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Lunes, 3 de octubre de 2016
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Entrevista al escritor angoleño José Eduardo Agualusa

“Yo soy escritor para intentar

En Teoría general del olvido, que presentó en la última jornada del Filba, el narrador y periodista ficcionaliza sobre la guerra civil que asoló su país. Es una novela sobre el miedo, la humillación y la complejidad de la maternidad en situaciones límite.

Por Silvina Friera
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Agualusa es uno de los autores en lengua portuguesa más prestigiosos de la actualidad.

El miedo paraliza a Ludovica, una mujer angoleña que decide encerrarse durante 28 años en un departamento –en el último piso del Edificio de los Envidiados, uno de los más lujosos de Luanda, en el momento en que se proclama la independencia de Angola en 1975– junto a Fantasma, su pastor alemán albino. Acechando desde las ventanas, oculta tras las cortinas, mira de lejos las banderas con reivindicaciones políticas comprimidas entre signos de exclamación: “¡Independencia total!” “¡Basta de 500 años de opresión colonial!”, “¡Queremos el futuro!”. Disparos aislados, tiroteos cada vez más intensos, las explosiones que sacuden los vidrios y lubrican el terror de una de las guerras civiles más extensas, que empezó en 1975 y se prolongó hasta 2002. En un país en estado de guerra –escindido entre el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), respaldado por soviéticos y cubanos; y el Frente Nacional de Liberación de Angola (FNLA), apoyado por Sudáfrica y Estados Unidos– basta con un estampido para multiplicar las muertes y las desapariciones. Aislada y sin posibilidades de salir, cuando se agotan las sopas de frijoles y arroz, las sardinas y los chorizos, llega el hambre. “Los días se deslizan como si fueran líquidos –anota Ludovica–. No tengo más cuadernos donde escribir. Tampoco tengo más bolígrafos. Escribo en las paredes, con pedazos de carbón, versos sucintos. Ahorro en la comida, en el agua, en el fuego y en los adjetivos”. Teoría general del olvido (Edhasa) del angoleño José Eduardo Agualusa –que ayer participó en una de las actividades de la última jornada del Filba (Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires)– es una novela sustantiva sobre el miedo, la vergüenza, la humillación y la complejidad de la maternidad en situaciones límites.

Agualusa, nacido en Huambo y criado en Angola, profesa una obsesión distintiva en la vibración y el pulido de las frases. La muerte aprieta y acaba con la vida del perro, “el único ser en el mundo que la amaba, al único que ella amaba, y no tenía lágrimas para llorarlo”. Más allá de la reclusión, la violación que sufrió Ludovica podría explicar esa desconexión con el mundo, ese sentimiento de aprensión y espanto hacia los otros. David Viñas decía que la literatura argentina nació con una violación en El matadero de Esteban Echeverría.

–¿Se podría afirmar también que la literatura angoleña empieza con una violación?

–Quizá sea exagerado decir lo mismo para la literatura angoleña. La violación es uno de los motivos por los cuales Ludovica se encierra, pero la cuestión principal es el miedo que ella siente por los otros. El tema central de la novela es la xenofobia, el miedo que las personas tienen por los otros, algo absurdo que lleva a recluirse, aislarse y no poder comunicarse con los demás. Ludovica no es la única víctima: muchos personajes de la novela son víctimas de ese miedo, como el sicario portugués Carrasco, que se salva del fusilamiento y renace porque sobrevive de forma casi milagrosa. Él se salva al transformarse en otra persona.

–Aunque la propia novela aclare de entrada que es una ficción, los hechos sociales y políticos de Angola, la independencia y la guerra civil, atraviesan “Teoría general del olvido”. ¿Cómo explica ese miedo de la sociedad angoleña?

–Además de ser una huérfana del imperio portugués, Ludovica es producto de lo que el colonialismo portugués generó en la sociedad angoleña: xenofobia, racismo, miedo. Todo lo que representa el otro despierta una forma de rechazo visceral en Ludovica. Hubo muchos edificios abandonados, como el Edificio de los Envidiados de la novela. Yo viví en un edificio muy semejante en el 2000, cuando me surgió la idea de escribir la novela. El único “personaje” real es el edificio. En ese período político de mucha intolerancia, de mucha hostilidad, lo mejor para mí fue encerrarme y no tener contacto con el exterior, con los ruidos del afuera, con toda esa carga de violencia que me generaba la vida en Luanda.

–En un momento de la novela se produce una quema de libros y son mencionados escritores cuyos libros Ludovica envía a la hoguera, como Jorge Amado, James Joyce y Guillermo Cabrera Infante. ¿Qué significan estos autores para usted?

–Ludovica, para poder sobrevivir porque no tiene luz ni gas, quema distintos objetos de la casa como maderas. Y así llega a los libros. Cuando empieza a destruir los libros, es como si estuviera quemando los puentes hacia el mundo exterior. Los libros eran una ventana, una posibilidad de escape para ella. Mientras tenía los libros, Ludovica podía huir. Como la biblioteca era enorme, le costó mucho tiempo quemar los libros. A medida que quema los libros se va achicando su mundo y se amplía su prisión y su soledad. Cuando quemó a Amado, dejó de visitar Ilhéus y San Salvador. Cuando quemó el Ulises, perdió Dublín; con Tres tristes tigres ardió La Habana. Excepto Joyce, el resto son autores que me gustan mucho. Cuando ella quema los libros, siente lástima, pero además de perder los libros en el fuego empieza a perder la vista por la vejez. Ella empieza a encerrarse más en sí misma, además de estar cada vez más aislada.

–¿Ludovica “sale” de ese encierro con la escritura de su diario íntimo? ¿Lo último que le queda son las palabras?

–Sí, creo que sí. La escritura es un modo de fuga. El diario ayuda a aproximar a Ludovica a los lectores y permite darle mayor credibilidad “documental” a la novela. Aunque todo es ficción, es un juego. Lo que me importa es que los lectores crean que Ludovica existe.

Agualusa sonríe como un galán de novela brasileña que modula los músculos de la cara manteniendo la elegancia del estilo. “Vivo en los aeropuertos”, ironiza el escritor angoleño de 55 años, como quien puede coquetear y no morir en el intento con el estar en tránsito entre Lisboa (Portugal), Luanda y Maputo, la capital de Mozambique donde vive su novia. “Escribo tanteando las letras –dice Ludovica en la última página de su diario–. Experiencia curiosa, pues no puedo leer lo que escribí. Por lo tanto, no escribo para mí. ¿Para quién escribo? Escribo para quien fui. Tal vez aquella que un día dejé persista todavía, en pie y detenida y fúnebre, en un desván del tiempo –en una curva, en una encrucijada– y de alguna forma misteriosa consiga leer las líneas que aquí voy trazando, sin verlas. Ludo querida: soy feliz ahora. Ciega, veo mejor que tú. Lloro por tu ceguera, por tu infinita estupidez. Habría sido tan fácil que abrieras la puerta, tan fácil que salieras a la calle y abrazaras la vida. Te veo acechar por las ventanas, aterrorizada, como un niño que se echa sobre la cama, en la expectativa de monstruos. Monstruos, muéstrame los monstruos: esas personas en la calle. Mi gente. Lamento tanto lo mucho que perdiste. Lamento tanto. ¿Pero no es idéntica a ti la infeliz humanidad?”.

–Cuando se produce la confesión de Jeremías Carrasco, Ludovica le pide que no se atormente más: “Tal vez sea necesario olvidar. Deberíamos practicar el olvido”. Pero Carrasco no quiere olvidar y dice que “olvidar es una rendición”. ¿Qué opina usted?

–Yo creo que olvidar es como morir. En países que vivieron conflictos civiles muy violentos, como sucedió en Angola o en Mozambique, hay dos teorías: la primera es la que plantea que es mejor olvidar por completo lo que pasó; la otra dice exactamente lo contrario, que es necesario recordar y llorar para poder hacer el duelo. Entonces después de todo ese proceso se puede olvidar. Angola sigue siendo una dictadura en la que no hubo ningún tipo de enjuiciamiento y posibilidad de justicia para las víctimas. Hay organizaciones de la sociedad civil que reclaman por los muertos y desaparecidos, pero no tienen mucha fuerza.

–¿Cómo fue la experiencia de la vida cotidiana en Angola durante la guerra civil?

–La guerra civil fue muy larga, muy violenta y se sintió con más fuerza en el campo que en la ciudad. La guerra es algo terrible que divide familias. Hubo una fase bélica muy “clásica” con bombardeos, incluso la ciudad donde nací, Huambo, fue bombardeada durante 55 días seguidos. Si hubiera estado ahí entonces, probablemente no estaría acá hablando con vos… Además de ser una ciudad muy bonita, es rara porque mantiene la arquitectura de su casco histórico al estilo de los años 50. En cambio las características arquitectónicas en Luanda, por la especulación inmobiliaria, fueron destruidas por decenas de predios gigantes horribles que se construyeron en la parte histórica de la ciudad en los últimos años.

–¿Cuántos muertos dejó una guerra civil prolongada en el tiempo?

–Nadie sabe… Nadie sabe… No hay cifras…

–¿De qué modo influyó la violencia política en el escritor que es usted hoy? ¿Qué sensibilidad forjó ese contexto en el que se educó?

–Yo soy escritor para intentar comprender el mal y la crueldad del mundo.

–¿Cómo vivió el apoyo cubano a Angola?

–En un primer momento, cuando la guerra recién estaba empezando y los cubanos llegaron, había un clima de alegría, de euforia, de esperanza, de fiesta, que aparece reflejado en una parte de la novela. Cuando los cubanos se van, al contrario, comienza un período de desesperación. Cuando la guerra de la independencia terminó y empezó la guerra civil, hubo una mezcla de violencia con alegría.

–¿Qué escritores fueron importantes en su formación?

–(José Maria Eça) De Queirós fue un escritor muy importante para mí. La literatura latinoamericana también fue fundamental en mi formación: (Gabriel) García Márquez y mucho (Jorge Luis) Borges, más Borges que García Márquez, te diría. Me gusta Tomás Eloy Martínez porque en Santa Evita hay una proximidad con lo que pasó en Angola con el cadáver del primer presidente, António Agostinho Neto, que fue momificado. Durante años tenía dos médicos soviéticos que cuidaban la preservación del cadáver. Una de mis novelas más traducidas, El vendedor de pasados, es un homenaje a Borges, una novela sobre la fragilidad de la memoria y la reconstrucción de la identidad narrada desde la perspectiva de una lagartija.

–¿Al principio intentaba escribir imitándolo a Borges?

–Yo fui un imitador feliz de Borges. Cuando imitás, tenés que tener buenos modelos. Imitar a malos escritores no tiene sentido (risas).

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