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Domingo, 24 de diciembre de 2006
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MARCELO FIGUERAS Y “LA BATALLA DEL CALENTAMIENTO”

“Necesité tres novelas para resolver mis obsesiones”

Su nuevo libro es un atrapante ejercicio que juega con infinidad de recursos narrativos, en una historia fantástica que, sin embargo, deja ver un trasfondo íntimamente relacionado con las consecuencias de haber crecido durante la última dictadura.

Por Silvina Friera
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“Los militares y los policías eran el cuco de mi historia personal. Creo que respiraba una sensación de pánico que se transmitía en el aire.”

Un lobo que habla en latín persigue a un gigante extra, extra, extra large, de nombre Teo, que a los 20 años ya medía 2,26 metros y pesaba 129 kilos. La escena podría estar incluida en alguna de las fábulas clásicas de Esopo y Fedro, en las medievales de Marie de France o en las modernas de La Fontaine, Iriarte y Samaniego. Y sin embargo, curiosamente transcurre en un bosque de Río Negro en la década del ’80, y el lobo no es feroz sino simplemente un mensajero que lanza vaticinios y advertencias. El gigante, que no sabe si reír o llorar cuando escucha que el animal cita a Plauto, se trepa a la rama de un árbol. “¿Le temes a un lobo más que a tu gente? No hay especie más dañina que la tuya en este mundo. Ya lo dijo Hobbes: el hombre es el lobo del hombre.” Para completar la puesta, Teo en esa insólita circunstancia conoce a la bellísima Pat. Ella, al principio, no le cree que lo esté acosando un lobo que habla. Después, cuando ve las huellas, cambia de parecer y engatusa al gigante, claro, y al lector hasta no poder abandonar lo que sigue. “Tan grandote y tan boludo”, le reprocha la mujer a ese hombre desproporcionado que tiene que habitar en un cruel y mezquino mundo extra small. Extraña, fantástica, frescamente desconcertante resulta la nueva novela del escritor y guionista Marcelo Figueras. En La batalla del calentamiento (Alfaguara), el escritor se anima a experimentar y mezclar en una misma historia la fábula, lo fantástico, la épica, el road movie, el realismo, el policial, la aventura, el drama, citas célebres en latín, palabras procaces e insultos, comedia, parodia, todo en un mismo libro cuyo imán, sin duda, es una niña fascinante, Miranda, que tiene poderes especiales.

“Creo porque es absurdo”: con esta frase, San Agustín defendía su fe, y Figueras podría decir lo mismo sobre el viraje de su escritura y que ya estaba germinando en Kamchatka, su anterior novela. La batalla..., título inspirado en el primer verso de una antigua canción infantil, sucede en la Patagonia, en un pueblo imaginario, Santa Brígida, gobernado por un desopilante intendente, Farfi, que dada su extravagancia neurológica –próxima a la bipolaridad– sólo participaba de los actos públicos entre lunes y jueves, cuando estaba medicado. Y los vecinos que completan este mosaico de personajes, más raros aún, son la avinagrada señora Pachelbel, el doctor Dirigibus, el señor Puro Cava y el tímido albañil David Caleufú, hijo y nieto de mapuches, entre otros. La permanente huida de la misteriosa Pat con su hija Miranda y el gigante Teo –que poco a poco irá descubrimiento detalles que le permitirán reconstruir los motivos por los cuales se escapa Pat– desplaza la historia hacia otros sitios, como Monte Abrasado, pueblo imaginario de Santiago del Estero.

El escritor admite que Kamchatka marcó un punto de inflexión respecto de sus ficciones anteriores, El muchacho peronista y El espía del tiempo. “Encontré mi propia voz y ya no estoy tan preocupado por impresionar intelectualmente. Me siento más libre y seguro siendo fiel a mis sentimientos”, plantea en la entrevista con Página/12. “Tengo la sensación de que la literatura argentina está peleada a muerte con la emoción. Para la mayoría de los escritores, que prefieren demostrar que son muy cultos, conmoverse o llorar, que es lo que te genera un buen libro o una buena película, son emociones poco elegantes.” Figueras cuenta que el disparador de su nueva novela, que será filmada por el director Marcelo Piñeyro el próximo año, fueron los Evangelios apócrifos, aquellos libros que la Iglesia Católica ha dejado fuera del canon y no reconoce como verdaderos. “A diferencia de los evangelios oficiales, están llenos de historias de Jesús cuando era niño. Si bien todo el tiempo es el hijo de Dios todopoderoso, nunca deja de reaccionar como un chico”, se entusiasma el escritor. “Cuando está a orillas del río Jordán, levantando un castillito de arena, y llega un matoncito de su escuela que le patea el castillo, Jesús lo fulmina, lo mata. Esto, que se repite en distintas circunstancias, les generaba muchos problemas a José y a María porque decían que ese chico estaba endemoniado y tenían que andar de pueblo en pueblo.”

–¿Miranda, la niña con poderes sobrenaturales, sería entonces parecida a Jesús?

–Sí, me preguntaba qué pasaría hoy si hay un niño que tiene ese tipo de poderes extraordinarios, por más que no entremos en los detalles sobre cuál es la fuente o de dónde salen exactamente, y con una madre o una familia que se ve en la necesidad de disimularlo para que la gente no se les eche encima. Necesitaba que Miranda fuese muy parecida a Jesús, en el sentido de que es una niña que empieza a vivir con poderes especiales que no logra explicar ni mucho menos controlar.

–¿Por qué en La batalla... y en Kamchatka aparece como escenario de fondo la dictadura militar argentina?

–Empecé a escribir La batalla... hace diez años. Kamchatka es posterior y ya estaba el germen de la huida. Avancé algunos capítulos y no pude seguir más. Me di cuenta de que no podía pretender que mi protagonista resolviera un problema que yo todavía no había resuelto en mi vida: una mezcla de una historia de amor trágica o semitrágica y la relación con una niña maravillosa, pero que no era mi hija. Cuando finalmente me enganché nuevamente con la escritura y se me completó el panorama, apareció con fuerza la carga que tenemos todos los que sobrevivimos a la dictadura en este país, aunque formalmente no estuviéramos implicados, aunque tuviéramos doce o trece años: ¿estábamos eximidos de cualquier tipo de responsabilidad?

–¿Cómo explicaría esta carga del sobreviviente?

–Le pasa incluso a aquel que sobrevive a un accidente de tránsito: la persona que iba sentada al lado murió y él salió intacto, cosas que se pueden achacar al destino, al azar o a lo que demonios quieras, pero uno está vivo y el otro no. Y eso a mí me genera una serie de planteamientos que me parecería bueno que la sociedad argentina debatiera en su conjunto. Si todos, o una equis cantidad de personas, hubiesen hecho ciertas cosas o no hubiesen hecho otras, los militares no habrían podido hacer lo que hicieron. Si bien en el plano de los derechos humanos es loable el trabajo de las Madres y las Abuelas, tengo la sensación de que el grueso de la sociedad argentina ha esquivado la posibilidad de mirarse para adentro y decir: “Perdón por lo que no supimos ver en su momento para que este espanto no ocurriera”. Cuando aparecieron todos los personajes de La batalla..., se redondeó la idea de que nadie se salva solo. Lo que pensaba que a lo sumo era la historia de la redención del gigante Teo, redención que él estaba buscando por una cuestión personal, se entroncaba con que él entiende que no puede salvarse solo, que todo lo que hiciese o dejase de hacer influiría en los demás, y que de la misma forma dependía de las actitudes u omisiones de los otros.

–¿Qué recuerda de su adolescencia durante la dictadura militar y cómo ingresan esos recuerdos en lo que escribe?

–El fin de la inocencia es una cuestión trascendente. Hay fines de la inocencia que pueden estar relacionados con la muerte del padre o con el descubrimiento del sexo; hay cinco millones de fines de la inocencia narrados en la literatura o en el cine, pero este fin de la inocencia para mí fue como si se me cayera el mundo encima de la cabeza, por lo que significó vivir en esa especie de silencio malsano y ponzoñoso en el cual nada se decía, pero todo se sentía. Hay cuestiones que me obsesionan porque considero que están lejos de estar cerradas, y necesité tres novelas para darle vuelta al asunto, por más que fuese de formas absolutamente distintas. Kamchatka son los ’70, claramente, y La batalla... son los ’80, después del ’84, cuando ya habíamos recuperado la democracia, porque precisamente fue un momento en que se suponía que nos habíamos quitado de encima esta lápida, pero empezamos a darnos cuenta de que no era tan fácil. Arreglemos esto de alguna forma porque si no vamos a seguir avanzando con esta mochila el resto de nuestras vidas, pero atados a una piedra del tamaño de la de Tandil... y muy lejos no vamos a llegar si no resolvemos nuestra relación con la dictadura.

–El escritor Horacio Vázquez-Rial señaló que Kamchatka es una de las mejores maneras de narrar la dictadura porque los militares no aparecen, pero siempre están, y si aparecían significaba la muerte para la persona perseguida. En La batalla... los militares también están, pero no aparecen. ¿Cómo llegó a desarrollar esta idea entre el aparecer y el estar?

–Mi familia era una típica familia de clase media, para la cual la política simplemente era un tema de conversación de café o algo que a lo sumo te obligaba a votar de tanto en tanto, pero no era una forma de vida. No conocí en esa época a nadie que tuviera un desaparecido, ni siquiera por interpósita persona. En algún sentido vivía en el mejor de los mundos posibles y nada de lo que pasaba me golpeó en la superficie de la laguna, ni siquiera un cuchicheo. Era un poco como el Harry de Kamchatka: estaba en mi mundo de juegos, de fantasía, y aun así vivía en pánico. No sé por qué; no habría ninguna explicación racional ni nada que pudiese percibir deductivamente, no había ningún tipo de evidencia. Vivía con pánico de salir a la calle, mucho antes de que existieran los ataques de pánico. Me daban pavor los uniformes, aunque no hubiese militares visibles, y tenía fobia a los policías. Si veía a un policía cerca me causaba tanto terror que me cruzaba de vereda. No los veía, pero eran el monstruo y lo que me amenazaba. No tenía miedo de que un señor barbudo viniera a tirarme con El capital, no tenía miedo al terrorista porque no era una figura con entidad. Había registrado que existían, pero en mi horizonte vital no me atemorizaban. En cambio, los militares y los policías me marcaban todos los días, eran el cuco de mi historia personal. Creo que respiraba una sensación de pánico que se transmitía en el aire, y eso me marcó mucho. Con el tiempo fui tratando de encontrar una luz a todo esto y así llegué a Kamchatka. Películas y novelas donde aparece el Falcon y los tipos con bigotes te secuestran, te torturan, te muestran la picana o te hacen el submarino, ya vi o leí muchas. Algunas son maravillosas; la mayoría, olvidables. ¿Cómo encontrar una luz en todo esto? Ahí apareció la voz de Harry. Me parecía que era otra manera de mirar los años de la dictadura, sin negar todo el llanto y el dolor. Y así me podía dar el permiso de reír en medio del desastre, dejando a los nenes jugando en el medio de la fuga. En La batalla... también nos podemos reír de esta forma, aunque el pasado nos siga mordiendo los talones.

–¿Por qué tienen tanto protagonismo los chicos en sus historias?

–Es algo que sería para un largo análisis, lo debería consultar con mi analista (risas). Supongo que tiene que ver con la maravillosa capacidad de los chicos para sobrevivir enteros a cualquier circunstancia. Más allá de mi debilidad por el juego, que me trae problemas con cualquier matrimonio amigo que tenga hijos y se crucen conmigo porque terminamos haciendo quilombo, creo que si algo te garantizan los chicos, algo muy a los Dickens, es que pueden pasar las cosas más horrendas que destruirían sin remedio a cualquier persona de mediana edad sin capacidad de recuperación, que ellos lo asumen, ponen el cuerpo y tienen esa facilidad para verlo todo como nuevo. Me hubiera gustado haber podido conservar esta capacidad de pasar por este infierno y sobrevivir con ganas de reírme y de ser feliz.

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