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Viernes, 28 de septiembre de 2007
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ABELARDO CASTILLO, “SER ESCRITOR” Y LA PASION POR LA LETRA

“Yo todavía tiendo a creer que la literatura puede servir para algo”

Su más reciente libro es un apasionante y relajado recorrido por las letras de Argentina y el mundo, evocaciones de charlas con escritores, rescates de plumas olvidadas, un imperdible relato de su primer taller literario y más de un momento filoso. Pero Castillo no pretende agitar las aguas suscitando polémicas y remarca que “me molesta el circo intelectual, no me interesa intervenir en foros y en discusiones absurdas”.

Por Silvina Friera
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“El argentino se ríe por instinto de conservación. Si dejara de tomarse la realidad en broma sería un perfecto amargado.”

Se podría decir, sin exagerar, que el día para Abelardo Castillo comienza a la noche. Es como si la oscuridad atizara sus ideas, su sentido del humor, su ironía, su don para la conversación. El escritor, que piensa que este modo de vivir con los ciclos alterados quizá se deba a que nació de noche, confiesa que está apartado del ámbito literario frente a un tablero de ajedrez y dos pipas. “Me molesta el circo intelectual. No me interesa intervenir en foros y en discusiones absurdas, no voy a reuniones, estoy en mi casa muy tranquilo”, cuenta. Su “retiro”, en el hogar que comparte con la escritora Sylvia Iparraguirre en Balvanera, no llega al extremo del que profesó uno de sus autores preferidos, Herman Hesse. El autor de El lobo estepario, en su casa de Montagnola, tenía un cartel que decía: “Por favor, nada de visitas”. Se ríe con ganas después de explicar lo contraproducente que resultaba el famoso cartel. “Tenía la consecuencia desdichada de que en realidad apartaba a las buenas visitas, aquellas personas que eran sensatas y que tenían miedo de molestarlo, pero atraía a los insolentes y despistados.”

Castillo acaba de publicar Ser escritor (Seix Barral), un libro que reúne textos breves, fragmentos de ensayos, notas y artículos sobre el oficio de escribir, reflexiones sobre ética literaria y política, sobre la crítica y los críticos, evocaciones de sus encuentros con Nicolás Guillén, Leopoldo Marechal, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, y rescates de autores olvidadísimos, como Benito Lynch con su novela El inglés de los güesos, Arturo Cancela y su “extraordinario y desopilante” Historia funambulesca del profesor Landormy (“sin Cancela, Bioy Casares y Cortázar serían un poco más difíciles de explicar”), “la prosa lacónica y espléndida” de Rafael Barret; Eduardo Wilde, el autor de “Tini” (no haberlo leído en la adolescencia siendo argentino, asegura Castillo, “es una especie de grave defecto moral”) y Bernardo Kordon, que “forma parte de un numeroso capítulo no escrito sobre la ingratitud literaria nacional”, entre otros.

Al igual que Paul Válery, Castillo considera que “corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo”, y recuerda que Borges, una noche de 1983, le contó que detestaba “Hombre de la esquina rosada” porque en ese cuento había escrito la palabra “cuchillón”. Aunque afirma que no cree en los géneros literarios, señala que el cuento “es una forma estética nada casual”, sospecha que “no cualquier escritor es cuentista”, y revela una de sus convicciones: “un buen cuento es una historia contada de la única manera posible”. El nuevo libro de Castillo se deja devorar con fruición. El escritor, a pesar de que se toma en serio la literatura, se mofa de la altanería de ese adolescente de diecisiete años que creía que había escrito un cuento extraordinario (ver “Textual”). “El argentino no se ríe de contento, se ríe por instinto de conservación. Si dejara de tomarse la realidad en broma sería un perfecto amargado, cosa que suele pasarle en cuanto se descuida un poco”, observa en El humor de los argentinos.

–¿Por qué siente que no tiene tantas certezas respecto de la literatura como cuando era adolescente?

–A medida que un escritor crece comprende no sólo la verdadera complejidad de su oficio sino sus propios límites. Entonces ciertas ideas candorosas que se tenían en la adolescencia y en la primera juventud, entre ellas la de la inmortalidad, pasan a segundo plano y te das cuenta de que escribir es inventar la literatura cada vez que te sentás a escribir. La literatura no es ni una profesión ni un oficio, es un destino, pero es un destino elegido que hay que enriquecer todos los días, lo que puede ser muy angustioso. Me he pasado la vida corrigiendo cuentos en los talleres, dando cursos o charlas sobre los géneros literarios, pero cada vez que escribo un cuento siento la misma incerteza no acerca de la forma, que se aprende a manejar con el tiempo y viene con la propia anécdota que te es revelada de algún modo, sino de su valor. Si a mí se me ocurre una trama, sé si va a ser una obra de teatro, un cuento, una novela. Ya no dudo más, sólo al principio uno tiene ese tipo de dudas. Pero la incertidumbre, las inseguridades son respecto del valor y del sentido que puede tener lo que se está escribiendo. Cuando uno es joven escribe casi cualquier cosa. Muchas veces he pensado que si una historia como El otro Judas se me ocurriera hoy, tal vez no la escribiría o tendería a escribirla de otro modo porque había que ser muy arrogante e irresponsable para escribir acerca de la traición de Judas a Jesús, y proponer que eso no fue nunca una traición sino un pacto para promover una rebelión de los judíos contra el Imperio Romano. Era la primera vez que escribía teatro en mi vida.

–¿Es necesaria esa irresponsabilidad para empezar a escribir?

–Es absolutamente necesaria y tiendo a promoverla. Lo que les recomiendo a los escritores muy jóvenes es que escriban, no importa si ya escribió Shakespeare, porque si no no te sentás a escribir una obra de teatro en tu vida. No importa que ya escribieron Cervantes, Tolstoi o Dante. Cada libro que estás escribiendo es la primera vez que sucede en el mundo. Esto, cuando sos muy joven, lo podés sentir con naturalidad, pero cuando sos mayor, probablemente aparezca el peso de la literatura.

–Usted dice que desconfía de los escritores que no empezaron haciendo versos, que la poesía es un modo de vivir, de percibir el mundo. ¿Le hubiera gustado ser poeta?

–Secretamente escribo versos, tengo un libro de poemas que alguna vez se publicará, La fiesta secreta, que justamente se llama así porque para mí escribir poemas es una fiesta personal. No asumo la poesía del mismo modo que la prosa, no es tanto una tarea de comunicación, como cuando escribo un cuento, un drama o una novela, sino que es la pura expresión, es el acto personal y egoísta de escribir. Sin duda, debe haber algún poema que se comunique con los demás, pero no es mi intención. Escribí muchísimos poemas en la adolescencia, un día los quemé todos, dejé tres o cuatro y cada tanto voy agregando nuevos. Siempre me propongo escribir poemas, pero tiendo a eliminarlos y dejar sólo aquellos que siento que me representan. Por supuesto que no me siento poeta en el sentido tradicional o eminente de la palabra, pero para mí la poesía no es una forma de escribir sino un modo de ver la realidad, un modo de estar en el mundo. Y en ese sentido creo que un prosista necesariamente tiene que contener a un poeta. Es lo que decía por otra parte Aristóteles, citado frecuentemente por Marechal, que todos los géneros son géneros de la poesía, y como también digo en Ser escritor, Ray Bradbury les aconseja a los prosistas leer un poema antes de sentarse a escribir un cuento o una novela.

–¿Este consejo estará relacionado con el nivel de condensación que tiene la poesía?

–No sé por qué, pero creo que la poesía te instala en una zona de la palabra que no es meramente la indicativa sino en una zona un poco más mágica, que se advierte mucho en los propios cuentos de Bradbury, cuando la palabra no es sólo aquello que significa sino aquello que significa más aquello que sonoramente te mueve por alguna razón. Hay palabras que tienen color, forma, peso; leyendo un poema te instalás tal vez en esa zona de la literatura que pertenece también a la prosa de ficción.

–A propósito del título del libro, ¿qué significaba ser escritor en los sesenta y qué significa ahora?

–El significado sigue siendo exactamente el mismo. Un escritor es un hombre que da su testimonio personal, y lo sepa o no siempre está de algún modo hablando críticamente de la realidad, en 1960 o en 2007. Pero la idea que en general tenían los escritores de la literatura en los años ’60 se ha modificado. Nosotros creíamos –aunque yo todavía tiendo a creerlo– que la literatura servía realmente para algo, que podía cambiar la realidad y que era una especie de instrumento de transformación o de arma de combate. Por supuesto que era una idea pueril, pero de todas maneras permitía escribir y te permitía sentir que lo que estabas haciendo era realmente lo que debías hacer. Hoy no sé si los jóvenes escritores asumen la literatura de ese modo. Entre los ’80 y los ’90, se instaló en el mundo entero un modo de asumir la literatura que hizo que desapareciera el concepto de intelectual. Es como si los jóvenes escritores sintieran –no todos, naturalmente– que un escritor sólo tiene que escribir ficciones y no debe meterse en determinados terrenos como el de la política. Y creo que básicamente están equivocados, porque ponerse por encima de las contradicciones sociales es meramente una expresión de deseos.

–Quizá los jóvenes tengan una mirada más escéptica respecto de la política...

–Creo que les tocó un mundo que es demasiado distinto al que nos tocó en los ’60. Cuando en los ‘60 vos te sentabas a escribir, lo hacías en un contexto donde estaba la Revolución Cubana y el despertar de los pueblos del Africa. Las palabras despertar o nacimiento eran las más comunes. Al mismo tiempo, las crisis eran realmente dramáticas, como en el ’62, cuando estuvimos a punto de quedar inmersos en una guerra nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por la cuestión de los misiles. Tenías de pronto la idea de la muerte en la puerta de tu casa. Pero eso también te daba la certidumbre de que había que hacer algo. Entonces escribir un libro, irse a la cama con una mujer, ir al cine, eran una cuestión de “hagámoslo ya”. Hoy también los jóvenes tienen la idea del carpe diem, pero por desesperanza. Porque lo que cambió, y eso lo veo en el lenguaje, es la situación del hombre en el mundo. Hoy se habla y se sigue hablando de la muerte de las ideologías, del fin de la historia, del fin de las ilusiones, es como si hubieran fracasado los grandes pensamientos religiosos, filosóficos e ideológicos y no se supiera qué hacer. Vivimos en un mundo donde parece que lo negativo fuera lo esencial, muy distinto al mundo aquel de los ’60 donde la palabra esperanza, nacer, vida, revolución, cambio, era el plato literario y espiritual de cada día. Con esto no quiero decir que los jóvenes sean escépticos, sino que creo que tienen muchas más razones que nosotros para ser escépticos. Y en algún sentido tal vez la responsabilidad sea de mi generación porque a fin de cuentas éste es el mundo que les dejamos.

–En un momento del libro, recuerda su primera y única experiencia en un taller literario, cuando ese viejo y misterioso profesor de San Pedro le dijo que “antes de tener estilo, hay que aprender a escribir”.

–Fue la lección más dura, pero más eficaz que recibí. Me domesticó el ego, yo creía que había escrito una cosa extraordinaria, pero además no podía concebir que se cometieran tantos errores en una sola frase (risas).

–Después de tantos años de dar talleres literarios, ¿qué balance hace? ¿Son ámbitos de formación de escritores?

–A todos los que vienen a mis talleres suelo decirles lo mismo: “Miren que los talleres literarios no sirven para nada”. Le sirven únicamente a aquel que va a ser escritor, vaya o no a un taller literario. Los talleres son útiles para que se encuentre un grupo más o menos de la misma generación; para que discutan, se critiquen y se lean, se intercambien libros y hagan lo mismo que hacíamos de alguna manera en las revistas literarias del ’60. La única diferencia que hay entre las revistas literarias y un taller literario es que en las revistas literarias los textos, fueran cuentos o poemas, que nos parecían buenos se publicaban. Un escritor puede llegar a ser un escritor sin necesidad de un taller literario. El mejor taller literario de un escritor es su propia biblioteca y sus propios textos sobre los que tiene que trabajar. A los que asisten a mis talleres los juzgo como pares, no me interesa que tengan veinte o treinta años y yo setenta. Si no siento que son mis pares, al punto de que pueda poner en discusión un texto mío, no hay posibilidades de que pueda dar un taller.

–¿Por qué no lee a sus contemporáneos y prefiere releer a los clásicos?

–A partir de los ’60, empecé a pagar mis deudas con mi propia biblioteca. Nunca fui un devoto lector de autores contemporáneos, como decía el doctor Johnson, al que solía citar Borges, porque nadie quiere deberles nada a sus contemporáneos. Y a eso le agregaría que nadie quiere ni siquiera que sus contemporáneos existan. A mí me vinculan con el mundo mis alumnos más jóvenes o Sylvia, que como es una generación detrás de la mía, tiene una literatura más reciente que me obliga a leer ciertas cosas que por principio no leería, no porque las rechace sino porque las desconozco. Siento que tengo todavía deudas muy grandes con mi propia biblioteca. Además de estar leyendo a Akutagawa, que no es ningún jovenzuelo, y a Kawabata, al mismo tiempo estoy leyendo la trilogía dramática Orestíada para compararla con otras formas literarias, que me llevó luego a leer a Sófocles y a Eurípides.

–¿Ni siquiera por curiosidad lee a sus contemporáneos?

–A veces sí, como a Pablo Ramos, Alan Pauls, Romina Doval y Samanta Schweblin, pero no tengo una información total sobre el asunto, ni quiero tenerla ni tengo tiempo para tenerla.

–Es curioso que, siendo un lector tan apasionado, no se muestre interesado.

–Si mis contemporáneos me aseguran que son excelentes, los leo. No es que los rechazo por principio, sino que los selecciono mucho más. No se olvide que a los 72 años prefiero pagarle a mi espíritu las deudas que tengo con aquellos libros que no he leído.

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