo. Después va a estar un mes en la librería y después andá a saber dónde estará. La queja del autor respecto de eso es universal.

¿Para quién canto yo entonces, como la canción de Charly García? Para quien pueda escucharte, para quien pueda leerte; no te lamentes. (Roberto) Arlt decía que no iba a seguir mandando sus libros a las mesas de redacción para que un periodista fumándose un cigarrillo despachara en 30 líneas libros en los que había dado la vida. ¿Qué querés, que escriba Los siete locos de nuevo para estar a la altura de tu libro? No hay equivalencia entre el esfuerzo y las condiciones generales de producción. La literatura es puro gasto. Si alguien tiene algún beneficio lucrativo o de prestigio es porque o trabajó aviesamente al estilo de Fogwill o porque tuvo un golpe de suerte y su literatura se ligó a algo inexplicable. Como bien decía Héctor Libertella: “donde hay un lector, he allí un mercado”.

–La idea de estar encerrada escribiendo es un acto muy egoísta, ¿no?

–Eso lo dice el hijo y la demanda de un hijo es egoísta siempre. Yo recuerdo que cuando mi madre salía a tomar su clase de inglés, yo me plantaba delante de la puerta y le decía: “no te vas, no te vas, no te vas”… Y terminaba la chica que me cuidaba corriéndome para que mi vieja saliera. Yo creo que es un acto de generosidad de la narradora femenina sostener la memoria de sus seres queridos contra el olvido del tiempo. Uno se pregunta dónde quedan tantas cosas buenas. Uno lee a Borges, pero no piensa en la cantidad de autores que Borges anuló por efecto de su propia presencia. Hay un episodio extraordinario: cuando Borges no gana el Premio Nacional, que él parodia eso en el cuento “El aleph”, la gente de Sur le hace un acto en desagravio. ¿Qué significa un acto de desagravio a Borges por no ganar un premio? Que están agraviando a aquel que lo ganó, de cuyo nombre ahora no tenemos memoria y no sabemos siquiera cómo es su obra. Una acción benevolente, a escala universal, sería preservar todas las cosas buenas, una acción museológica en el presente.

–¿Qué pasa con la idea de genialidad en la novela?

–La genialidad es la matriz operativa para que se cuenten las biografías. Sólo se cuentan bajo la presunción de que se está contando la biografía de genios porque al final de la segunda biografía, la de Andrei, se cuenta que tuvo más hijos pero no sabemos nada de ellos porque no dieron la talla. ¿Por qué alguien decide que la otra persona es un genio y va a contar su vida? ¿Por qué Bioy decide que va a contar todas las boludeces que hace Borges a lo largo de ese enorme Borges, donde además las observaciones más inteligentes son las del propio Bioy? Hay una cuestión de sumisión a la figura del otro.

–Bioy escribe detrás de Borges.

–Exactamente, pero al mismo tiempo no deja de lamentarlo. En la casa de mi abuelo materno había un patio emparrado, que era un ámbito muy agradable para hacer los asados dominicales; yo utilicé una foto de esa mesa para la tapa de Carrera y Fracassi con un tío sosteniendo un pedazo de asado y otro un chorizo. Como en casa recibíamos la Pinacoteca de los Genios, yo había visto las suficientes últimas cenas, como para plegar una imagen a la otra. Mis encuentros familiares de los domingos me evocaban las últimas cenas de Cristo. Yo miraba el almuerzo de los adultos y la convertía en una última cena y pensaba, como niño judío: qué tristeza no ser Dios, no ser Cristo, no ser ninguno de los apóstoles y ni siquiera estar sentado a la mesa porque la mesa de los niños está en otra parte (risas). El mito megalómano siempre funda algo. Leyendo por Internet, encuentro una frase del psicoanalista francés Jean Allouch, citando a Philip Sollers hablando de Lacan. Sollers decía de Lacan que era megalómano porque nunca fue bien amado. Para un niño ególatra que su madre salga y no esté todo el tiempo con él es un indicio de no ser bien amado. Eso construye literatura, no una verdad.

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